Quince minutos antes de aterrizar en el Aeropuerto Internacional Imán Jomeini de Teherán el capitán habla por el altavoz a los pasajeros: “We have an important announcement to make to all the female: because of Iranian law all the women have to use a scarf to cover their heads. We highly recommend you do not leave this airplane without one.” El anuncio no sorprende a nadie, y una a una las mujeres del vuelo LH600 de Lufthansa empiezan a enderezar sus asientos y a cubrirse el cabello y el cuello con los hijabs que descansaron sobre sus hombros todo el vuelo. El iraní cuarentón de la fila de enfrente empina el último trago de su tercera cerveza Warsteiner, se arremolina en su asiento y cierra los ojos. Y yo, a sabiendas de que la Sharia castiga con prisión a las mujeres –musulmanas o no– que aparezcan en público sin un “apropiado” hijab, saco de mi mochila la pañoleta morada que compré para evitar que este texto sea la crónica de una prisión iraní. El avión comienza el descenso.
Como las visas de turistas para poder entrar a suelo persa las habíamos obtenido meses atrás en la embajada de la República Islámica de Irán en México (tras un breve trámite que incluyó algunas tazas de té y una reunión con el cónsul donde se nos adoctrinó brevemente sobre el islam como una “religión de paz” e Irán como “una víctima de las presiones estadounidenses”) los trámites de migración en el aeropuerto Imán Jomeini transcurrieron en completa monotonía: “Passports, please”, y asombrosa rapidez: “Next”.
El artículo 44 de la Constitución iraní y la Ley sobre Transacciones Bancarias Libres de Usura ha logrado con éxito mantener alejados a los bancos de países no musulmanes. Lo que se traduce en que ninguno de nuestros plásticos bancarios servirá, así que antes de abandonar el aeropuerto cambiamos doscientos dólares por un poco práctico fajo de 198 billetes (rial iraní = 0.000100929 USD). Con moneda local y el nombre de nuestro hotel escrito en farsi –تهران، هتل پرستو خیایان جمهوری– logramos que un taxista nos lleve hasta nuestro destino.
Al llegar al Parastoo Hotel, y no encontrando manera efectiva de comunicarle al taxista que “todo estaba bien” y que ya podíamos hacernos cargo nosotros mismos de nuestro equipaje, acudimos a esa seña que nosotros pensábamos universal: levantamos los pulgares hacia arriba. Treinta segundos después el adormilado muchacho de la recepción nos explicaba, con la misma paciencia y simpatía con la que se le explica a un niño por qué no debe mentarle la madre al prójimo cuando este le ofrece ayuda, el significado de la seña (que no es otro que el de cuando aquí levantamos desafiantes o derrotados el dedo medio de la mano) y nos preguntaba, como condición para poder darnos una habitación doble, si yo era la esposa de mi acompañante. Por fortuna, dos argollas compradas a propósito de este viaje contestaron rápidamente y en silencio su pregunta y nosotros pudimos ahorrarnos los detalles de una boda charra que jamás sucedió.
Ashura
Nuestra llegada a Irán coincide con la ceremonia luctuosa de Ashura (ceremonia religiosa en la que los chiitas conmemoran el asesinato del imán Hussein –nieto de Mahoma–, su hijo recién nacido y 72 seguidores más durante un dramático combate en Karbala que duró diez días), lo que significa que llegamos en días de duelo nacional. Desde muy temprano la televisión iraní trasmite de manera ininterrumpida imágenes, en vivo o diferidas, del cántico, los golpes de pecho y el llanto de los fieles reunidos en las husseinias (casas de duelo dedicadas a Hussein) de todo Irán. Y desde las diez de la mañana las calles de Teherán se visten de luto con largas y fervorosas procesiones de dolor y mortificación.
Nuestra curiosidad y apremio por entender y fotografiar todo lo que veíamos no incomodaba a los dolientes; al contrario, con lágrimas en los ojos y francamente conmovidos se nos acercaban para narrarnos (en un machacado inglés) el martirio de Hussein; compartieron con nosotros el té y la comida que regalaban por las calles y permitieron que los fotografiáramos en los momentos más emotivos. Yo como mujer fui beneficiaria colateral de toda esta generosidad que los iraníes derrocharon… hacia mis compañeros de viaje –dos hombres–; pude escuchar las historias, comer los panes y fotografiar a los hijos, pero lo cierto es que yo jamás fui la destinataria original de ningún gesto que denotara interés por descubrir o ser descubierto por el otro o la otra, como era mi caso.
Siendo “la otra”
Aunque había previsto un guardarropa “discreto” (pantalones anchos, camisas holgadas, chamarras abultadas) y un hijab “apropiado” para el viaje, me olvidé por completo de tomar en cuenta que durante los días de luto el código de vestir exige que las tonalidades sean oscuras. Hamidreza, el guía de turistas con el que viajamos tres días, intentó restarle importancia al color de mi hijab: “Es muy colorido, pero no te preocupes, entenderán que eres turista”, y efectivamente la población masculina entendía inmediatamente que era “occidental”, y mi tarea para evitar malos entendidos era mostrarles todas las veces que tuviera oportunidad la argolla de mi supuesto matrimonio, así entenderían también que podía ser una “occidental” y/o una “occidental fácil”, pero que soltera no era. La estrategia de la argolla fue infalible con los hombres, los desmotivaba de inmediato. Pero con las mujeres las cosas fueron distintas. Ellas también sabían que yo era turista y que probablemente no era musulmana y les importaba poco que usara o no una argolla. Nada de eso me justificaba. Yo caminaba por sus calles con un hijab morado y con una chamarra que no alcanzaba a cubrirme todo el trasero; ellas, desde el parcial anonimato de sus largos chadores negros, me lanzaban miradas acusadoras o se burlaban abiertamente de mí. Antes de que acabara ese día en Irán compré un hijab negro. Dos días después me compré un largo vestido que me ponía todas las mañanas entre los pantalones y la chamarra. Después de eso, aunque nunca conseguí sostener una conversación prolongada con ninguna mujer, no volví a sentirme intimidada por ellas.
¿Qué molestaba a las mujeres iraníes? ¿Sus miradas eran desafiantes y burlonas porque han comprado completamente la ideología del Velayat-e Faqih o porque era injusto que yo pudiera vestir de esa manera en público sin ser abofeteada por mi padre, por mi inexistente hermano o por mi falso marido? La respuesta es mucho mas compleja de la que aquí estoy a punto de esbozar, pero después de entrar a los bazares donde sólo se vendía ropa para mujeres y ver mostradores repletos de pantalones ajustados, camisas escotadas, tangas y brassieres push up me pareció más o menos claro que las miradas que las mujeres me lanzaban y el cotilleo que se armaban por mi vestuario era, en muchas ocasiones, una manera de autoprotegerse y acusar su falta (y ansias) de libertad. La experiencia de estos bazares era desoladora ¿Dónde se enfundaban las mujeres estas ropas? ¿En sus casas, solas, frente al espejo de su habitación? O quizá las usaran por debajo del chador, pero ¿cómo saberlo? ¿Cómo notarlo?
Una tarde una decena de mujeres con chador caminaba frente a mí. Mirándoles las espaldas sólo podía hablar de alturas y volúmenes: unas eran más altas, otras eran más gruesas. Apresuré el paso para doblar la calle, corrí por la paralela y le saqué al grupo una calle de ventaja. Caminé a su encuentro para poder mirarlas de frente y, desde ese nuevo ángulo, volví a ver a las mismas diez mujeres con chador, pero ahora las pequeñas diferencias saltaban. Dos mujeres de ese grupo llevaban el rostro pintado con gruesas capas de maquillaje, usaban una manicura perfecta. Algunas otras se habían depilado el entrecejo y entresacado las pobladas cejas. Una chica particularmente bonita parecía causar sensación entre dos de sus compañeras porque llevaba sobre la nariz los vendajes típicos que delatarían una rinoplastia. Esta chica pudo ser una de las tantas iraníes que se han sometido a esa operación para desaparecer la “curva persa” de la nariz, también es posible que haya sido una de las tantas chicas iraníes que sólo finge haber pasado por una operación de este tipo (ambas situaciones son igualmente exitosas dentro de la población femenina). La chica que cerraba el grupo usaba tenis tipo Converse y se adivinaba un peinado a gogó debajo de su velo, rematado con un flequillo que le cubría parte de la frente. ¿El chador que usaban estas mujeres es parte de su identidad?, ¿hasta qué grado lo asumían como una decisión propia? Imposible saberlo en un país que no te da opciones. Lo que sí era evidente es que la identidad de estas mujeres no se acota a ese pedazo de tela y ellas hacían lo posible por dejarlo en claro.
Hamidreza
Al tercer día decidimos viajar por tierra hacia el sur para alcanzar Isfahán, la ciudad de Shah Abbas I a 355 kilómetros de Teherán. Los preparativos los había hecho Hamidreza y nos tomó cerca de cuatro horas completar el trayecto gracias al buen estado de las carreteras y a la desenfadada y acelerada manera de conducir de los iraníes. Hamidreza es un joven entusiasta que sabe poco de la historia de su país, pero mucho de internet y eso le ha permitido venderse como guía de turistas. Nunca alcanzamos a comprender si era tan apolítico como pretendía serlo o si en verdad no hablaba de “esos asuntos” porque “se supone que no debía hacerlo”. Nunca pareció interesarse ni preocuparse por las manifestaciones o sus violentos desenlaces y lo único que nos contó relacionado con la violencia fue que, cuando un iraní se pone muy agresivo, es común que sus amigos lo llamen a la calma diciéndole: “Easy mexicani, easy pistolero.” Que nos confesara que los iraníes nos ven como un pueblo violento tenía algo de irónico, pero también tenía algo de verdad. Como no era tiempo de nacionalismos ni de explicaciones, nos reímos largamente de su broma.
Camino a Isfahán nuestro guía nos contó lo complicado que es hacerse de una novia cuando por ley tienes prohibido hablar con mujeres que no conoces. Él conoció a su última novia, una afgana, en un café internet. Tuvo que anotar su número telefónico en un trozo de papel y acercarlo discretamente a la mujer, después esperar a que ella le llamara y acordar un par de citas en lugares muy concurridos. A la novia previa la conoció usando un método similar, la siguió durante varias cuadras y cuando ella notó su presencia, él corrió para dejar un papel con sus datos en la banca más cercana. Ella lo llamó. Durante la segunda cita la policía los detuvo y llamó a los padres de ambos para saber si estos estaban enterados de que sus respectivos hijos caminaban por ahí como si se conocieran. Los padres acusaron conocimiento de la caminata y la cosa no pasó a mayores. En la tercera cita ella le dijo “está bien, podemos casarnos”. Él no volvió a atender sus llamadas. Hamidreza tiene veinticuatro años, usa un arete en la oreja derecha, habla perfecto inglés (idioma que aprendió trabajando como recepcionista en algunos hoteles) y no planea casarse para poder tener sexo sin infringir ninguna ley. Sus planes sólo contemplan contraer nupcias en la medida en que una esposa signifique la posibilidad de que él obtenga una nueva nacionalidad.
A la mitad del camino, por un extraño impulso de deber contractual, Hamidreza me preguntó por mi trabajo. Le contesté que escribía, y no abundé en detalles esperando que él pidiera mayores referencias, pero mi breve respuesta pareció no sólo bastarle sino aliviarle e inmediatamente me preguntó por cuestiones de futbol. Me preguntó específicamente por un futbolista mexicano que no sólo tiene fama de goleador sino de golpeador de mujeres. Y yo, desde mi infinita apatía futbolera, le dije que tenía entendido que a pesar de su edad seguía siendo un buen jugador pero que desafortunadamente se había hecho mala fama golpeando a las mujeres. Lo que siguió fue silencio absoluto porque con esa respuesta había yo matado la charla. Hamidreza bostezó, no entendía mi punto. ¿Había un punto? Luciano se rió de la situación y entró de lleno a salvar la conversación intercambiando datos, nombres y estadísticas de futbol internacional. Yo miraba por la ventana, hasta ahora todo el camino había estado desierto.
¿Qué vas a cocinar?
Llegamos a Isfahán a las cuatro de la tarde. A esa hora es imposible encontrar algún restaurante abierto: demasiado tarde para comer, demasiado temprano para cenar. Hamidreza se disculpó por la planeación del itinerario y nos ofreció comer en su casa. Nosotros, hambrientos y agradecidos, aceptamos su oferta. La parte de la casa que conocimos era una planta de treinta metros cuadrados tapizada de alfombras, sin muebles, que hacía las veces de comedor, área común, cuarto de tv y dormitorio de nuestro guía y sus dos hermanos. En este mismo nivel estaba también un pequeño cuarto de lavado y una cocina enorme con dos refrigeradores llenos de comida congelada. La familia de Hamidreza estaba de viaje, así que nuestro guía era oficialmente el anfitrión, y la primera acción por la que se decidió este anfitrión iraní fue la de preguntarme: “¿Qué vas a cocinar, Cynthia?” Yo no podía dar crédito a la pregunta, pero él no parecía estar bromeando. La siguiente pregunta, hecha esta vez directamente a Luciano, no dejó lugar a dudas: “¿En serio, ella qué te cocina, qué sabe cocinar?” Lo que sucedió después es largo de contar, pero debo decir que la última escena de esta invitación a comer fue Luciano cocinando pasta, yo descongelando berenjenas y Hamidreza viendo televisión. En honor a la verdad debo decir también que al final de la comida el guía agradeció los alimentos, lavó los platos y por iniciativa propia calentó el agua para el té.
Shiraz
Tras una larga escala en Yazd, en el desierto de Kavir, el séptimo día de nuestro viaje llegamos a Shiraz, la tierra de los poetas persas Hafez y Saadi y cuna de la legendaria cepa de uva con la que Cristo habría de brindar durante la Última Cena. De los poetas quedan enormes mausoleos y del famoso vino, se rumora, sólo quedan algunas vinaterías clandestinas, pero encontrarlas y ser atrapados por las autoridades iraníes implica una multa de 350 dólares y sesenta latigazos. Ningún vino vale ese riesgo.
En Shiraz nos llamó la atención la ausencia de mujeres, pero resaltaban de manera muy notable los grupos de hombres que recorrían las calles, pues no era extraño ver entre estos grupos jóvenes muy afeminados que de la mano de sus amigos se contoneaban en ajustados pantalones vaqueros. Incluso una noche uno de estos chicos preguntó abiertamente a uno de mis compañeros de viaje: “Do you want to sleep with me?” Pero para cuando habíamos entendido la pregunta el chico ya se había ido. ¿Por qué arriesgarse si la sodomía en Irán se castiga con la muerte y los jueces se reservan el derecho de decidir la forma en que los culpables han de morir? Había sido una propuesta suicida.
Nuestra última escala queda a cincuenta minutos de Shiraz, Persépolis, la legendaria ciudad de Darío, símbolo del poder y esplendor del Imperio Persa. En esta impresionante zona arqueológica Nasrin, la mujer que nos guiaba, llamó mi atención sobre la única representación femenina de todo el complejo. Imperceptible, grabada sobre el eje de la rueda del carruaje de uno de los relieves que describen a las delegaciones de zonas remotas del imperio que tributaban al rey, Nasrin me mostró una minúscula mujer con el vientre henchido. “¿Te sorprende?”, me preguntó. “No mucho”, le contesté habituada al disminuido papel que me había tocado ver jugar a las mujeres persas. Ella me respondió de vuelta: “A mí tampoco, gracias a esa mujer el eje de la rueda gira.” ~
Es politóloga, periodista y editora. Todas las opiniones son a título personal.