La conquista de México

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El estreno en nuestro país de la ópera La conquista de México, dentro del XXXI Festival Cervantino, ha marcado un hito en la programación operística nacional. Es rarísima la ocasión en que se monta en México una obra escénica de envergadura escrita por un excelente compositor vivo, como lo es el alemán Wolfgang Rihm (1952). Vale la pena detenerse un poco en este músico y en su obra, presentada durante octubre en el Teatro Juárez de Guanajuato y de Bellas Artes en el d.f.
     Inventivo, versátil y fecundo, Rihm propone una expresividad novedosa al tiempo que mantiene un diálogo fructífero con las formas heredadas del pasado. Antiguo alumno de Stockhausen, Rihm ha emprendido la tarea de forjarse un estilo personal con una actitud vitalista y desenfadada, lejana de cualquier afán de sistematización. Se mueve a sus anchas por vastos parajes sinfónicos, pero no desatiende la música de cámara, a la cual ha contribuido con valiosas aportaciones. A sus cincuenta años lleva ya siete obras escénicas, entre ellas la que ha dedicado al episodio fundacional de nuestra historia.
     En La conquista de México, Rihm se vale de una concepción musical y escénica que desborda el terreno convencional de la ópera. De hecho, el compositor no utiliza el término “ópera” sino el de “teatro musical”; la distinción es importante, pues lo libera de ciertas convenciones del género y facilita una postura más flexible de cara a su material. Ello obedece, en parte, a la naturaleza del escrito homónimo de Antonin Artaud que le sirve de primera fuente. Éste prescinde de recreaciones históricas o desarrollo de personajes, y más bien se ciñe a un territorio que el propio Rihm ha descrito así: “Las contracciones enérgicas del cuerpo dramático que es ‘México en estado de conquista’.” Dividido en cuatro partes, el texto presenta de inicio la visión de un México tenso y expectante (“Presagios”), cuya cosmogonía y sociedad están a punto de ser derrumbadas por los españoles; Cortés ofrece enseguida su perspectiva del territorio desconocido, pronto a ser conquistado (“Confesión”); Moctezuma y su pueblo entran en estado de rebeldía, tanto exterior como interior (“Convulsiones”), y todo concluye con el ocaso del emperador azteca (“Abdicación”). Se trata, si retomamos al propio Artaud, del enfrentamiento entre el impulso dinámico —pero mal dirigido— de la cultura cristiana y la naturaleza estática y contemplativa de los pobladores originales.
     Rihm obtiene así la armazón básica de su obra. Sin embargo, incorpora fragmentos de otro texto de Artaud para enriquecerla y redimensionarla: El teatro del serafín, que encarna con gran vehemencia la particular visión dramática defendida por el surrealista francés, para quien la escena debía prescindir de literatura y convertirse más bien en un escaparate del inconsciente, cuyas convulsiones transformasen a actores y público. Una constante en el Serafín es la oposición entre femenino y masculino, y Rihm toma una de sus decisiones más trascendentes al elegir una soprano para el papel de Moctezuma, que se contrapone al barítono de Cortés. El choque ya no es sólo entre indígenas y españoles, sino entre géneros antagónicos; parten de una mutua incomprensión para constatar, al final, que la desaparición de uno acarrea que el otro se desdibuje. Rihm otorga mayor amplitud musical a esta pugna, asignándole a cada protagonista una “escolta” de voces situadas en el seno de la orquesta, femeninas o masculinas según el caso, que repiten y concretan lo dicho por ambos principales. En largos trechos, los cantantes pulverizan los textos de Artaud: emplean palabras sueltas o de plano profieren consonantes y vocales aisladas, que buscan transmitir una intención escénica y musical sin verbalizarla. Las estrofas de Raíz del hombre, de Octavio Paz, figuran al cierre de cada acto, como un remanso poético y sonoro.
     Por lo que toca a la orquesta, Rihm prescribe una disposición inusual. Los violines, los oboes y tres de los cinco percusionistas deben colocarse fuera del foso y rodear al público en el auditorio. Incorpora asimismo un coro, de vital importancia en casi toda la obra, que está físicamente ausente pero es difundido por los altavoces a partir de una grabación. El compositor abandona la idea de un acompañamiento orquestal, y hace del sonido un personaje que también actúa, al cual describe como “una escultura en la que el evento sonoro coincide con el evento escénico […] todo es canto”. El discurso musical es una gran enramada sonora que vibra, se pliega y extiende con cada contracción del conflicto en la escena, configurando así una partitura de gran poderío, cuyo rango va desde lo telúrico hasta lo inquietante. ~

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(México, 1970) es crítico musical, editor y gestor cultural. En 2002 creó el festival Radar. Fue director de FMX-Festival de México entre 2007 y 2010.


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