Como Zavalita, el protagonista de Conversación en la Catedral, los juerguistas mayores de cuarenta años nos preguntamos con una mezcla de tristeza y coraje: ¿Cuándo se jodió la vida nocturna de la Ciudad de México? El deterioro de la bohemia capitalina está directamente vinculado a la crisis económica del último cuarto de siglo, pero se aceleró en forma espeluznante a partir de los años noventa, cuando las strip girls desplazaron a las ficheras y los bares de table dance a los cabarets de burlesque. Desde entonces, una regla no escrita ha regido el funcionamiento de los giros negros: todo está permitido a los clientes, menos volver a casa con un centavo en la cartera. Aunque los dueños de los table dance adulteran las bebidas y están coludidos con hampones callejeros para asaltar afuera del antro a quienes no se dejaron robar adentro, la fórmula de vender simulacros de cópulas con chicas al desnudo ha resultado una mina de oro, porque el noctámbulo chilango, pretencioso y masoquista a la vez, tiene una extraña propensión a frecuentar los antros donde peor lo tratan (por algo hay tumultos en las discotecas de postín vedadas para los nacos).
En apariencia, el roce sexual y la atmósfera orgiástica de los table dance significan un avance en materia de libertinaje, pero si ponemos en una balanza sus pros y sus contras, no cabe duda de que hemos salido perdiendo con esta reconversión industrial de los lupanares. De entrada, el table dance dejó sin trabajo a una infinidad de ficheras que a los treinta años ya no podían competir en la pista con las bailarinas de veinte. Pero sobre todo perjudicó a los buscadores de placer enardecidos por el coito virtual, que ahora gastan el triple cuando se van de juerga y vuelven a casa con el escroto adolorido por el deseo insatisfecho. Los viejos antros eran más acogedores y menos mecanizados en su oferta de amor mercenario. Si uno se dejaba embaucar por los meseros podía perder hasta la camisa, pero el sistema de fichaje permitía a los bebedores confraternizar con las chicas del congal y, en mi caso, tomar apuntes mentales para futuras novelas. Esa ruptura del hielo ha quedado proscrita en los antros de table dance, donde el sistema de fricción en serie implementado por los empresarios suprime la charla del cliente con la bailarina, y hasta la invitación a sentarse en la mesa, que ahora corre por cuenta de una vendedora provista de un talonario.
Es un crimen de lesa humanidad manejar un tugurio como una tienda de autoservicio. Ni las chavas de la pasarela ni los borrachos que las manosean debieron tolerar nunca semejante atropello. En los antros de ficheras, la carne también era una mercancía, pero al menos las madrotas de la caja registradora procuraban venderla con elegancia y decoro. Cuanto más amistoso fuera el acercamiento entre el cliente y la muchacha, mayores posibilidades tenían de vender agua pintada como si fuera coñac. En los modernos desplumaderos, el preámbulo erótico ha sido reemplazado por una versión posmoderna del suplicio de Tántalo, pues, que yo sepa, el frotamiento de una mujer desnuda y un hombre vestido no deja contento a nadie, salvo a los dueños de tintorerías. Los tugurios del México viejo no eran sólo expendios de placer sino centros culturales de primer orden. En los años treinta, cuando la clase media se debatía entre la represión y el pecado culposo, Agustín Lara enriqueció el erotismo de las masas con un arte de amar extraído de los prostíbulos. Gracias a Lara, el mundo de la liviandad y la transgresión se infiltró en los hogares castos y abrió una válvula de escape para disfrutar vicariamente una vida más libre. A despecho de la moral familiar, en esa época el anhelo secreto de toda mujer honesta era ser amada como una "perdida". A finales de los setenta funcionaban aún cabaretuchos como El Club de los Artistas, donde los clientes se enamoraban de las ficheras y les proponían matrimonio, como en las películas de Juan Orol. Pero en los actuales supermercados de la libido, regidos por el principio de esquilmar al cliente a la mayor velocidad posible, no queda el menor resquicio sentimental para un redentor de putas. Perdida su fuente de inspiración, los nuevos compositores de música popular se han resignado a imitar el bolero higiénico y tibio de Armando Manzanero, porque el table dance no les ofrece un caldo de cultivo para las pasiones intensas: todo en ellos es fraudulento, impersonal y frío. La única aportación del antro deshumanizado a la cultura mexicana es un grotesco anglicismo: teiboleras, que pone la carne de gallina a cualquier persona sensible.
El reciente incendio de la discoteca Lobohombo hizo recordar a la opinión pública una tragedia similar ocurrida a principios de los ochenta: la quema del cabaret Terraza Casino por parte de un cliente furioso a quien los meseros le cobraron de más. A partir de esa anécdota, Alejandro Aura escribió la exitosa comedia musical Salón Calavera, donde ponía en evidencia las turbiedades habituales en los antros de entonces: tráfico de drogas en los camerinos, cuentas amañadas, botellas de champaña rellenas de sidra, etc. Pues bien: el sórdido tugurio que Aura describió en su comedia es un paraíso de calidez humana comparado con la fúnebre estafa del table dance. En cualquier país civilizado, los noctámbulos ya hubieran hecho un boicot que obligara a los empresarios del ramo a cambiar sus reglas del juego: pero aquí nos enseñaron desde niños a aguantar vara, y mientras los bueyes sigan lamiendo la coyunda, nuestra vida nocturna seguirá en picada. –
(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio.