Honor a la española

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La época en que los hidalgos celosos castigaban con sangre los deslices de sus esposas parece haber quedado muy lejos, pero el hábito de fiscalizar los placeres del cuerpo no ha desaparecido, ni en España ni en América Latina, porque la cultura permisiva y la emancipación de la mujer han dejado incólume la herencia más nefasta del antiguo código de honor: la importancia de la conducta sexual como fuente de honorabilidad o descrédito público. En tiempos de Calderón, los nobles y los villanos honrados tenían que defender con la espada el virgo de las mujeres sometidas a su tutela (hijas, hermanas, prometidas), y por si fuera poco, mantenerlas a salvo de la calumnia, pues la honra empañada infamaba tanto como la honra perdida. El menor descuido de una dama dejaba una mancha indeleble en la reputación familiar, porque en un país de hidalgos empobrecidos, se había vuelto costumbre de pícaros tener hijas amancebadas con el rico del pueblo o consentir las infidelidades de la esposa a cambio de favores económicos. Por eso, en el teatro calderoniano, basta que un galán irrumpa en el aposento carcelario de su amada para causarle un daño irreparable, así observe la entrevista una dama de compañía. Se supone que el secreto engendra la sordidez, pero en los dramas de honor ocurre lo contrario: el escrutinio público enturbia el amor al convertir la intimidad en teatro fiscalizado.
     Desde entonces, las costumbres han dado un giro de ciento ochenta grados y ahora los duelos a muerte por un himen bajo sospecha son una curiosidad arqueológica. Sin embargo, en la era del Big Brother y los talk shows, la exigencia social de vivir expuesto en una vitrina vuelve a restringir la libertad del individuo, y, por lo tanto, está surgiendo un concepto del honor adecuado a las circunstancias de una sociedad exhibicionista. Hoy en día, España es uno de los países más hedonistas y liberales del mundo, pero las premisas del teatro calderoniano siguen vigentes, porque los españoles se liberaron de todo, menos de su esclavitud a la opinión ajena. En España es una cuestión de honor tener un piso propio en la playa, renovar el guardarropa cuando lo ordenan los publicistas del Corte Inglés, rentar un cortijo en la primera comunión de los niños para no quedarse atrás de los vecinos, y en ese ambiente competitivo, donde cualquier ventaja sobre los demás debe quedar a la vista del mundo, la ostentación de hazañas sexuales tiene igual o mayor importancia que los signos de estatus. La jactancia erótica fue desde siempre un atributo del Don Juan español, y hay toda una literatura consagrada a desmenuzar ese rasgo de su carácter. La novedad es que ahora las españolas tienen la misma libertad para airear sus bragas en público, ya se trate de modelos, actrices, condesas o simples amas de casa, pues cualquier desconocida puede aportar algo a la industria del chismorreo. El mundo de la cultura y el arte no ha podido sustraerse a esta fiebre confesional, ni siquiera en una ocasión tan solemne como el entierro de Camilo José Cela, donde su viuda Marina Castaño, por iniciativa propia y sin venir a cuento, declaró a El País: “Camilo era el mejor amante del mundo”.
     Cuando leí esa declaración me sorprendió que, en medio de su pena, la viuda de Cela estuviera de humor para hacer confesiones picantes. Ni tardos ni perezosos, los cronistas de sociales se apresuraron a conjeturar que doña Marina, casada a los treinta años con un octogenario, develó ese aspecto de su intimidad para desmentir a los murmuradores que le imputaban un matrimonio por interés. Las revelaciones no pedidas suelen producir en la opinión pública un efecto contrario al esperado por el divulgador indiscreto. Pero lo interesante del caso no es averiguar si el público le creyó o no a la señora Castaño, sino elucidar por qué una mujer a quien supongo inteligente y culta se sintió obligada a justificar su gerontofilia bajo la presión de las cámaras. Por lo visto, entre los famosos de España, ya sean astros verdaderos o satélites sin luz propia, tener una vida sexual sosegada, o dar esa impresión, acarrea una deshonra de tal magnitud que los agraviados por la maledicencia no pueden desaprovechar ningún foro para refutarla, así se trate de un funeral. Si las doncellas del teatro calderoniano tenían la obligación de ser y parecer virtuosas, sus contrapartes del siglo xxi necesitan pregonar sus orgasmos con altavoces, pues en ello les va la dignidad y la honra.
     Cuando un estigma pesa sobre determinada práctica o preferencia sexual, asumirla en público puede ser un acto de valor civil, pues quien revela sus vicios privados se expone a la deshonra pública, por lo menos ante un sector de la sociedad. Si el Duque de Alba confesara en el Hola una disfunción eréctil, sus revelaciones tal vez provocarían una catarsis colectiva muy saludable. Pero en la mayor parte de las confesiones sexuales públicas (no sólo en España, sino en todo el mundo) los entrevistados se limitan a referir los lances de alcoba que les pueden granjear prestigio social, jamás una aventura bochornosa o una transgresión culpable. Desde luego, no basta ufanarse de ser un Don Juan o una Mesalina para que la gente lo crea, pues los nuevos códigos de honor funcionan como los antiguos, es decir, con inquisidores que husmean la intimidad del prójimo para otorgar diplomas de lubricidad. La modernidad no vencerá a la moral de las apariencias, ni habrá una verdadera liberación sexual mientras tanta gente “liberada” crea que los placeres carnales quitan o dan honor. ~

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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