Hugo Chávez: el caudillo poseído

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El concepto de populismo es uno de esos barriles sin fondo donde se meten demasiadas cosas heterogéneas, y quizás lo sea por esencia, porque no todas las formas políticas permiten la coherencia conceptual. Umberto Eco, en “El fascismo eterno”, hizo un listado breve, sintético y heteróclito de síntomas para dibujar otro concepto impreciso por naturaleza, el de fascismo, “una colmena de contradicciones”, que debería servir como termómetro para medir la gravedad de la enfermedad del paciente. Quizás también sea en este caso un apropiado proceder metódico.
     “Populismo” se dice de ciertas concepciones decimonónicas, bastante estrambóticas por arcaicas, anticapitalistas; de determinadas formas de transición en América Latina hacia la democracia y el capitalismo, de la primera mitad del siglo XX: desde posiciones liberales radicales de todo lo que suena hoy a políticas asistencialistas hasta los excesos del Estado de bienestar o a propuestas de mera distribución de la riqueza —de la socialdemocracia y afines. En sus usos más corrientes y acríticos, simplemente se hace sinónimo de demagogia. Pero seguramente se pueden agregar otras características más o menos variables del fenómeno: caudillismo, militarismo, “tercerismo” o confusionismo ideológico, desprecio de las instituciones y sublimación de lo tumultuario, políticas inmediatistas e ineficaces por inmediatistas, electoralismo oportunista, uso y abuso de la palabra pueblo manejada arbitraria y acomodaticiamente, retóricas nacionalistas y fundamentalistas, división y enfrentamientos de sectores sociales, etc. Características todas negativas políticamente y aun desalmadas moralmente, embaucadoras. Quizás no siempre lo han sido y a ratos fueron dictadas más por el espejismo filantrópico que por la voluntad de manipulación, y es posible igualmente que no todos sus efectos hayan sido negativos y que los pueblos hayan necesitado por momentos de ciertas dosis de populismo para hacerse presentes en la historia, salir del anonimato, de la invisibilidad, del olvido.
     Yo querría subrayar, en este amorfo conjunto, dos obviedades. Una, el populismo es un discurso y una práctica política: si hay pan hay circo; que ambos se necesitan y complementan: el poco pan y el hambre para mañana necesitan intensos complementos de legitimación, fanfarria, un suplemento de glorificación y amor a la tribu. Dos, que el populismo no puede germinar sino en situaciones de pobreza, porque es un discurso y una práctica —la dádiva, la solución mágica e inmediatista y el mito tribal— para pobres y, por ende, implica promesa, porvenir y cantos.

País rico empobrecido
     Esa segunda caracterización me lleva a señalar las que creo fueron las condiciones de la emergencia del populismo militarista de Chávez. Venezuela tuvo, entre mediados de los cuarenta y finales de los setenta, el crecimiento del pib más grande de América Latina y uno de los mayores del mundo. En los años cincuenta, centenares de miles de europeos emigraron a esa tierra de promisión, donde el maná petrolero, una dictadura bananera que mantenía la paz y una economía sana sin demasiada conciencia de serlo abrían muchos posibles. Y en los veinte primeros años de democracia, a partir de la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez, en 1958, son innegables los índices de progreso y modernización: en educación, salud, urbanización, grandes obras de infraestructura… Lo que todavía llamamos “el viernes negro”, a comienzo de los ochenta, una violenta devaluación que culminaba la decadencia de la Venezuela saudita —de los altos precios del oro negro y el agotamiento de la política de sustitución de importaciones—, simboliza el inicio de una clara involución del país, que no ha cesado hasta el presente y en que la pobreza creció progresivamente hasta llegar a duplicarse en los albores del siglo XXI —y la pobreza crítica se triplicó.
     Ese descenso económico del país se vio, naturalmente, acompañado por una clara descomposición de la estructura política: del bipartidismo que había gobernado desde la caída de Pérez Jiménez hasta 1994, en que vence la candidatura independiente de Rafael Caldera. Acción Democrática, de estirpe socialdemócrata, y el partido socialcristiano Copei no habían podido renovar sus matrices políticas originarias y se entregaban al neoliberalismo que vivía su mayor auge; habían perdido el fervor de las masas y estaban notoriamente afectados por el pragmatismo y la corrupción. A todo esto hay que sumar una orquestada campaña de los sectores más poderosos de la economía —a través de los medios y en especial del oligopolio televisivo— por desprestigiar, en aras del liberalismo, toda beligerancia del Estado —particularmente poderoso en un país petrolero— y, por su puesto, a sus oficiantes, los políticos, y más aún a la política misma. Lo cual hizo, al juntarse al descontento popular, estragos en la legitimidad de toda la dirigencia nacional.
     El gran viraje que intentó la clase política para recuperar su creciente impotencia fue el paquete de medidas neoliberales que puso en ejecución el presidente Carlos Andrés Pérez en su segundo mandato, que comienza en 1989. Pero éste, a pesar de algunos éxitos macroeconómicos —falto de un sólido pacto político nacional, viciado por la arrogancia de un líder carismático—, no hizo sino multiplicar el desencuentro con las mayorías, sometidas a nuevos rigores económicos inmediatos. Se producen entonces grandes acontecimientos políticos, como el llamado “Caracazo”, espontáneo y masivo saqueo de los comercios en la capital y en gran parte de la provincia, que acarrea centenares de muertos; el golpe de Estado de Chávez en el 92, con una réplica menor meses después, fallidos pero que suscitan un visible aunque asordinado apoyo popular y, por último, el derrocamiento forzadamente constitucional del Presidente. El siguiente gobierno de Caldera, segundo, logra serenar la vida democrática, pero no alcanza a modificar los grandes males que corroen las entrañas del país, entre otras razones porque se inicia con la peor crisis bancaria de la historia nacional y finaliza con un abismal descenso de los precios del petróleo. Pero su solo triunfo electoral como independiente, acompañado de pequeños y exhaustos partidos de izquierda, ya indicaba la debilidad de los partidos tradicionales, no hacía mucho omnipotentes.
     Mientras tanto, Chávez, monitoreado por políticos de vasta experiencia y viejas raíces en la izquierda, ha abandonado su línea insurgente inicial, opta por la vía electoral y recorre infatigablemente el país. Para las elecciones del 98, los partidos mayoritarios, crecientemente asustados por la posibilidad de su triunfo, terminan por hacer las más torpes cabriolas electorales, lo que da lugar al triunfo de esa figura incógnita que usa todos los lenguajes —desde radicalismos izquierdistas hasta aquél capaz de seducir a sectores del gran capital—, particularmente agresiva, que quiere enterrar la democracia nacida el 58, que Fidel Castro había recibido un par de años atrás con honores de Jefe de Estado, y que jura inaugurar otra etapa de la historia. Y en verdad lo hará. Un país de mayorías empobrecidas, en una profunda crisis, lo solicita.

La gran boca
     Chávez, cuya inagotable energía vital es una de sus primordiales virtudes políticas, va a comenzar su gesta básicamente con la palabra y no con la economía, con el circo y no con el pan. Va a hablar interminablemente, en todos los escenarios, sin tregua. En su programa dominical “Aló Presidente”, puede sobrepasar las seis horas con toda facilidad y sin signos de fatiga; sus cadenas de radio y televisión han sido incesantes, a veces varias en un solo día. Es probable que ese verbo sin límites sea el arma mayor con la que ha conquistado el asentimiento y el fervor de sus partidarios —grosso modo, con altas y bajas, la mitad del país—, y puede que también sea uno de los elementos que hagenerado más rechazo en sus adversarios, invadidos, saturados y agredidos: la otra mitad.
     Es una campaña retórica la de los primeros cuatro años de su gobierno. Lo que equivale a decir que también casi todo pasa en el plano de las reformas propiamente políticas. La economía produjo pocos efectos notables, tan sólo negativos, por diversas razones: un gasto público relativamente parco, el capital privado se inhibe ante la incertidumbre o la violencia política, desastrosos resultados de políticas públicas improvisadas —por ausencia de objetivos y programas—, falta de cuadros para sustentar la administración estatal, innumerables conmociones políticas de toda laya que sustraen toda la energía gubernamental y del país entero. Y también el acoso político opositor, que llega a causar estragos de la monta del paro nacional indefinido, que hace del 2003 una catástrofe en los índices de crecimiento económico: una baja de 9% en el PIB. Si bien los precios del petróleo comienzan a subir vertiginosamente a partir del 2001, éstos no logran revertir el visible deterioro, a diferencia de auges similares anteriores. Las cifras de bienestar, ya negativas, se enrojecen todavía más: pobreza, desempleo, trabajo informal, deuda interna, consumo personal, déficit de vivienda, delincuencia, niños abandonados… Amor con hambre no dura, decía la oposición. Chávez llama a luchar aun desnudos y hambrientos. Y el amor sobrevivió en buena parte de la población que se alimentaba de palabras.
     Casi todas las características que hemos señalado como propias del populismo se dan en ese gran discurso (¿quién dijo que habían finalizado?). Los partidos que lo apoyan son aluvionales, con una dirigencia improvisada, inculta y torpe; además, lo veneran y acatan sin ninguna reserva, y las escasas figuras que intentan abrir espacios más sensatos paulatinamente desertan o se pliegan a la voz única. Él es el que es: el Caudillo sin sombras ni rivales. Su discurso es de verdad grande y primitivo (probablemente han finalizado los grandes discursos “modernos”): inventa, contra toda racionalidad histórica, una nueva república, la quinta; ordena una nueva constitución, “la mejor del mundo”, en lo esencial hecha a su medida —aumento del periodo presidencial, posibilidad de reelección inmediata, concentración del poder en el Ejecutivo y, sobre todo, eliminación del carácter no deliberante de las fuerzas armadas para posibilitar el gobierno civicomilitar que desea—, aunque sin duda posee logros sectoriales importantes; altera el nombre de la república; lleva la secular religión bolivariana a límites nunca conocidos, y se siente heredero o poseído por el Héroe hasta límites verdaderamente patológicos; junto a Bolívar, mil veces citado en sus inagotables discursos, revive de manera descontextualizada y arbitraria todo el panteón de los próceres, desde el cacique Guaicaipuro a toda la pléyade libertadora, y nos sume en un mundo mítico y arcaico bastante ajeno a un país que, por ignorancia, desacralización modernizadora o relativa ventura petrolera, sólo muy ritual y ocasionalmente celebraba su pasado.
     Inteligente y con innegables dotes para la comunicación —caudillo de plaza pero, sobre todo, mediático—, de escasa cultura pero de una audacia y megalomanía sin bridas, puede disertar sobre cualquier tópico: desde las recurrentes e interminables anécdotas de su vida humilde y provinciana hasta los más nimios detalles de determinadas políticas parroquiales, pasando por referencias, generalmente desvaríos, sobre la historia universal o algún gran pensador. Su reino durará, repite incesantemente, hasta el 2021, en que viejo y victorioso se retirará a algún recóndito lugar de la patria. Pero su revolución durará siglos. Y, por supuesto, para esa fecha de su retiro viviremos en una edad de oro, de riqueza y justicia. Queda, para redondear la grandeza de sus designios, su firme creencia de que su modelo —único, revolucionario y democrático— se expandirá por toda América y el resto del mundo. Para ello ha montado costosísimos núcleos de adeptos de la “revolución bolivariana” en medio mundo, y promueve encuentros, sobre todo de intelectuales, los profetas del nuevo evangelio. Ese discurso apela a todas las tonalidades, desde el coloquialismo más vernáculo hasta delirios épicos o religiosos, pasando por los desplantes más vulgares e, incluso, una que otra vez, por la serenidad del estadista.
     Los venezolanos tenemos seis años tratando de saber de qué se trata el proyecto chavista. Si la indefinición y el confusionismo ideológico son característica básica del populismo, Chávez ha llevado esto a su límite. Muchísimos opositores juran que de lo que se trata, más temprano que tarde, es de convertirnos en otra Cuba, “el mar de la felicidad” la ha llamado, y sus vínculos económicos y políticos con la isla, y filiales con Fidel, son tan grandes e intensos que no tienen precedentes con los sostenidos con ningún otro país en nuestra historia. A los que habría que sumar los supuestos y reales vínculos con otros movimientos de la izquierda castrista o violentista latinoamericana. Y, por último, y sobre todo, sus ataques cada vez más frontales y desafiantes a Estados Unidos, al “pendejo” de Bush.
     No obstante, poco indica en los hechos que nos encaminemos a una economía socialista: antes, por el contrario, mucho se ha dicho de la supervivencia de claros esquemas neoliberales, en especial en su relación con las transnacionales, junto a sus amenazantes y erráticas políticas estatistas. Sin embargo, toda la escenografía y la simbología política, el Che Guevara a la cabeza, son las de una revolución en plena ebullición. ¿Gran mascarada retro, teatro con escaso contenido? Lo cierto es que esa hipótesis ha aterrado a numerosos sectores de las clases altas y medias, y seguramente ha tenido un papel muy importante en la belicosidad desesperada de cierta oposición. Para otros se trata de una forma, aggiornata, del viejo militarismo —todos los rincones de la administración están llenos de militares activos, y se encomienda a las fuerzas armadas las campañas excepcionales y más sonadas de trabajo directo con el pueblo. A lo cual habría que sumar rasgos verdaderamente fascistoides, como la utilización de bandas armadas civiles encargadas, a veces por vías muy violentas, de enfrentar a la oposición. ¿Perón, Torrijos, Velazco Alvarado?
     Hay quienes creen que la gran cantidad de recursos fiscales que posee el erario público —por los precios petroleros nunca vistos—, su control de todos los poderes, el cese de la virulencia opositora, su tramposo juego democrático, una corrupción descomunal sin el más mínimo control —especie de botín merecido para los postergados de ayer y aguerridos luchadores de hoy—, todo ello terminará en un gobierno inepto, muy fuerte y duradero, que tiende a sustituir unas elites por otras y que, a la larga, desembocará en una autocracia enmascarada legalmente. Su verbo seguirá perorando y amenazando sin demasiados efectos. Él mismo osó decir una vez: “Fíjense en lo que hago y no en lo que digo”, extraño reconocimiento de su condición de demagogo. Estas tres versiones sin duda tienen, cada una, algo de verdad, pero seguramente es de una síntesis de las tres de donde se puede sacar el perfil aproximado de este populismo, ciertamente sui géneris, cuyo futuro no es previsible; seguimos rondando abismos históricos de muy alta peligrosidad, y cualquiera de las citadas versiones, o sus combinaciones, conduce al pesimismo y a un largo y difícil camino de luchas.

El odio y los misioneros
     Chávez no inventó las desigualdades entre los venezolanos. Pero sí las convirtió en odio y en violencia. Después de un breve período inicial, en que parecía buscar un razonable consenso nacional para enfrentar las inmensas taras que padecemos y que le dio una gigantesca popularidad, paulatinamente su verbo se incendió y ya no sólo fueron los “corruptos” políticos de la cuarta república sus objetivos, sino prácticamente todas las elites dirigentes: los medios privados terminaron por ser “jineteras”; los empresarios, “oligarcas” —no “burgueses”: Chávez no habla en el léxico marxista, casi nunca; los curas están “endemoniados”; los gremios de trabajadores son “mafias corruptas”… todo adversario pasa a ser un enemigo bélico. Los ofendidos responden de la misma manera, entre otras naturales y sanas razones porque son elites acostumbradas a un largo dominio sobre el país y a una dirigencia política casi siempre subordinada a sus designios. Los venezolanos se dividen y se odian. “Chávez debe irse ya —dice la oposición—, o acabará con el país por comunista, por loco, por absolutamente inepto.” “Chávez no se va”, dicen sus partidarios. Son los años terribles, de inmensas marchas callejeras de lado y lado, a veces violentas; del golpe de Estado y su insólito retorno al poder; del paro de 63 días, la industria petrolera incluida. Y Chávez no se fue. Pero si bien estas dos victorias le han permitido limpiar y controlar el ejército y someter Petróleos de Venezuela, despidiendo más de dieciocho mil empleados de todos los niveles —la empresa mantenía una señalada autonomía y estándares internacionales de funcionamiento, renuente a los designios gubernamentales—, Chávez parece darse cuenta de que la situación es seria —las encuestas no están a su favor y la crisis económica ha empeorado— y de que tiene que acatar lo que ha decidido, después de prolongadísimos y accidentados encuentros, la Mesa de Negociaciones, supervisada por la OEA y el Centro Carter, en el sentido de llevar el país a un referéndum revocatorio, tal como está establecido en la Constitución.
     Si lo anterior subraya ese otro carácter recurrente del populismo —su división y enfrentamiento de los sectores sociales, sin que éste pase por la nítida delimitación en clases del marxismo, y sea extremadamente variable e inestable—, a partir de mediados del 2003 Chávez entiende que necesita resultados tangibles, que es la hora de la acción populista. No es nada nuevo que la economía se vuelva electoral, cortoplacista, ante un evento comicial, pero él va a llevar esa característica a niveles realmente inéditos.
     Con los enormes aportes del petróleo que ahora puede manejar a su antojo, crea un verdadero Estado dentro del Estado, suyo, personalísimo y sin ningún tipo de límite ni de control. Aun al margen de las instituciones gubernamentales encargadas de los diversos ámbitos en que va a actuar. Denomina esos operativos paralelos “misiones” —término de connotaciones religiosas y militares—, y las destina, en muy pocos meses, a “solucionar” problemas reales que necesitan años o decenios para su tratamiento. Éstas son llevadas por su directa y continua intervención, la de sus círculos más cercanos y de las fuerzas armadas. Deben acabar con el analfabetismo, la exclusión del bachillerato y la universidad, el desempleo, la falta de identidad de millones de venezolanos, la nacionalización de centenares de miles de extranjeros —estas dos últimas “misiones” han sido señaladas, además, como mecanismos decisivos para cuantiosas trampas electorales—, y subsanar el destrozado sistema institucional de salud, y crear una red subsidiada de distribución de alimentos, y multiplicar mediante minicréditos las cooperativas y microempresas.
     La función primera y básica del Consejo Nacional Electoral, servil al gobierno, es postergar al máximo la realización de la consulta, a fin de que esta milmillonaria siembra produzca sus frutos. Y la cumple a cabalidad: el referéndum ha debido tener lugar en el último trimestre del 2003 y terminó realizándose, mil trabas de por medio, en agosto del 2004, a escasos días de la fecha límite para llevarlo a cabo. Ahora bien, de esa gigantesca orgía populista están excluidos todos aquellos que no den su militante aquiescencia al mandatario. Se discrimina hasta para dar una cédula de identidad. Y quienes reciben los créditos, las becas, los cupos en universidades inventadas de la noche a la mañana, la nacionalidad… deben incluso portar los símbolos de la adhesión incondicional: camisas, insignias y banderas. A cada una de las misiones se la dota del nombre de un prócer y se le crean liturgias patrióticas ad hoc. Por otro lado, se persigue implacablemente a los funcionarios de la administración pública que han tenido el valor de firmar la solicitud del referéndum, cuyas listas se han hecho públicas y están en manos de los empleadores del régimen, que suelen despedir, chantajear o vejar a los impíos.
     La operación “Barrio Adentro”, para dar un ejemplo de las escalas utilizadas —consistente en dar atención médica primaria en los más inaccesibles y depauperados lugares de las barriadas de las grandes ciudades—, se realiza con veinte mil médicos traídos de Cuba. El sistema hospitalario está en el suelo, pero usted tiene a su alcance un médico vecino que puede tenderle una mano en una noche de apuros. Millones de venezolanos son de alguna manera tocados por esas descomunales empresas misioneras, que van a salvar al Presidente de su decapitación política. Las encuestas se mueven sincrónicamente con la expansión de estas actividades, desde un posible 35/65 inicial en su contra, hasta terminar el día del referéndum en un 60/40 a su favor.
     La victoria de Chávez produce tal desencanto en la oposición —ésta, por lo demás, se aferra a la idea de un fraude no comprobado que multiplica la abstención— que ello le conquista al chavismo, en las inmediatas elecciones regionales, veintidós de las veinticuatro gobernaciones del país. Ahora tiene bajo su directo y férreo control todos los poderes públicos. El petróleo supera los treinta dólares por barril. La oposición está exangüe, dispersa y desoída por millones de opositores abrumados por tantas derrotas.
     El populismo funciona. Sobre todo si tiene petróleo y voz potente.
     Claro, la historia continúa: siempre continúa. –

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