– Jules Verne – (1828-1905)

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La fama de Jules Verne nunca ha conocido el ocaso: se adueñó lo mismo de los escritores más refinados y delirantes de la Francia bizantina que de los guardianes de la ortodoxia en la Rusia soviética, otorgándole su porvenir al cine —con el Viaje a la luna de Georges Méliès— y creando la industria editorial tal cual la conocimos durante décadas. Acostumbrado a fracasar en el teatro a cuenta de papá, el señorito un tanto insulso que se diera a conocer con Cinco semanas en globo (1862) inventó, antes que un género literario —la anticipación científica—, a un nuevo tipo de lector, ese adolescente en formación que, arropado por la familia burguesa, le fue confiado a Verne sin el menor atisbo de duda. A lo largo de casi ciento cincuenta años muchos lectores han podido decir, como J.M.G. Le Clézio, que recuerdan a los héroes vernenianos de una manera más antigua, prístina, que a las mismísimas imágenes homéricas. Así lo pensaron, también, el Conde Tolstói, Turguénev, Raymond Roussel, André Breton, los primeros deslumbrados.
     Nadie como Verne encarna el siglo xix de manera más completa, al grado que él competiría por ser, más que Balzac, Hugo o Dickens, el homo dixneuviemsis por excelencia. Aspectos que ayer parecían contradictorios hoy resultan armónicos: Jules Verne (Nantes, 1828 — Amiens, 1905) puede ser, perfectamente y en una sola persona, el escritor visionario y el más burgués de los hombres, el radical nutrido en el tardío socialismo utópico y en la revolución de 1848, lo mismo que el republicano acomodaticio que, habiendo pedido cuchillo para los comuneros en 1870, murió como ardiente enemigo del coronel Dreyfus, el maniático anglófobo y el admirador de Estados Unidos, el católico que al abstenerse de mencionar a la Iglesia en sus ficciones lanzaba un inequívoco mensaje anticlerical.
     Fue Verne, también, antisemita como la mayoría de sus contemporáneos franceses y, al mismo tiempo, un coleccionista, más que de tierras vírgenes, de pueblos jóvenes que inventaban sus nacionalismos. Jean Chesneaux, un crítico marxista, abrió Una lectura política de Jules Verne (1973) con una tabla cronológica comparativa entre la vida política del siglo XIX y su reflejo directo en las novelas de Verne. El resultado es asombroso: la anticipación científica viene a ser casi anecdótica junto al carácter de los Viajes extraordinarios (1864-1920) como una segunda Comedia humana, donde el elenco abandona las metrópolis europeas —París en Balzac, Londres en Dickens, San Petesburgo en Dostoievsky— y se expande por el planeta con el fasto y la temeridad de una potencia imperial. Verne, el discípulo de Edgar Allan Poe, fue un conservador que practicó la geografía, la ciencia de los anarquistas y guiado por ella, más allá de todas las movedizas fronteras humanas, se ocupó del buen y del mal salvaje, del colono heroico, del colonialista brutal y del civilizador occidental, de toda una familia de espíritus científicos y de rebeldes, encabezados por el capitán Nemo, ese emboscado. A Verne se le acusa, con razón, del carácter plano de sus personajes, de su escasa penetración psicológica, de su misoginia. Pero a su favor puede decirse que él, y sólo él, inventó a Nemo. Y no recuerdo si Ernst Jünger reparó en Nemo —nadie como Ulises— en tanto que el primer anarco.
     ¿Sigue siendo Verne un desconocido? Herbert Lottman, el afrancesado neoyorkino, resuelve algunos de los enigmas pendientes en Jules Verne (1996), que, dicho sea de paso, no es el mejor de sus libros. Retrata Lottman al joven nantés ejerciendo de “provinciano en libertad provisional” en París, a la sombra de los Dumas. Una vez superados sus trastornos digestivos hipocondríacos, le llegará a Verne el momento decisivo, el encuentro con Jules Hetzel (1814-1886), un editor alsaciano que, tras una breve aventura republicana como secretario del poeta Alphonse de Lamartine, regresará del exilio antibonapartista en 1861 para encontrar la mina de oro de la que saldría la edición moderna.
     Vigilando de manera paternal y autoritaria cada una de las novelas de Verne e inventando el concepto de los Viajes extraordinarios, que llegarían a ser cincuenta y seis libros, Hetzel hizo con Verne una pareja primordial: fueron Adán y Eva de la literatura industrial. Jamás le permitió Hetzel a Verne desviarse del concepto original, libros para niños y jóvenes que se publicaban casi simultáneamente de tres maneras distintas: por entregas en el Magasin d’éducation et de récréation, como libros ordinarios y en esas ediciones ricamente ilustradas que, con portada de cartón, se convirtieron durante mucho tiempo en el regalo predecible para el año nuevo. Hetzel nunca le pagó regalías a Verne, pero sus contratos leoninos le garantizaban al escritor una renta anual que le permitió convertirse en una figura de la alta sociedad y regalarse esos yates con los que hizo media circunvalación de Europa, desde el Mediterráneo hasta los fiordos del norte.
     Cuando la inmensa capacidad de trabajo de Verne —a la que hay que agregar su acuciosa pasión como divulgador de la ciencia— flaqueaba, Hetzel le compraba manuscritos en agraz para que sirvieran de argumentos por desarrollar en la factoría de Amiens, la ciudad que por matrimonio el escritor escogió como suya. De esa manera, por ejemplo, Verne —un devoto de Stendhal que compartía con éste su relativa indiferencia ante la propiedad intelectual— escribió la más política de sus anticipaciones, Los quinientos millones de la Begum (1879), novela donde algo similar al nazismo asoma la nariz y que fue una idea original de Paschal Grousset, un communard exiliado en Londres. Verne amaba a Hetzel como a un padre y, aunque era consciente del sistemático abuso del editor, nunca hizo mayor cosa para emanciparse, conforme en el fondo de su corazón con ser una gloria provinciana que organizaba las fiestas de disfraces más connotadas de la Picardía.
     El secreto de familia ha acabado por envenenar la posteridad de Verne, como si el siglo XX no hubiera resistido la tentación de colocar un esqueleto en el armario de uno de los prohombres del mundo de la burguesía. Lottman mismo admite ignorar cómo nacieron los rumores —nunca probados— que asocian a Verne con la pederastia, supuestamente ejercida, si no con la persona de su propio hijo Michel, al menos en Aristide Briand, condiscípulo de éste y más tarde notorio político francés. Sólo quedan pruebas de la saña correccional que usó contra el jovencísimo Michel, haciéndolo arrestar por la policía y enviándolo como forzado en la marina mercante, acusado de crímenes monstruosos nunca explicitados, todo ello mientras Verne escribía líricas estampas de felices capitanes de quince años en alta mar. Los correctivos, como fuera, tuvieron efecto y Michel Verne murió al frente de la casa, terminando con eficacia y hasta donaire algunas de las obras inconclusas que dejó su padre. Algo, sin duda, estaba podrido en Amiens, pues el 9 de marzo de 1886, su sobrino Gastón disparó, aparentemente alucinado, contra Verne, hiriéndolo de cierta gravedad en la pierna izquierda. El novelista nunca se repuso, ni física ni moralmente, de un incidente que puso fin a sus travesías naúticas.
     Nadie tiene nunca la suerte que desea ni la que cree merecer. Una periodista contemporánea advirtió con sagacidad que Verne, de todos los hombres de talento, era el único que había llegado caminando a la fama, ajeno a los sufrimientos del ascenso social, cuitas que en el siglo XIX marchaban siguiendo compases melodramáticos a la Napoleón. Y sin embargo, decía esa observadora, Verne era un hombre tieso, sin gracia y sin sonrisa, acaso atormentado por el desprecio que los verdaderos escritores sentían por una obra doblemente condenada: los Viajes extraordinarios no eran ni el arte por el arte que predicaba el viejo Théophile Gautier ni esa anatomía positiva de la sociedad que el naturalismo ponía de moda. El propio Zola fue uno de los pocos críticos serios que se ocuparon, primero con condescencia y después con abierta beligerancia, de la obra de Verne, quien ansiaba un sillón en la Academia Francesa al que, pese a las falsas promesas de Dumas hijo, nunca llegó.
     Si Verne conoció la fama y la fortuna en vida, su posteridad la envidiarían muchos entre los hombres de letras. De haber sido la suya sólo literatura de anticipación es obvio considerar que, pese a sus aplaudidas proezas futuristas, la obra entera habría quedado obsoleta tan pronto el futuro se volviera pasado. Muchísimos fueron los libros que Verne escribió, todos ellos redactados bajo la vigilancia comercial de Hetzel, y numerosas entre éstas obras son prescindibles, de la misma manera en que la lista de sus grandes novelas es bastante mayor que la compuesta por la habitual lista de cinco o seis títulos. Es ocioso especular, además, qué habría sido de un Verne arrojado al libre albedrío de la inspiración novelesca. Pero es un hecho que buena parte del corpus verneniano es un tipo bastante singular de gran literatura, como lo entendieron, en dos tiempos, los surrealistas (y Raymond Roussel) y, después, el estructuralismo. Breton colocó a Verne junto al Conde de Lautréamont en el árbol genealógico de la imaginación moderna, mientras que Roland Barthes sugirió una lectura que destaca lo profundamente belle époque que fue Verne.
     Los exégetas —de Michel Butor y Michel Foucault a Jean Chesneaux y Miguel Salabert— coinciden en resaltar la audacia con la que Verne revitalizó viejos mitos narrativos, ofreciéndoles una nueva morfología, a la vez absolutamente moderna y persistentemente iniciática. Ello lo comprobará quien se decida a releerlo: yo lo he hecho para escribir esta nota y he sentido la emoción del hijo pródigo, la familiaridad recobrada con un inviolable mundo encantado y la ratificación de esa confianza que sólo se otorga a los demiurgos. Así me ha ocurrido, al menos, con el Viaje al centro de la tierra (1864) y con las Veinte mil leguas de viaje submarino (1870).
     El Verne iniciático e histórico que disfrutan los críticos y los lectores educados no abandonó, por ello, su lugar en una cultura popular del siglo XX que lo absorbió genialmente a través del cine y la televisión. En Verne hay una síntesis a menudo perfecta entre el orden plástico de la Enciclopedia y el aliento musical del romanticismo. Fue uno de los pocos europeos que fueron, al mismo tiempo y casi sin conflicto, herederos del universalismo de Voltaire y de las ensoñaciones relativistas de los románticos alemanes: se condujo Verne por el planeta como ciudadano del mundo porque la pluralidad de universos que el hombre puede habitar le pareció sumamente confortable. El legado político de Verne, hombre educado por Fourier y Saint-Simon, cayó en la izquierda, como lo percibió Léon Blum, el socialista judío que escribió el más certero de sus epitafios. La obra de Verne recupera varias de las más nobles tradiciones decimonónicas que unen el liberalismo con el socialismo: la fe práctica en las virtudes de la cooperación sin el Estado absoluto y providencial, el individualismo burgués que se transforma en insobornable anarquismo conservador, y el odio a la violencia revolucionaria.
     La obra de Verne se cerró apenas hace unos años, con París en el siglo xx, la única de sus novelas que pertenece propiamente a la ciencia ficción y sólo fue editada en 1994, cuando un bisnieto voló la cerradura del arcón familiar donde el manuscrito dormía el sueño de los justos. Hetzel consideró impublicable una novela cuya acción transcurre en “1960” y presenta —junto a las habitualmente sobrecogedores anticipaciones— el horror que Verne sentía por un futuro que, dominado por la tecnología, arrojara la tradición humanística y el canon romántico a la clandestinidad y el desprestigio.
     Jules Verne fue dueño de todas las virtudes que los antiguos atribuyeron al profeta y se expresó proféticamente a través de la novela, ese sermón de los modernos, convencido de que la ciencia era una revelación —no por laica menos religiosa— para todos los hombres. Su propia fe en el Progreso como el espacio que unía la historia y la naturaleza en un solo sistema armónico se fue diluyendo con los años, y la segunda parte de su obra, escrita a partir de 1885, resultó ser más pesimista, preocupado como estaba por los problemas políticos de la organización de la ciencia: Verne es inconcebible sin el mito de Robinson Crusoe, y todo aquello que está antes del ecologismo está en Verne.
     Es frecuente leer que las máquinas de Verne se parecen más a las de Leonardo da Vinci que a los precisos mecanismos y a los torturantes ingenios de la sociedad industrial. De ser así, en Verne termina, en toda su expresividad, el Renacimiento y empieza el mundo fáustico. Pero, como homo dixneuviemsis que fue, a Verne le tocó inventar otra máquina, que sólo el siglo XIX podía haber concebido y que acaso también esté condenada a figurar entre los trebejos del museo de la obsolescencia: un tipo de lector que nace maduro y a la vez es un eterno adolescente, ese ser que encarna el equilibrio exacto entre el espíritu práctico y el asombro poético. El lector de Verne es una de las grandes proezas de la civilización, una suma colosal que se ha expresado, rigurosamente, en la intransferible, casi provinciana modestia de cada joven que, obligado por las convenciones u orillado por el tedio, ha abierto alguno de los Viajes extraordinarios. Llevamos ya algunas décadas temiendo no tanto el hundimiento de las sociedades en la agrafía y el analfabetismo, sino la extinción de esa especie precisa de lector, en apariencia tan sensible a la agresión del clima, al parecer vulnerable en extremo a la barbarie. No sale sobrando recordar que Jules Verne, el profeta, fue el primero en sospechar que, sin ese personaje, el mundo quedaría irremediablemente vacío. –

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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