El hambre es la medida de todas las cosas.
Efraín Huerta
Hoy se come mejor que nunca
Me gusta desayunar bien: dos especies distintas de fruta, leche light deslactosada, frijoles de la olla, un huevo revuelto con jitomate y chile verde, tortillas de maíz o un bolillo de panadería de barrio, y un par de tazas de café de Chiapas. En mi mesa no hay nada espectacular, ni huevos a la Romanov, ni arenque ahumado, ni brioches de María Antonieta. Salvo el café, pequeño capricho de un adicto a la cafeína, mi desayuno revela mi condición de clasemediero. Sin embargo, dudo que Luis XIV, en el esplendor de su gloria, pudiese competir con la complejidad de dicho menú.
El lugar común “Hoy comemos peor que antes” es falso. Actualmente disponemos de más cantidad y variedad de alimentos durante más meses y, nunca antes, la creatividad floreció tanto. Las excentricidades de De re coquinaria de Marco Gavio Apicio palidecen frente a cualquier batalla del Iron Chef.
Salgo al paso a una objeción: la comida de los pobres. Responderé de una manera cruda, valga la metáfora culinaria: los pobres siempre han comido mal. Lo escandaloso de nuestra época es, precisamente, que sobran los alimentos y los hambrientos.
Los ricos comen mejor que nunca. Un alto ejecutivo come mejor que Felipe II en el culmen de su poder. Imaginemos un día de verano en El Escorial. Cualquier turistilla puede beber una cerveza helada, comer un filete de merluza fresco y disfrutar de un helado de vainilla. El cocinero de palacio difícilmente hubiese logrado preparar estos alimentos para el monarca en un día caluroso de julio.
La variedad de frutas y pescados que se ofrecen en un supermercado o en un mercadillo hubiese dejado boquiabierto a Carlos V, en cuyo imperio “no se metía el sol”. Un individuo de clase media de un país medianamente desarrollado –México, Brasil– come tan bien, o incluso mejor, que un aristócrata de Versalles en el XVIII.
La riqueza de ingredientes ha sofisticado la gastronomía. El talante del cocinero no ha quedado al margen de este proceso de sofisticación. La alta cocina dejó de ser un oficio servil y se revistió con el aura del artista y el prestigio de la ciencia. Los chefs contemporáneos ya no son sirvientes a quienes se les manda, sino genios a quienes se les solicita una entrevista.
Por ello creo que estamos viviendo la edad de oro de la gastronomía. Ello no significa, insisto, que no haya hambre. Significa, simplemente, que la alta gastronomía se encuentra en un momento espléndido, por encima de otras épocas, y muy a pesar de los esfuerzos de McDonald’s y de Domino’s Pizza por estragar nuestros gustos y elevar nuestros lípidos.
¿Cómo llegamos a este clímax? Curiosamente, este ascenso se debe a una serie de acontecimientos más o menos externos a la cocina. A continuación revisaré los episodios claves.
Terapia y comida
Entre las diatribas que se lanzan contra la modernidad gastronómica, destaca su obsesión por la salud. Pensemos en el trágico descubrimiento del colesterol, el miedo al sobrepeso, la reverencia por los vegetales. Los nutriólogos y médicos se han metido a la cocina, destrozando y satanizando los placercillos de la mesa, desde el chicharrón en salsa verde hasta el foie gras de ganso.
En realidad, esta preocupación es tan vieja como la filosofía griega. En el Gorgias, Platón contrapone la medicina a la gastronomía. La primera es una auténtica terapia del cuerpo; la segunda es adulación y engaño. El auténtico terapeuta del cuerpo promueve la frugalidad. El cocinero, en cambio, es un pseudoterapeuta, que satisface los caprichos corporales.
De hecho, una de las tesis centrales del Corpus Hipocraticum es el carácter medicinal de la dieta. La salud resulta del equilibrio de los cuatro humores o sustancias elementales del cuerpo. La comida contribuye a equilibrar o desequilibrar la salud, que no es sino la precaria armonía corporal. El abuso en la comida y la bebida dispara las enfermedades físicas, pero también las mentales. Así sucede con la melancolía, según lo sugiere el célebre Problema XXX: Sobre la melancolía, del Pseudo Aristóteles.
La parafernalia contemporánea de nutriólogos y dietistas es un escolio del Corpus Hipocraticum. Cambiaron las sustancias –ahora no se habla de bilis negra, sino de litio– pero la intuición de los médicos hipocráticos continúa vigente: la comida afecta la salud. La tensión entre lo sano y lo sabroso está presente en la cocina occidental, dando lugar, en no pocas ocasiones, a situaciones trágico-cómicas como la que sufrió Sancho Panza en la ínsula Barataria.
Gastronomía y ágape
La difusión del ideal cristiano de participar de la vida divina a través de la comida es otro capítulo central de la gastronomía occidental. Ciertamente, recurrir a la comida para relacionarse con la divinidad no es exclusivo del cristianismo. Pensemos en la Pascua judía o en el banquete ritual de los misterios de Mitra. No obstante, el banquete juega un papel muy especial en el cristianismo; ya sea como eucaristía, en el cristianismo griego y romano; ya sea como sagrada cena, en el cristianismo reformado. La posición más provocativa es, sin duda, la de católicos y ortodoxos, quienes sostienen que Dios subsiste bajo las apariencias del pan y vino consagrados.
No se trata de cualquier alimento: únicamente se consagra el pan de trigo y el vino de uva. La expansión del cristianismo implicó la difusión de la tríada mediterránea: trigo, vid, olivo. (El aceite de oliva es insustituible en varios sacramentos católicos y ortodoxos.) Este compromiso gastronómico del cristianismo contribuyó a perfilar los hábitos alimenticios del mundo. Recordemos, si no, la preocupación de los misioneros de las Californias por garantizar el abasto de vino en esos remotos territorios, tan alejados de la
capital de la Nueva España, pues para aquellos sacerdotes, el vino no era un objeto de lujo, sino un arma insustituible en la conquista espiritual.
La compenetración entre cristianismo y comida es tan honda, que el reino de los cielos se compara reiteradamente con un banquete. El cielo se entiende en términos gastronómicos, y el amor de Dios por los hombres es análogo al de un padre que mata al cordero cebado para agasajar al hijo pródigo.
El resultado es una tensión entre la gula y el ágape. A diferencia de lo que sucede con algunas expresiones maniqueas, la alimentación inerva la fe cristiana. La última cena de Jesús con sus apóstoles fue un acontecimiento que impactó nuestra manera de relacionarnos con los alimentos.
Recetarios e imprenta
Antes de Guttenberg, la cocina se movía en el ámbito de la tradición oral, si bien ya circulaban recetarios manuscritos. Con la invención de la imprenta, apareció la posibilidad de estandarizar procedimientos y recetas, de facilitar la transmisión de los secretos de cocina.
En 1487 se publicó el libro de cocina De honesta voluptate et valetudine de Bartolomeo Platina, un bestseller renacentista que llegó a las dieciséis ediciones. En 1520 apareció el recetario catalán Libre de coch, atribuido a Ruperto de Nola. La edición castellana, ordenada por Carlos V, procede de 1525. Este texto merece el título de fundacional no porque sus recetas sean innovadoras, sino porque, a diferencia del texto de Platina, el recetario del maestro Ruperto fue escrito desde la cocina y no desde una biblioteca.
La cocina, a diferencia de otras artes serviles, participó muy tempranamente del mundo editorial y, en consecuencia, se legitimó socialmente antes que otros oficios manuales. Los libros de cocina dieron estatus al cocinero.
Pero la impresión provocó un efecto colateral. Quienes no sabían leer quedaron excluidos del arte de la cocina profesional. La principal damnificada fue la mujer. No le quedó sino la cocina informal, la del ama de casa. Incluso hoy, la mayoría de los chefs de renombre son varones.
Se comprende así que, a lo largo del siglo XIX y en parte del XX, se intentara remediar esta carencia de la mujer con “educación para el hogar”. Cundió, entonces, la pretensión de profesionalizar al ama de casa, acercándola a la cocina formal, que había discurrido por un canal distinto.
El choque entre el cazo y el comal
Colón llegó a América buscando la India, país de las especias. Las élites europeas apreciaban estos condimentos y los conocían bien. Véase, si no, el abundante uso de la pimienta en las salsas medievales y renacentistas.
La revolución gastronómica provino del Nuevo Mundo, no del Oriente. Súbitamente, el descubrimiento de América puso a Europa en contacto con el chocolate, el jitomate, el chile, el maíz, la papa, el tabaco. Este alud de sabores forzó el paladar y conculcó el gusto.
El Viejo Mundo no aceptó los nuevos ingredientes con igual entusiasmo. El maíz no adquirió carta de ciudadanía, sino en forma de vergonzante polenta. El chocolate y la papa, por el contrario, causaron furor. Algunos productos americanos se incrustaron definitivamente en la dieta europea, como la papa entre los irlandeses, y el chocolate entre los españoles.
El proceso de aceptación no fue terso. ¿Cómo iba a serlo? Los colores y los aromas de los productos americanos despertaron la suspicacia de médicos y sacerdotes. Los timoratos avizoraron en el jitomate un afrodisíaco peligroso; y en el chocolate, un deleite pecaminoso. Al final, laus Deo!, el mestizaje se impuso. Gracias a él gozamos del gazpacho andaluz, la salsa boloñesa y el gulash húngaro.
La embestida puritana
Esta euforia gastronómica se topó con la austeridad de la Reforma. Los cristianos reformados, especialmente los calvinistas, alertaron contra la glotonería. La condescendencia del cristianismo romano –advertían– había franqueado la entrada al pecado de gula. No les faltaba algo de razón. El catolicismo suele calificar muy benignamente los excesos en la comida. Basta revisar los tratados de teología moral para percatarse de la indulgencia para con el glotón, en contraste con el rigor que se aplica al lujurioso. Mientras que la lujuria se castiga con la eternidad en el infierno, la gula pocas veces se merece esa pena.
La reforma calvinista, en su versión más puritana, fue un revés a la cultura del banquete. Este detalle no es anecdótico: Estados Unidos fue fundado por puritanos. Difícilmente se comprende la ley seca, vigente en aquel país entre 1920 y 1933, sin esta premisa religiosa y sin movimientos como la Unión Cristiana Femenina de la Templanza, cuya temible lema es “Moderación en lo saludable, abstinencia en lo nocivo”.
No es casualidad que en Estados Unidos la comida sea sencilla, práctica, y que tantos la conciban como mero combustible. La cocina de los puritanos no es sensual ni halaga los sentidos. Comer es un deber, como se retrata, con un deje de exageración, en El festín de Babette de Isak Dinesen.
Otra vez la religión: la Revolución francesa
La cocina occidental, especialmente la hispanoamericana, depende de la religión: monjas que confeccionan dulces, fiestas que se celebran con comida, ayunos para redimirse. La liturgia católica marca el ritmo de la mesa. México es paradigmático: Posadas, Navidad, Santos Reyes, Candelaria.
El proceso secularizador desencadenado por la Revolución francesa afectó la comida. Al suprimirse la presencia pública de la religión, se desvaneció el significado religioso de los platillos. ¿Quién come bacalao y romeritos en Nochebuena pensando que así cumple con el antiguo mandato de abstenerse de carne en las vigilas de las solemnidades religiosas como la Navidad? ¿Quién bebe lágrimas de Virgen, cuando ya no se monta el altar de Dolores?
Quizá el caso más llamativo sea el declive de la dulcería. Algunos postres –los huevos reales, los antes armados en marquesotes– están desapareciendo porque las monjas de clausura, que eran sus artífices, son también una especie en extinción.
Poco a poco, el modo de comer va dejando de significar la identidad religiosa. Si en otros tiempos el desprecio por el tocino y el jamón atraía las sospechas de la Inquisición –los judíos y musulmanes no comen cerdo–, hoy nadie se zampa un taco de carnitas para reafirmar su religiosidad. Salvo sectas como los Testigos de Jehová, que no comen moronga ni morcilla, o los mormones, que no prueban el café, dieta y religión se han escindido definitivamente en Occidente.
La burguesía y los restaurantes
El ascenso de la burguesía incentivó la apertura de restaurantes. Por contraste con el noble, el burgués gusta de comer fuera de casa. Hay que distinguir, por supuesto, entre la fonda y el restaurante burgués. En la fonda –tan antigua como Roma– comían los viajeros o los pobres, carentes de suficiente leña para cocinar. El restaurante, en cambio, no surge de la necesidad, sino del afán de ostentar la propia riqueza.
El burgués visitaba el restaurante para exhibirse, envidioso de los banquetes ceremoniales de reyes y príncipes. Ansioso por rivalizar con la vieja aristocracia, el restaurante burgués remedó el banquete real. En esos locales, regenteados por otro burgués, se comía buscando reconocimiento público. Este fenómeno aún pervive. Existe un tipo de restaurantes, cuya comida es mediocre y sus precios estratosféricos, pero siempre están atestados, porque la gente no acude ahí para comer, sino pare ver y ser visto.
El restaurante es un espacio raro, donde se publicita el espacio íntimo. En él no se banquetea en común al modo de los espartanos; es una constelación de espacios privados (las mesas), eso sí, a la vista de todos. No hay interacción entre mesa y mesa. El restaurante refleja la sociedad liberal y burguesa: individualidades que se rozan sin entrelazarse más allá de las fórmulas de cortesía.
Pescado fresco sin tamemes
Se repite que Moctezuma II comía pescado fresco, traído del mar por corredores. El tren y el barco de vapor –emblemas de la revolución industrial– facilitaron la transportación de los alimentos. Entonces pudieron convergir en la misma mesa alimentos que nunca antes habían convivido entre sí. La revolución continúa. Los aviones nos permiten cenar merluza fresca del Cantábrico, kiwi de Nueva Zelanda, camarones de Baja California y vino chileno. Como decía, ni Carlos V ni Luis XIV disfrutaron de una mesa tan exótica.
Paradójicamente, los transportes eficaces han trivializado el exotismo. Visitar el supermercado es dar la vuelta al mundo en treinta minutos, desde el agua de las Islas Fiji hasta la sal de Siberia.
Esto de los medios de transporte es indisociable del fenómeno de la migración. No solo transportamos ingredientes, también transportamos cocineros. Hay cocina vietnamita en Alemania, porque hay vuelos de Hanói hacia Berlín. En una ciudad desarrollada, nuestro paladar saborea tantas variedades de cocina como las que narra Marco Polo en El libro de las maravillas.
El hombre de las nieves
Jacob Perkins patentó el refrigerador en 1834. El hielo abrió posibilidades sorprendentes en la cocina por dos motivos: facilitó la conservación de alimentos, y detonó nuevos sabores y texturas.
Desde el descubrimiento del fuego, no ha habido otra revolución culinaria tan relevante. Podemos disfrutar helados en verano, saborear frutas fuera de temporada y comer mariscos en cualquier sitio gracias al refrigerador. La producción artificial del hielo nos adueñó del mundo. La refrigeración abolió el espacio y el tiempo. El refrigerador es una maravillosa cápsula que permite a los alimentos ir y venir de aquí para allá.
Carême y la modernidad
El chef Marie-Antoine Carême (1784-1833) instauró en la cocina el proyecto cartesiano de ideas claras y distintas. A partir de él, la alta cocina no empalma sabores al modo medieval y barroco, sino que los resalta. El chef enfatiza, subraya, acentúa los sabores; ni los oculta ni los desvanece. El chef es un filósofo cartesiano que intenta demoler las ilusiones y delirios del paladar, revelándonos el sabor concentrado de los alimentos.
Por si eso fuese poco, Carême contribuyó decididamente a prestigiar al cocinero. El chef devino una extraña mezcla de empresario y artista. El auge actual de las cocinas de autor remite a Carême, tan famoso que rechazó trabajar para el zar de Rusia, un desplante que hubiese sido impensable en un lacayo.
Como hombre moderno, Carême atendió a la infraestructura, y condiciones de trabajo del cocinero. En suma, hizo de la cocina un espacio donde el afán de lucro se entrelaza con la creatividad romántica y la revolución industrial.
La liberación femenina
En el siglo XX, el ama de casa de clase media salió del hogar en busca de un empleo. Su ausencia cimbró la gastronomía. Ella, la esposa del empleado, había atendido la cocina familiar y custodiado la comida tradicional. La ausencia de la mujer de clase media exigió desarrollar alimentos pre-lavados, pre-cortados, pre-cocidos. Esto no significa necesariamente un deterioro de la gastronomía y, en cierto sentido, ha contribuido a reconocer y revalorar la comida casera, que poco a poco se va convirtiendo en un pequeño lujo.
La irrupción de la TV
John Montagu, iv Conde de Sandwich, empedernido jugador de naipes, inventó el emparedado en el siglo xviii. Con el sándwich en una mano, podía sostener las cartas con la otra. La historicidad de la anécdota es cuestionable. Lo relevante es la intrusión de una actividad externa en la comida y que, además, haya sucedido en el mundo anglosajón.
Con todo, los juegos de azar no trastocaron nuestra manera de comer. La televisión sí lo hizo. La popularidad del sándwich y cierto tipo de comida rápida se encuentra ligada a la televisión. Pensemos en las TV-dinners, bandejas de comida congelada, diseñadas ex profeso para acompañar nuestro programa favorito.
El menú se diseña con base en la televisión, que es la invitada de honor en los comedores. En ella se centran nuestras atenciones y amabilidades; es la metamorfosis del comedor en sala de televisión.
¿Apocalipsis gastronómico?
Muchos críticos gastronómicos enarbolan el tradicionalismo: idealizan el pasado y reverencian las costumbres tradicionales. Tales gourmets cultivan un discurso apocalíptico y reaccionario: “Hoy se come peor que antaño.” Abundan, en consecuencia, los restaurantes que se autodenominan “típicos”, bastiones de las tradiciones culinarias.
Sin embargo, una mirada más atenta revela la ambivalencia de la gastronomía respecto de la modernidad. Si el proyecto ilustrado aspira al progreso y al dominio de la naturaleza, el gastrónomo merece el título de moderno. Lo fue desde el momento en que instrumentalizó la doctrina de los humores del Corpus Hipocraticum. Muy tempranamente, los cocineros advirtieron su poder para incidir en el cuerpo y en el alma. El cocinero experto domestica los cuatro elementos del mundo natural (agua, aire, fuego, tierra) y los cuatro humores del cuerpo humano (negro, amarillo, rojo, blanco).
Pero, a diferencia de la modernidad más radical, la gastronomía asume cómodamente, sin escrúpulos ideológicos, la tradición y la memoria. Los grandes chefs se jactan de su capacidad de reinterpretar el pasado y de retomar las tradiciones culinarias. Los cocineros no cargan con el pasado como si fuese una pesada losa. El gastrónomo reinterpreta la historia con libertad de espíritu. Nietzsche, acérrimo enemigo de la arqueología erudita, hubiese envidiado el gracioso rejuego entre tradición y creatividad con que se manejan algunos gastrónomos.
La armonía entre tradición y progreso, en efecto, vertebra la gastronomía. Por ello, aventuro una última hipótesis: hoy por hoy, el gastrónomo ha superado la autodestructiva dialéctica de la modernidad. Su tarea funde en la sartén la arqueología y la innovación. Los grandes chefs son artistas que no se avergüenzan de parafrasear la historia; son científicos que se inspiran en los dioses; y son, sobre todo, filósofos prácticos, porque procuran la felicidad humana. ~