Babbitt y sus críticos

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De Irving Babbitt puede decirse que reclutó en su contra a los críticos más inteligentes de su tiempo: T.S. Eliot, H.L. Mencken, Edmund Wilson y Allen Tate. Esa unanimidad de inteligencias contra un hombre muy respetable y un profesor distinguidísimo es tanto más interesante porque Babbitt (1865–1933) formuló una doctrina literaria y moral de pretensiones ecuménicas, que aspiraba, nada menos, que a reunir y organizar la execración del mundo moderno y de su literatura.

Los argumentos antimodernistas de Babbitt se remontan al siglo XIX y pueden resumirse en aquella máxima insuperable grabada por Baudelaire en Mi corazón al desnudo, cuando expone su “teoría de la verdadera civilización” y dice que ésta “no reside en el gas ni en el vapor, ni en las mesas giratorias; está en la disminución de las huellas del pecado original”.

Contra el humanitarismo, atribuido a la doble influencia de Rousseau y de Francis Bacon, manifiesto en la creencia en la bondad humana, en el progreso y en el hombre como parte integral de la naturaleza, Babbitt predicaba un humanismo o neohumanismo, doctrina que causó polémica, en los Estados Unidos, hacia 1930. Pero Babbitt no se respaldaba –y eso fue lo que lo desacreditó ante Eliot, que había sido su alumno– en ninguna religión organizada ni se parapetaba en la Iglesia Católica. Fue un protestante con ideas propias, un republicano que creía en los Estados Unidos. Carecía del glamour que el culto monárquico, por ejemplo, le daba a los conservadores que hasta se daban el lujo, como Maurras, de declararse ateos.

Babbitt enseñó, en Harvard, literatura comparada (lo que antes se llamaba, medicamente, un generalista) y fue uno de los primeros conocedores occidentales, en sánscrito, del budismo, cuyo canon pali estudió. Para algunos, Babbitt fue una especie de budista de closet o de escritorio, empeñado en conciliar, mucho antes que fuese una moda ecuménica, a Cristo con Aristóteles, Confucio y Buda. Esa búsqueda de lo que algunos franceses, más dados a la teosofía, llamaron la tradición primordial, le valió a Babbitt la condena de Eliot, quien tras rendir sus respetos al erudito, anotó desdeñosamente (o anglocatolicamente): “Quiero decir que conoce demasiadas religiones y filosofías, que ha asimilado su espíritu demasiado (…) para entregarse a ninguna.”

La religiosidad digamos que técnica de Babbitt a Eliot le parecía una redundancia. Para qué tantos brincos estando el suelo tan parejo: el cristianismo está para consolar y para absorber todas esas efusiones y más. En términos similares acabó por expresarse Allen Tate, el sureño converso al catolicismo.

Reconociendo que el humanismo de Babbitt es un mal menor frente a lo que a Eliot, en los años treinta, le parecía una amenaza para el mundo cristiano (y casi todo le parecía una amenaza), el poeta lo deja en calidad de compañero de viaje, no sin advertir a los jóvenes que sólo se trata “de un subproducto más de la teología protestante, en sus últimas agonías”.

Eso en cuanto a lo que hoy llamaríamos el fundamentalismo cristiano. Tampoco le fue bien a Babbitt con el otro fundamentalismo, en este caso, el ateo, el de H. L. Mencken. Lo “babbíttico”, para Mencken, era una peste que recorría los Estados Unidos, una búsqueda vacía y necia, el viejo puritanismo disfrazado de nuevas filosofías y de religiones primitivas. Digamos, para entendernos, que en Babbitt veía Mencken la fuente, treinta o cuarenta años antes, del espíritu new age y del supermercado espiritual, aquello de que todos somos parte del cosmos, asunto que a un darwiniano puro y duro, como lo fue Mencken, le horrorizaba.

Lo que rodeaba a Babbitt, y particularmente la polémica humanista, fue un pleito ideológico en el interior de la derecha que quizá hoy sería imposible de ver y de leer con tanta gravedad moral y apetito intelectual. Todos los involucrados (Babbitt y su socio Paul E. More, Eliot, Tate, Mencken) detestaban la democracia, la tiranía (o la rebelión) de las masas. Compartían parecidos afanes clericales o aristocráticos, los unía su profundo y consecuente antiliberalismo, sus reales y supuestos espantos.

Un poco cansado del clima piadoso y de la santa indignación antimoderna, me pongo a buscar qué decía la izquierda (o los liberales de entonces) y doy de inmediato con Edmund Wilson, lo que me da oportunidad de estrenar Literary Essays and Reviews… (The Library of America, 2007), en dos tomos. Wilson, con la elegancia propia de quien mira de lejos una gresca ajena, no arroja sobre Babbitt y More la condena de los vanguardistas. Es más sutil, se mete en honduras y pega donde les duele, en esa forma inevitable de la falsa erudición en que incurre (y quien este libre de culpa ya sabe qué hacer) todo ensayista (o predicador) al buscar en el pasado figuras para argumentar en el presente. Culpa Wilson a los humanistas de irse a buscar a la vieja Antígona, humanistizándola usando el método de los victorianos cuando hacían pasar, maquilladas, frases paganas por cristianas. Festivo, Wilson cita a Freud y deja a los neohumanistas y a los anglocatólicos a solas con quien entonces era su coco y sigue su camino.

Finalmente, que así pasa, llego al principio y me pongo a leer a Babbitt. Dice George Panichas, el compilador de Representative writings (1981), que su problema fue ser más moderno que sus adversarios. Tiene razón. Más allá de saber si Babbitt mismo creía en Dios, lo cual importa poco, es evidente que asumió que las religiones sólo se podían salvar a sí mismas y salvar al hombre (que era lo que a un crítico moral como Babbitt le interesa) si anteponían sus diferencias teológicas y creaban un fondo común de fe. Lo cual suena más o menos razonable para un agnóstico y suena pésimo para los fundamentalistas.

(publicado previamente en el suplemento El ángel de Reforma en agosto de 2008)

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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