J.M.G. Le Clézio

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Esto se oye:

Que es un hombre versátil. Que escribe lo mismo novela que cuento y ensayo y memorias y relatos infantiles. Que, en una primera etapa, publicó obras precoces y experimentales, deudoras del nouveau roman, y dos o tres distopías marcuseanas. Que ahora trabaja elegantes textos autobiográficos.

Puede ser, y de hecho así parece: sus primeras novelas (El diluvio, 1966, por ejemplo) son radicales y están menos fechadas de lo que se murmura; redactó un par de ensayos de divulgación sobre las culturas prehispánicas (La conquista divina de Michoacán, 1985, y El sueño mexicano o el pensamiento interrumpido, 1988) y una biografía, irrisoria, de Diego Rivera y Frida Kahlo; entre sus libros más recientes se cuenta una pequeña joya, El africano (2004), memorias de su infancia en Nigeria.

Pero hay, desde luego, un problema: entre esta obra y aquellas primeras novelas median, por lo menos, treinta años. ¿Que cómo ocupó ese tiempo nuestro autor? Escribiendo sus novelas más celebradas y distintivas: casi todas ubicadas en el Tercer Mundo, casi todas ecologistas, casi todas bienintencionadas; casi todas deplorables.

 

 

A ver. Lo primero que sorprende en Jean-Marie Gustave Le Clézio (Niza, 1940) es una paradoja: el hombre ha gastado su vida escribiendo novelas y, sin embargo, tiene una idea bastante banal de la novela. Cuando se le pregunta, confiesa, emocionado: las novelas no cambian el mundo, las novelas cuentan historias, las novelas son una feliz evasión. Si uno escarba un poco en sus obras, encuentra la misma, fofa poética: la novela como género sentimental, como pila de impresiones, como muestra de formas sensuales, pretendidamente líricas. Lejos está la narrativa francesa más pensante –de Valéry a Perec a Michon–, y lejos el rigor, casi opresivo, del nouveau roman que alguna vez imitó Le Clézio. Lejos, también, la noción de la narrativa como conocimiento y las exploraciones radicales de la realidad. Lo que impera aquí –al parecer desde Les géants (1973), claramente desde Desierto (1980)– es la candidez, cierto antiintelectualismo: una concepción puramente hormonal de la narrativa. ¿Es necesario decir que no hay manera de escribir obras potentes con una poética tan blanda?

Desde luego que las peores novelas de Le Clézio, concebidas de ese modo, carecen de tensión intelectual. Es inútil esforzarse: uno no encontrará un aforismo, una idea finamente pulida, entre sus frases. Tampoco es fácil hallar, entre tantas imágenes, un plan, un firme trazado conceptual de las obras. Si hay hallazgos, no son intelectuales; y a menudo no hay hallazgos. Antes que ideas, abundan los prejuicios morales –el campo inocente y la ciudad corrupta, el civilizado rapaz y el buen salvaje. Además, eso: no hay vigor intelectual en estas novelas porque no hay, entre sus tapas, un examen severo de la realidad. Si Le Clézio sitúa una de sus ficciones en Mauricio, no es para explorar la isla sino para elogiarla; si la ubica en París, es para censurar la ciudad –y, de paso, todas las ciudades occidentales. O el aplauso o el escupitajo, rara vez el cuestionamiento de la realidad elegida. ¿Cómo esperar, entonces, que cuestione los medios literarios que emplea? En sus libros sencillamente no ocurre eso que Theodor Adorno –más exigente que la Academia Sueca– demandaba a toda novela contemporánea: dejar de aplaudir a este o aquel personaje para tomar partido contra la representación literaria.

Se dirá que nada de esto es grave, que Le Clézio es un autor vitalista, que desdeña el pensamiento porque favorece la experiencia. Todo ello es cierto, y también esto: Le Clézio es un vitalista mediano. Aunque ha viajado y acumulado vivencias en distintos continentes, refiere dudosamente la experiencia. En primer lugar, esta parece llegarnos deformada, algo inane, tapizada de juicios morales. Ocurre que los sucesivos narradores, al contarnos las anécdotas, a menudo las falsifican o distorsionan o empobrecen. Los niños de Onitsha (1991) y El pez dorado (1997), por ejemplo: nos cuentan sus vidas en África y, en vez de ofrecernos una visión infantil del continente, terminan volviendo infantil lo que describen. Alguien (¿Billy Wilder?) dijo alguna vez que las buenas comedias no necesitan dulcificar el mundo para volverlo habitable. Las novelas menos afortunadas de Le Clézio practican la suerte contraria: la falsificación de la realidad para conmover a los lectores.

Para ser un aventurero, Le Clézio es algo pudibundo. Aunque conoce íntimamente ciertas culturas, hay cosas que prefiere no contarnos. Cuando se ocupa de, por ejemplo, las islas Mascareñas en Viaje a Rodrigues (1986), o de cierto México en Urania (2006), se obstina en registrar su belleza, su vitalidad, pero casi nada dice de su fealdad y ruina. Es mucho el esfuerzo que invierte para describir la felicidad y bondad de esta gente y poco el que dedica a narrar sus conflictos, sus defectos. Dicho de otro modo, la paleta de colores con que describe esos sitios es bastante acotada: buena para describir ciertos fulgores, insuficiente para casi cualquier otra cosa (las escenas violentas, cuando las hay, son de un tremendismo poco convincente). Le Clézio es, digamos, el reverso de Elfriede Jelinek: si la austriaca sólo encuentra sombras y vileza en el mundo, el francés mira casi exclusivamente hacia la luz o, más bien, hacia lo ya iluminado. Mejor no compararlo con Fernando Vallejo, el gran Vallejo, o con J.M. Coetzee, el gran Coetzee, capaces de relatar el horror y el júbilo de la existencia en una misma frase.

Así pensadas, así escritas, algunas novelas de Le Clézio tienden casi naturalmente hacia el melodrama. Porque es poco el rigor intelectual, son muchos los héroes y villanos. Porque es meloso el tono, son demasiado bellas las heroínas, demasiado buenos los héroes y demasiados los personajes que lloran y gimotean. De ser llevadas al cine, es casi seguro que las novelas de Le Clézio no darían más que para peliculitas palomeras: muchos close-ups, estereotipada música de apoyo, truenos y diluvios en los momentos decisivos. ¿Las tramas? La de Desierto, si se quiere: una hermosa africana que huye a Marsella cuando se le presiona para casarse con un millonario, que es descubierta por un fotógrafo, que se convierte en una célebre modelo, que extraña a su gente, que vuelve a su pueblo para tener, a la sombra de una higuera, a su hijo. O, mejor, ese culebrón (“densa novela/ hipertrofiada de hechos y personajes”, José Emilio Pacheco) que tortura las primeras cincuenta páginas de El pez dorado: una niña marroquí que es robada, que es vendida a una mujer, que es violada por el hijo de esta, que aprende a robar en un prostíbulo, que es reprendida por la policía, que es maltratada por su hermanastra, que trabaja para un matrimonio francés, que es víctima del matrimonio francés, que es forzada a casarse con un desconocido, que huye y se redime cuando descubre, ay, la literatura. No, desde luego, esta literatura.

 

 

“El novelista –escribió René Girard– no supera sino lentamente, a duras penas, al romántico que fue primero y que se niega a morir.” Los demás novelistas, no Le Clézio.

Todo es romántico, tradicionalmente romántico, en este hombre. Sus obsesiones, por ejemplo: la infancia, la aventura, el viaje, el origen, lo primitivo, la naturaleza. También su voz narrativa: el lirismo, el tono más o menos inflamado, las emociones sobradas, el ocasional pintoresquismo, la repetida cursilería (“Las lágrimas de sus ojos eran saladas como las salpicaduras de las olas”, en la traducción de Onitsha). De hecho, estos tópicos están tan asimilados en su obra, tan bien digeridos, que aparecen ya desprovistos de toda rebeldía. Está aquí, por ejemplo, el gusto por la otredad, pero no el culto a la originalidad. O está la tierna fantasía, pero no el delirio. O el heroísmo, pero no la subversión. O el desdén por la vida burguesa, pero no las obras literarias contrarias, decididamente contrarias, al gusto pequeñoburgués.

Por supuesto que no se puede ser hoy flamantemente romántico. Son muchedumbre los autores que han magullado esta tradición, y muchos de sus temas, si no la mayoría, son ya meros lugares comunes. Aunque sabe esto, Le Clézio no actúa en consecuencia: ni combate ni renueva el romanticismo; se rinde ante él y pronuncia no pocos de sus estereotipos. En sus novelas más fallidas (como en las de tantos otros autores que fatigan subgéneros sentimentales) el romanticismo es ya casi el envés de lo que alguna vez fue: no una manera de explorar la realidad sino de ocultarla; no un instrumento sino un montón de ideas fijas, de concesiones, de “absurdos optimismos”, que nublan la visión.

Digamos, para poner un caso, que Le Clézio se acerca a los ambientes –tropicales o desérticos– del Tercer Mundo no para descubrirlos sino para confirmar sus convicciones. Es, desde luego, encomiable su deseo de narrar la naturaleza: pocas cosas más difíciles, y por lo mismo más estimulantes, que decir el viento, la lluvia, aquella piedra. También plausible es su esfuerzo: puede dedicar el sesenta o setenta por ciento de Desierto, y algo menos de La cuarentena (1995), a capturar los elementos naturales. El problema es, otra vez, su romanticismo, su maldito romanticismo. Formado en esa tradición, Le Clézio lleva consigo, cuando al fin llega al paisaje, una pesada valija de prejuicios. Antes que admirar los árboles y las aves, reafirma sus devociones previas. En vez de registrar la naturaleza, la aplaude y poetiza, volviéndola casi nada: polvo, humo, a veces luz. Aparte, es la suya una naturaleza mutilada: puro fulgor, apenas aspereza o tedio o violencia. Un consejo: si se quiere encontrar imágenes de veras elocuentes de la naturaleza, léase a cierto Coetzee o a todo Cormac McCarthy (salvo La carretera); contémplense las obras de Nils-Udo o Jan Hendrix; véanse las películas de Werner Herzog o Terrence Malick.

Digamos, para terminar, que el romanticismo también fastidia el obstinado acercamiento de Le Clézio a los pueblos africanos, asiáticos, americanos. Sucede, una vez más, lo mismo: entre él y esos pueblos se interpone una nutrida pila de manías. Él desea, en verdad desea, retratar a esos seres, esos lugares, que tanto lo arroban y, sin embargo, termina facturando otra versión, acaso más lírica, del mito del buen salvaje. Es raro: en un ensayo sobre Antonin Artaud reconoce la puerilidad de ese mito pero nada hace por desmontarlo (al contrario de Coetzee en Foe) y a veces sencillamente lo reproduce. No es extraño: para decir a los otros necesitaba purgar su propio romanticismo y prefirió no hacerlo. De un modo u otro, es triste que falle: ese afán de encontrar a los otros, de encontrarse en los otros, es su rasgo más entrañable, sobre todo en medio de una literatura avasallada por el costumbrismo burgués. Por lo mismo es una pena decirlo, pero hay que decirlo: el Tercer Mundo no es, ay, como aparece en sus novelas. Es menos luminoso, bastante más sucio. Hay más conflicto, menos magia y concordia. La naturaleza es hermosa, pero también abruma y jode y mata. Como los hombres, mucho menos nobles de lo que sospecha el buen Le Clézio. ¿Que cómo lo sabe uno? Porque uno es uno de ellos, otro tercermundista, y uno es, al fin y al cabo, tan desalmado como cualquiera. ~

 

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es escritor y crítico literario. En 2008 publicó 'Informe' (Tusquets) y 'Contra la vida activa' (Tumbona).


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