La espía a la que le mataban los gatos

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Céline, colaboracionista nazi. Villon, asesino. Neruda, estalinista. ¿Por qué debería escandalizarnos que Elena Garro hubiera sido –si lo fue– una espía de Díaz Ordaz? Literariamente, por nada. A despecho del acongojado Eduardo Galeano y la ejemplar Heidi, no existe relación alguna entre la bondad y la buena literatura. Es en el terreno de la ética donde pueden mostrarse escozores, aunque la principal víctima de la confusa historia de espías en la que Garro ha sido nombrada protagonista –digna de un John Le Carré lobotomizado– parezca haber sido la propia escritora.

El pasado 12 de julio, el Instituto Federal de Acceso a la Información Pública (IFAI) informó que habían sido “desclasificados” documentos del Archivo General de la Nación que revelaban la presencia de Garro en las filas de la contrainteligencia mexicana de la época del movimiento estudiantil de 1968, como informante de la patibularia Dirección Federal de Seguridad. Los documentos fueron solicitados por Alfredo Herrera Patiño, editor del sello independiente Verdehalago, quien, al no recibir respuesta positiva de las autoridades, solicitó la intervención del IFAI. Los papeles fueron, finalmente, liberados, y el escándalo comenzó: Garro, la escritora de los vestidos Dior, las perlas y el cabello platinado, la ex esposa de Octavio Paz y ex amante –o al menos amorosa corresponsal– de Adolfo Bioy Casares, había delatado ante el gobierno a buena parte de la clase intelectual de los años sesenta y llegado incluso a codearse con Lee Harvey Oswald, luego supuesto asesino de John F. Kennedy, quien hizo un viaje a México poco antes de dizque cometer el magnicidio.

No parece haber segundas intenciones aviesas en los trámites realizados por Herrera, cuyo propósito expreso es que su petición siente jurisprudencia y permita que se abran los archivos de la “Guerra sucia” que libró el gobierno mexicano contra organizaciones de extrema izquierda en los años sesenta y setenta. “El fantasma de Elena Garro ronda todavía e impidió, nos impidió a todos, ver esa parte sustantiva de entrada”, afirma el editor en su blog.

Su declaración no ha impedido, desde luego, que algunos opinen –viene mucho esta temporada– que en el fondo del asunto yace, viscoso y palpitante, un complot… “Intentan desviar la atención pública del fraude electoral […] amenazar a los intelectuales que apoyan a Andrés Manuel López Obrador”, le dijo la biógrafa Patricia Rosas a La Jornada. Para Rosas, Garro fue “una luchadora social” que sufrió persecución por sus ideales: su apoyo a los campesinos y al político priista Carlos A. Madrazo (a quien reputa como un perredista avant la lettre).

Para otros, quizá menos militantes, no resulta inimaginable que la escritora colaborara con el gobierno en tan equívoca trinchera. El cineasta Archibaldo Burns, amigo de Garro en la época, le dijo a El Universal que el asunto no le extrañaba ni tantito. “Elena y su hija inventaban muy malas historias de sus amigos y se reían luego a carcajadas […] Elena hacía cosas muy extrañas.” El crítico Emmanuel Carballo, también cercano a Garro y a la vez participante en el movimiento del 68, se declaró “sorprendido” por las revelaciones, aunque aventuró: “Recuerdo que ella era una mujer muy revolucionaria, la más inteligente al hablar en las asambleas, y de pronto se volvió reaccionaria y apoyó de forma equivocada al gobierno […] Ella era una mujer acostumbrada a la buena vida, entonces, cuando se separa de Octavio Paz [1963], necesita dinero para mantener su estilo de vida, e imagino que fue cuando entró a alguna negociación con el gobierno.”

Sin embargo, tanto Helena Paz Garro (hija del premio Nobel y la escritora) como Jesús Garro, su sobrino, refutan esas presunciones. “¿Cómo una espía del gobierno pudo terminar planchando y limpiando pisos para sobrevivir, cómo a una agente de la cia se le pudo negar la entrada a Estados Unidos cuando huyó de la persecución de la que fue víctima?”, se pregunta éste último en Excélsior.

No parece haber una respuesta fácil. Garro, compleja y contradictoria (los más radicales la llaman loca todavía), negó en vida haber sido espía, pero también lo aceptó tácitamente. Lo mismo denunció que unos “guatemaltecos” torturaron y liquidaron a tres de sus gatos (los inolvidables compañeros Juan Lanas, Humitos y Conradino, presentes), que escribió un artículo en que culpaba a los “cobardes intelectuales de extrema izquierda” de haber conducido a la cándida juventud a la masacre de Tlatelolco. Lo mismo narraba haber sido objeto de persecuciones por medio mundo, que llamaba al represor Fernando Gutiérrez Barrios “mi D’Artagnan, un joven espadachín que me salvó la vida durante tanto tiempo”.

¿Espía o loca? El problema es arduo y cualquiera de sus explicaciones deja mal parada a la autora de Recuerdos del porvenir y, por supuesto, a sus mentores. “Lo otro [el espionaje], si lo hubo, es en gran parte culpa de la locura de quien haya considerado capacitada a una persona tan inconstante de realizar labores de contrainteligencia”, escribió Carlos Monsiváis en Confabulario. Seguro que sí.

Y también puede culparse a la pertenencia de Garro al medio literario nacional, siempre coqueto ante el poder, siempre ansioso de mimos, una beca, una embajada, un guiño, dinero, la sebosa amistad de un diputado.

Podrá culparse al Universo entero, pero nadie logrará, finalmente, escamotear la responsabilidad principal de Garro –loca o no– en su propia desgracia. Porque fue ella –y no Paz, Monsiváis, Carballo, Villoro, Zea, Castellanos, Cuevas, Lizalde o Carrington– quien pactó, por el motivo que fuera, con el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz y escribió aquellos artículos irreparables. Y fue ella, con sus ambigüedades y desatinos, quien consiguió que, en adelante, digamos: Céline, colaboracionista nazi; Villon, asesino; Neruda, estalinista; Elena Garro, espía de Díaz Ordaz. ~

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