Conocer y tratar a Iván Illich fue una de las experiencias más hondas que se pueden tener en la vida. Lo conocí en Cuernavaca en los años setenta, cuando estaba estableciendo el centro cultural Cidoc (Centro Intercultural de Documentación). Me referiré a este centro más adelante. Vayan primero algunos datos necesarios acerca de la vida de Illich.
Muy joven conoció el exilio —su familia se vio amenazada por el nazismo. Vivió en Florencia, ciudad que recordaba con amor. En Roma estudió filosofía y teología, sin olvidar las ciencias que le apasionaron siempre. Pronto se convirtió en sacerdote católico. En 1950 estaba en Nueva York, donde vivió diez años como párroco de una comunidad portorriqueña, lo cual sin duda había de influir en el desarrollo futuro de sus ideas. En 1950 fue vicerrector de la Universidad Católica de Puerto Rico. A partir de 1960 inició su vida y obra en Cuernavaca en torno al Cidoc y donde maduraron sus ideas, que frecuentemente fueron grandes críticas.
Se ha escrito que Iván Illich fue un “humanista revolucionario”, aunque en su caso valen poco las definiciones, y es que las definiciones son siempre demasiado vagas y generales cuando se trata del pensamiento vivo, siempre en movimiento, siempre renovándose, de este Iván Illich auténticamente religioso, cristiano en su vida y en su obra: en su obra, por así decirlo, viviente. En Cuernavaca podía oírse la misa que Iván oficiaba aparte de las investigaciones del Centro: la misa que oficiaba este hombre alto, enjuto, derecho, con la verticalidad que, con los ojos en alto, era devoción, contemplación, acaso nada alejada de la mística.
Contemplativo y activo, muchas veces sonriente, lleno de afecto, Illich había emprendido una verdadera lucha ante lo que veía, con verdad, como la esclavitud —las esclavitudes— del hombre moderno. Así, cuando criticaba la educación escolar y la “escolaridad”, que él veía justamente como instrumento del dominio ejercido por el mundo industrial. Lo cual no significa que negara la educación. Lo que Iván Illich deseaba, y trató de realizar con niños de Cuernavaca, era una educación viva o, mejor, una forma de la convivencia, palabra ésta, la de convivencia, esencial para entender la vida y la obra de Iván Illich.
En un libro difícil y también crucial Toward a History of Needs (1977), resumía Illich sus ideas fundamentales. Pensaba, con radicalismo y con visos de verdad, que la sociedad industrial había promovido una nueva elite de profesionales, cuyo trabajo consistía en convencernos a todos de que “necesitamos lo que no necesitamos”. Frente a ella, es importante recordarlo, se podría oponer (¿realmente?, ¿idealmente?) la convivialidad o, por decirlo con sus propias palabras, los “instrumentos para la convivialidad” (tools for conviviality).
¿Muchas negaciones en la obra de Iván Illich? ¿Una actitud crítica acaso excesiva? No es de creerlo. Y no es de extrañar que en su curso anual en la Universidad de Yale —curso cuyas ganancias iban al Cidoc— escogiera como tema el pensamiento y la historia del siglo xii. Hay que recordarlo: el siglo xii fue el de Abelardo, el de los grandes místicos, del arte romántico y el de cierto humanismo concreto y viviente que, por decirlo con Étienne Gilson, “se negaba a sacrificar ningún valor universal”.
Mucho nos deja Iván Illich, este hombre observador, entusiasta, agudo y frecuentemente alegre. Tal vez pensaba, como Quevedo, que nada hay peor que la falta de alegría. Su actitud, vigilante frente a las realidades de este mundo, fue una actitud crítica que exigía un verdadero diálogo con los demás hombres. ~
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