Juan García Ponce (1932-2003)

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A nadie mínimamente familiarizado con la obra o la persona de Juan García Ponce podría resultarle extraña su muerte, acaecida hace unas semanas. Si de algún escritor mexicano puede decirse que literalmente vivió entre la vida y la muerte durante décadas es, sin duda, de él. Desde mediados de los años sesenta, cuando le fue diagnosticada la grave enfermedad con la que durante todo ese tiempo aprendió a convivir, su vida y su obra pendieron de un hilo: el hilo cada vez más débil, pero también más profundo, de su voz. Con una fuerza de voluntad auténticamente nietzscheana, en la que la lucidez y la soberbia alcanzaban en todo momento el punto más elevado, García Ponce hizo de su vida, más allá de las limitaciones físicas, pero también gracias a ellas, una entrañable obra de arte. Como diría Thomas Mann, hay un “sentido de la enfermedad que se podría hacer derivar de Nietzsche… el sentido de la enfermedad como medio de conocimiento”. Por su parte, García Ponce, en su imprescindible libro sobre Mann, cita aquella reveladora frase de Tonio Kröger que dice que “la literatura es la muerte y para escribir hay que estar como muerto”. Y más adelante, al hablar de Adrian Leverkhün, afirma que ese emblemático personaje “acepta convertirse en espíritu puro, toma para sí la frialdad de la nada que reconoce, para poder insuflarle a su arte la fuerza de la vida como una inversión del puro valor de ésta, en el sentido de que él tendrá el derecho de usarla, dado que ha aceptado negarla…” Y afirma: “El sentido de esta inversión es claro. La fuerza de la vida estará en el arte, pero éste no alimentará a aquélla, sino que hará triunfar a su propio valor, al espíritu, tal como Adrian lo reconoce en su fondo último, convirtiendo la vida en muerte.” O, como dice en el ensayo “Thomas Mann y lo prohibido”: “Ante la descarnada negación que representa la muerte, sólo queda convertir su vacío en voz.”

Para García Ponce, como para ese otro gran escritor marcado por la enfermedad, en la tradición mexicana, que fue Jorge Cuesta, el arte, gracias a la colaboración del demonio o de la enfermedad, se convierte en “un puro objeto intelectual”. Desde esa perspectiva habría que ver la obra y la prolífica actividad cultural del escritor yucateco. Una obra hecha de obsesiones personales y literarias, regida por una incomparable búsqueda espiritual, y una actividad que abrió una singular perspectiva para la literatura y el arte mexicanos del siglo XX, no sólo por la cantidad de autores y obras que dio a conocer, sino también por la visión que a partir de ellas fue instaurando, primero en su propia obra y, a través de su reflexión, en la literatura mexicana. Como dijo Cuesta: “Una poesía que no fascina es una poesía sin belleza, y no hay belleza sin perversidad.” Sin la decidida intervención de García Ponce, el lado mórbido o prohibido de la gran literatura del siglo pasado habría llegado a nuestro provinciano ámbito cultural de una manera diluida, insuficiente. Las obras de Mann, Musil, Bataille o Klossowski encontraron en la de García Ponce el medio de cultivo ideal para sus insidiosos planteamientos. En ella vemos desbordado el sentido ordinario de la palabra “influencia” y, como siempre sucede en García Ponce, transvalorado. Normalmente se tiende a disimular, si no es que de plano a negar, las influencias posibles; en él es al contrario: no negó nunca sus modelos, son parte de su obra, y García Ponce, en vez de ocultarlos, los divulga. A unos los tradujo, les dedicó ensayos, libros, conferencias, programas de radio, en una vasta labor de difusión que nos permite ver cómo esas influencias formaban parte de un juego cultural más amplio. Dentro del plano estrictamente narrativo, esos acercamientos hacen evidente una secuencia de figuras que van de una obra a otra, de un autor a otro, repitiéndose casi miméticamente. Influencia como representación: los personajes de García Ponce son conscientes de que repiten ciertos gestos que otros personajes ya hicieron en la literatura. Mas que de una imitación, hablaríamos de una prolongación de motivos en su obra, de una íntima relación entre ésta y la de aquellos que la preceden y que conforman la tradición que él, con la suya, culmina. Pero el círculo no se cierra ahí, ahora habría que ver la influencia que el mismo García Ponce ha generado, como figura mediadora, entre aquellos insignes autores y las nuevas generaciones.

En ese sentido, más allá de su ejemplar fortaleza, no hay que olvidar que hubo también desde un principio, y que fue especialmente exacerbado por la enfermedad, un García Ponce negativo, acre, malo, que podemos detectar tanto en la feroz e intolerante crítica, que siempre ejerció, sobre todo en la cantidad de entrevistas que le hicieron, como en la debilidad, también ejemplar, que una y otra vez proyecta sobre los personajes masculinos de sus cuentos y novelas. Por eso aquello de que García Ponce “detestaba” que asociaran su literatura a su enfermedad no era sino otra de las patrañas que a él mismo le gustaba fomentar, sin duda para salvaguardar el sentido más profundo de su obra, así como para no romper con la imagen que públicamente le gustaba dar. Como si fuera posible separarlas, como si una no se nutriera de la otra, como si el que escribía no fuera la misma persona que el que padecía, como si el carácter oral de su literatura no dependiera de su condición fisiológica y, peor todavía, como si su obra tan sólo contuviera un puro optimismo sin ideas, que nada aprendió del sufrimiento. Por el contrario, desde su gran amor por las contradicciones (que le permitía incluso decir lo contrario de lo que pensaba), García Ponce enfrentó desconsideradamente todos los valores socialmente aceptados y supo colocar la obscenidad, la enfermedad y la muerte en el alto lugar que les corresponde. En un agudo juego de polaridades, enfrenta y reúne los contrastes desde una mirada que los abarca y los concilia.

Por ello, es su propia manera de pensar la que nos obliga a verlo en toda su complejidad, es decir, desde sus propios contrastes. Como escritor de la vida privada desarrolló una concepción del amor, que más allá del puro sentimiento, se despliega como un libre juego de sensualidad y reflexión, que deriva directamente de la idea del amor como conocimiento de Musil, y que no excluye ni la traición ni la exacerbación de los deseos hasta un punto en que llegan a atentar contra la unidad de la pareja y contra la persona misma. Así, algunos de los temas profundos de sus novelas de amor no son otros que la tentación, la traición y la locura, el carácter destructivo del amor. Y más allá de la novela rosa que algunos quieren seguir leyendo en las novelas de García Ponce, lo que esas obras proponen es la puesta en vida de una concepción estética del amor que aún estaría por entenderse. Lo que importa es lo que implica y hasta dónde llega. Como ensayista, junto al estudio y la difusión de sus autores predilectos, delinea la trayectoria de un pensamiento que convierte las actitudes morales y las formas de vida en hechos estéticos, es decir, un pensamiento que se realiza como arte y que busca intervenir en la realidad sobre todo mediante una sutil capacidad de corrupción de las costumbres (no de las buenas costumbres, claro) para subvertir un orden de ideas dado e instaurar otro, basado en “la sublimación no represiva de las pulsiones”, que transforma los instintos en arte (que vendría de Marcuse, a quien admirablemente García Ponce tradujo en los años sesenta y cuyo pensamiento permea por completo su propia obra). Como crítico de arte, apasionado admirador de la pintura, no sólo contemplaba y pensaba las imágenes, sino que, en su infatigable labor de promotor, impulsó el desarrollo de una sensibilidad y un gusto que acabaron conformando un cada vez más amplio ámbito artístico. No obstante, su misma debilidad por la imagen hizo de García Ponce en sus últimos tiempos un crítico un tanto complaciente con el medio al que ayudó a formar, dando demasiada manga ancha a su pasión. Y si bien, ese abaissement de la exigencia crítica estaba propiciado sobre todo por el medio, halagar las (bajas) pasiones a través del arte le valió a García Ponce, a lo largo de su vida, verse rodeado de una cantidad de seguidores (entre amigos y admiradores, aduladores y simuladores) que, montados sobre su imponente aunque deteriorada figura, encontraron la forma de medrar en sus vidas, sin que él pudiera hacer nada por sacudírselos de encima. Los mismos que ahora buscarán ubicarse —banalizando su obra o sobredimensionando públicamente su figura— en los sitios estratégicos del circo que levanten sobre el vacío que la muerte de Juan García Ponce nos deja.

Claro que debe de ser un gran placer verse adulado por un grupo de gente bieninteresada. Pero a mí no me pareció nunca ni lícito ni necesario acercarme de esa manera (o de ninguna otra) a la persona de García Ponce, frente a la vastedad y la belleza de su obra. Mi primer contacto con él, antes de conocer sus novelas o de tener idea de la importancia de su figura para la cultura mexicana, fue a través de su voz.

Era el año 1974 y él tenía un programa radiofónico los jueves por la tarde en Radio Universidad, “El mundo de la novela”. Llegué hasta allí por una afortunada conjunción de casualidad y curiosidad: en medio del insulso panorama auditivo, encontrar al azar aquella extraña voz representó uno de los encuentros más significativos de mi inquieta adolescencia, porque más extrañeza que esa voz profunda y velada me causaba, lo que realmente resultaba extraordinario era lo que esa voz decía. Lo que había dicho esa tarde en los últimos minutos de un intenso programa de radio. El nombre de Georges Bataille y de sus personajes Eduardo y María, pronunciados por esa voz, me hablaban de otro mundo, diferente al de toda la literatura hasta ese momento conocida por mí. García Ponce había hablado de ese maravilloso relato llamado El muerto, y lo que dijo y lo que en el relato sucedía abrieron ante mí un nuevo conocimiento, dorado por un brillo maligno que lo hacía aún más fascinante. Y, como dice Cuesta, “no hay fascinación virtuosa”. Al otro día, ansiosamente intenté sintonizar aquel programa, pero para mi desilusión y desesperación no lo hubo ni ése ni los siguientes días. Tuve que esperar una semana para volver a oír, en un estado de febril excitación, esa voz —ronca, empañada, lenta—, que curiosamente me hacía recordar la de mi abuela, muerta poco tiempo antes. “Georges Bataille. L’abbe C…”, empezó diciendo. Dos grandes espacios se abrieron ante mí: el atroz y fascinante de la faz negra de la literatura, que representa, como enseñó García Ponce, lo mejor de la literatura contemporánea, y aquel otro, de brillantes superficies y ocultos abismos, que nos entregan los libros del escritor mexicano. Había que seguir, pues, aquel hilo negro encontrado al azar en el oscuro laberinto de una voz.

Desde entonces, sin que mi admiración decaiga ni un momento, he leído y releído tanto la deslumbrante obra de García Ponce como la de la mayoría de los autores que a su vez lo “eligieron” como portavoz y punto de reunión de sus obras. La admiración inicial acabó siendo una pasión y luego un vicio. De algún modo, para mí, García Ponce había estado siempre como muerto, como dice Pavese que se escribe, “para estar como muerto, para hablar desde fuera del tiempo, para convertirse en recuerdo para todos”. Un autor consagrado en vida por una obra que formaba parte de la literatura desde siempre. Una obra que, dada a pensar, como el paso siguiente a su contemplación, nos revela una serie de oscuros conocimientos de la que es cabal depositaria. En el límite de un pensamiento que al pensarse a sí mismo se transforma en imagen, que a su vez se da a pensar, y que mediante una luminosa escritura, que es su principal característica, despliega su juego sensual de oposiciones y síntesis brillantes, esa obra es el más notable caso, en nuestras letras, de una literatura que encuentra su verdadero lugar al abrir un espacio mental en el lector, donde, como en un nuevo espacio del arte, las figuras que propone aparecen y desaparecen como tentadoras fuerzas en conflicto. Qué duda cabe que, aun en esta época en la que todo se publica pero nada se lee, o al menos nada permanece, una obra como la suya está destinada, o condenada, a perdurar. Pero no debería leerse impunemente.

De García Ponce puede decirse que escribía como quien contempla. Libros, cuadros, cuerpos se abrían ante sus ojos escrutadores y le entregaban su múltiple verdad. Como a tantos de sus protagonistas, podemos verlo sentado en su sillón, inmóvil, absorto ante la danza de las oposiciones que en cada cosa que veía desataba. Como Arturo mira a Liliana y al invitado, en “Rito”, “desde la más inalcanzable elevación, la que lo hace desaparecer y lo disuelve por completo en Liliana a través de la contemplación”. O como R., el protagonista de la que es sin duda la mejor de sus novelas, quien desde su sillón de enfermo veía los rayos de luz que entraban por las ventanas enfrentadas de su cuarto, “hasta que uno de esos rayos se posaba directamente sobre su cuerpo”, mientras el otro atravesaba el espacio, y en ese cruce se abre para él el ámbito de la imaginación, en el que encuentra lo inesperado, lo imposible. Como ellos, García Ponce, oscuro y luminoso en su hierática actitud, es a un mismo tiempo un personaje y una imagen. El soberbio y enigmático personaje de su propia vida, oculto detrás de sus palabras. Y la imagen más elocuente de la literatura: esa inconcebible cabeza parlante —como la de un Orfeo al que las mujeres han vuelto a amar— que no cesa de decir y de fascinar con su decir, pues éste se dirige al placer de todos los sentidos, los mismos que, junto al resto de su cuerpo, él habría perdido. Henry Miller dice en alguno de sus libros: “¿Para qué quiere un escritor los brazos y las piernas? ¡No le sirven para escribir!” No es sino aquella voz —que ya no era la suya, sino, como le gustaba llamarla a García Ponce, “la voz de la literatura”, voz interior, anterior, sin dueño y que “seguirá hablando siempre” para celebrar la vida— la que habla por su obra. Y voz es vida. Por eso las palabras de García Ponce regresan a él, y lo que alguna vez dijera en la muerte de uno de los escritores a los que amó, lo comprende: “Su muerte transforma su vida y nos entrega su auténtica voz…” Nadie como él supo habitar su muerte desde antes de morir y hacer de ella y de su vida una obra de arte, generadora de otras, de muchas otras obras de arte. Sus libros son, sin duda, las huellas de esa voz; al que las sigue se le abre una doble perspectiva en el largo camino hacia las altas y heladas cumbres de la literatura. Allí mora Juan García Ponce desde siempre. Allí nace el irrompible hilo de su voz. ~

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