En mi juventud se fueron definiendo, a través de mis lecturas, dos inclinaciones que afloraron de manera muy diversa en mi trayectoria de escritora. Dos autores, muy distintos entre sí, me impresionaron hondamente: Virginia Woolf y Thomas Mann. Fue como si encontrara, separados en dos escrituras singulares, la expresión de algo que en mi yo ya percibía como una ambivalencia: por un lado, una sensibilidad dispuesta a percibir, en lo más pequeño y cotidiano, la esencia misma de la vida; por otro, una inquietud intelectual ansiosa por entender esa otra dimensión de la existencia que se refleja en la actividad social y política, eso que Joyce llamó, alguna vez, “la pesadilla de la historia”.
Muy temprano, pues, descubrí en la lectura de los narradores que me sedujeron la cristalización de dos visiones que podían contribuir a estructurar la indefinición de una vocación en ciernes: Virginia Woolf[1] y Thomas Mann.
Roger Fry era el teórico del grupo Bloomsbury. Con él y otros jóvenes egresados de Cambridge e influidos por los Principia ethica de G. E. Moore, se reunían Virginia Woolf y su hermana Vanessa. Para ellas, el sentido del arte no era lúdico, sino ético: el valor máximo era apreciar la belleza y el goce derivado de las relaciones personales. El artista tendría que comprometerse con la verdad y la belleza, sin pretender probar nada: “ir a las cosas en sí mismas” y lograr la expresión, la tensión, la saturación máxima, a través del lenguaje, de la experiencia.
En Virginia Woolf aprendí cómo la escritura puede cargarse de intensidad tratando de sorprender esos momentos de percepción saturados que Joyce llamaría “Epifanías”.
Cuando empieza a imaginar el libro que luego llamaría Las olas, anota en su diario:
Se me ha ocurrido que lo que quiero hacer ahora es saturar cada átomo. Quiero decir, eliminar todo lo inútil, lo muerto, lo superfluo: dar la totalidad del momento; no importa qué sea lo que incluya. Digamos que el momento es una combinación de pensamientos, sensaciones, la voz del mar… ¿Por qué admitir en la literatura algo que no sea poesía –y con esto quiero decir saturación? ¿No es lo que les reprocho a los novelistas, que no seleccionan nada? Los poetas obtienen sus mejores logros simplificando: casi todo se queda afuera. Yo quiero incluir prácticamente todo y, sin embargo, saturar. Eso es lo que quiero hacer con The moths. Debe incluir el sinsentido, la realidad, la sordidez: pero todo ello vuelto transparente.
No es todavía una idea de estructura, pero sí de tono, de calidad, de intensidad en la afinación del instrumento, la imaginación literaria, que va a intentar volver transparente, saturando al máximo el instante, la representación de la vida.
Las olas, Los años y Orlando fueron mis favoritos, aunque también disfruté mucho La señora Dalloway y Hacia el faro. Un personaje de Las olas, Bernard, es una síntesis de los rasgos que ella aspiraba a reunir en sí misma: “unida a la sensibilidad de una mujer… Bernard poseía la lógica sobriedad de un hombre”. El ir y venir de Las olas es simbólico del devenir del tiempo. El árbol y el mar son símbolos, en su obra, de lo eterno y permanente y de lo fugaz y transitorio. El árbol al que Orlando escribe interminablemente un poema permanece a través de los siglos, mientras Orlando e Inglaterra se transforman. Leyendo a Virginia Woolf descubrí, en suma, cuánto puede decir una novela aun sin una trama lineal y sin personajes estructurados a la manera tradicional.
Descubrí lo que puede hacerse para trasmitir una visión tan invisible, para volver comunicable algo que por su naturaleza era tan frágil como ese halo que envolvía, para Virginia Woolf, la experiencia del mundo. La lectura de la novela y sus diarios me descubrió a una escritora excepcional pero, también, me permitió descubrir una veta mía que afloraría en mi primera novela, Muerte por agua, que, muchos años después, he preferido llamar Reunión de familia.
Esa lectura me tomó años y, en lapsos que fui abriendo, emprendí otra, que también habría de dejarme una huella profunda: la lectura de Thomas Mann. A los dieciocho años había leído La montaña mágica, ese libro de casi mil páginas, sin poder dejarlo, salvo para comer apenas y unas cuantas horas para dormir. Lo había leído primero en inglés y enseguida en español. Me fui internando luego en otros libros de Mann, el Dr. Faustus, Los Buddenbrook, Tonio Kröger, los Diarios. Y, por supuesto, La muerte en Venecia.
Los apuntes de Thomas Mann acerca de la composición de Dr. Faustus, un libro tan distinto de Las olas, confirma que la elaboración de una novela no se limita al lapso de tiempo durante el cual el autor ha trabajado, de manera absolutamente consciente, en la redacción de la obra. El juego entre el inconsciente y la conciencia no se interrumpe en ningún momento. Al día siguiente de haber terminado José y sus hermanos, Mann ordenó todos los materiales mitológicos y orientalistas que había leído durante la composición de la obra monumental y un día después aparece en su diario una simple anotación: “Dr. Faust. Examen de viejos papeles para materiales del Dr. Faust.” Cuarenta y dos años antes había registrado, como tema de un trabajo que podría emprender algún día, el pacto de un artista con el demonio. Desde el principio había en torno a ese tema un aura, una atmósfera biográfica que lo predestinaba a convertirse en novela. Pero quedó sumergido durante cuarenta años hasta que brotó a la superficie y desencadenó una actividad racional minuciosa, que fue agotando todos los aspectos exteriores relacionados con el tema, al mismo tiempo que se saturaba ese “círculo mágico” que impregnaría la obra. Mann había salido de Alemania mucho antes de iniciar la escritura de su Fausto, el 23 de mayo de 1943, pero la atmósfera fascista consustancial con el tema –Alemania le había vendido el alma al diablo– aparece registrada en muchas de las más de doscientas tarjetas donde acumula datos políticos, teológicos, médicos, históricos y musicales. Mann va conduciendo cada palabra hacía “la obra decisiva y representativa de Leverkühn, el Oratorio apocalíptico”. La creación se afirma a pesar del precario equilibrio entre el orden y la amenaza constante del abismo y del caos: el ritmo del libro está muy condicionado por los acontecimientos de la guerra y el estruendo del estallido atómico en Hiroshima y Nagasaki que parece resonar en el fondo. En casi toda la obra de Mann pero, sobre todo, en La montaña mágica, en Doctor Faustus y en La muerte en Venecia, explora un tema que lo seduce: la idea de que del desorden pudiera surgir el mayor orden, de la desintegración la mayor integración, de lo indeterminado la forma, que es la expresión más elevada del espíritu.
La lectura de Thomas Mann me descubrió otra perspectiva que acabó por abrirse paso en mi trabajo literario mucho después, me refiero, específicamente, a la huella que me dejó la lectura de Los Buddenbrook, ese libro espléndido en el que Mann hace el retrato de una familia burguesa alemana en el siglo XIX. En esa crónica detallada, reconstruye la vida cotidiana de tres generaciones de su propia familia, en la que incide, un poco sesgadamente, la historia, los acontecimientos que sacudieron la buena conciencia burguesa europea a mediados del XIX: los disturbios revolucionarios de 1848.
En esa crónica del auge y decadencia, Mann cuenta la mutación que puede darse en una familia sólida, atada a los intereses del poder y del dinero, cuando los más jóvenes se dejan tentar por el llamado del arte, la inteligencia y la libertad. El vigor para la vida práctica cede el paso a las aventuras del espíritu.
Lo que la lectura de Thomas Mann me sembró siendo yo muy joven no creció como un proyecto de libro sino a principios de los años ochenta, cuando empecé a sentir la necesidad de poner en palabras una melodía que me venía rondando. En esa melodía resonaban las voces de muchas generaciones que habían venido al mundo antes que yo y se escuchaba un llamado de vuelta a los orígenes, de hacer, como habría dicho Alejo Carpentier, un viaje a la semilla. Imaginé entonces que ese libro se llamaría Memorial de la desmemoria, y creo recordar que releí entonces algunos capítulos de Los Buddenbrook. Pero pasarían cerca de veinte años –con peripecias en mi biografía que me alejaron de la literatura y luego me condujeron al ensayo sobre temas sociales y políticos– antes de que rebrotara aquella melodía y creciera y creciera hasta convertirse en una novela que acabó llamándose La forza del destino, que me tomó siete años de trabajo antes de publicarse en el año 2004.
Mi novela fue creciendo orgánicamente, como crecen los árboles, echando raíces y luego llenándose de ramas y de hojas. Tiene que ver muy poco con Los Buddenbrook, la novela de Thomas Mann. La mía es un continuo de historias –a lo largo de catorce generaciones– donde convergen un destino colectivo con muchos destinos individuales, todo ello en una isla –la isla de Cuba– envuelta en una grisalla de niebla marina, transitando por el tiempo, manoseada de sí misma, “oscilando entre un dorado sueño utópico y una pesadilla”.
Valga este reconocimiento de dos aportes enriquecedores en mi experiencia literaria para dejar testimonio de la manera en que, a través de una misteriosa alquimia, los libros que leemos pueden incidir en el rumbo de nuestra propia biografía. ~
(La Habana, 1932-ciudad de México, 2007) fue narradora, ensayista y traductora. Por su primera novela, Tiene los cabellos rojizos y se llama Sabina (1974), obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia.