Odio el campo, me aburro siempre en él o bien me acuerdo de Perec, que decía que el campo es un país extranjero. Esto no debería ser así, pero lo es, qué le vamos a hacer. Además, me siento orgulloso de ser un hombre de ciudad, no veo por qué tengo que avergonzarme de eso. La ciudad es lo mío. Los campos están poblados de campesinos que abonan, margan, barbechan, desbarbechan, fertilizan, rastrillan. Un horror. No es lo mío, eso está claro. De lo contrario no diría que es un horror. No sé quién dijo que los campesinos son buena gente. Pues bien, ni siquiera eso está demostrado. Algunos campesinos lo dice alguien que de niño ha pasado veranos enteros en el campo son como los carniceros de las películas de Chabrol, claros asesinos en potencia. De ahí que muchas veces los veamos rastrillo en mano. No, no son inofensivos los campesinos por el mero hecho de vivir en paisajes bucólicos.
El caso es que el otro día estaba aburrido en casa de unos amigos, en el campo, y encontré un periódico de 1994 en el campo todo es antiguo, ya se sabe y me dediqué, por hacer algo y no estar todo el rato observando las hormigas, a repasar las noticias de hacía diez años. Y encontré sólo una que recordaba haber leído. Hablaba la noticia de que la muerte se había acercado a Bioy Casares. El titular era éste: “La muerte ronda a Bioy Casares.” Sin embargo, el gran escritor argentino murió en 1999, cinco años después. Hice un esfuerzo en el campo uno cree que tiene que hacer más esfuerzos que en la ciudad y volví a leer el titular de esa noticia de la misma forma que lo había leído en 1994, es decir, creyendo, muy alarmado, que Bioy había entrado en estado de coma. Pero no. No era que Bioy estuviera amenazado de muerte, sino que a sus ochenta años había visto fallecer a la escritora Silvina Ocampo, su mujer, y a su única hija, Marta Bioy (atropellada por un automóvil), en el espacio de un mes. “La muerte ha estrechado el cerco alrededor del escritor argentino Bioy Casares”, escribía el corresponsal del periódico en Buenos Aires. Hombre, no. Visto desde la perspectiva actual (pensé), se ve que no, se ve que la muerte había fulminado a dos seres queridos del escritor, pero no había estrechado el cerco. Bioy iba a vivir cinco años más.
Los más fervorosos lectores de Bioy se preguntan hoy en día qué ha sucedido para que en tan poco tiempo, desde 1999 hasta ahora, su obra haya ido a parar al limbo del olvido a la espera de que sea rescatado de tan absurda injusticia. Sucede con muchos grandes escritores. Cuando ya no están ellos para defenderse, pasan por periodos de baja hasta que finalmente, si tienen cierta suerte, son rescatados por alguna alma amiga. El autor de libros tan extraordinarios como El sueño de los héroes, se halla a la espera de esto. Quienes admiramos su obra, sabemos que, aunque ya no esté él para defenderla, libros como La invención de Morel o La aventura de un fotógrafo en La Plata (mi libro de Bioy preferido) se defienden solos.
Precisamente desde La Plata, unos días después de que yo releyera esa noticia de la ronda de muerte de Bioy de hacía diez años, me llegó a mi casa de Barcelona, a modo casi de una señal misteriosa, un sobre de una joven desconocida. Me enviaba una carta breve, una foto suya (es raro mirar de pronto la foto de alguien a quien no conoces y que te envía, sin haberlo tú solicitado, su rostro) y una primera edición de Los días de la noche, de Silvina Ocampo. Uno no puede evitar ciertos pensamientos, ciertas supersticiones. Y al ver ese libro de Silvina, pensé que de pronto ella me agradecía que la hubiera recordado aquella mañana. Si a Bioy le conocí, no puedo decir lo mismo de su mujer. De pronto, la mañana entera fue de ella, de Silvina. Recorrí Los días de la noche y encontré una frase de fin de capítulo: “Durante unos segundos oigo el rumor de la paja dorada del sombrerito, que se va alejando.” Pensé que era muy probable que, dado que Ocampo está también en el limbo de cierto olvido literario, posiblemente yo fuera la única persona del mundo que en aquel momento estaba leyendo esa frase que un día fue escrita para eternizarse. Y durante unos segundos, en casa, mientras miraba la foto de la desconocida, oí cómo el rumor de la paja del sombrerito se alejaba. Fue, en todos los sentidos, un momento único. Como lo fue el instante que siguió y en el que se me ocurrió pensar que aquella joven desconocida que me había escrito la había inventado para mí en otro tiempo la propia Silvina, la había creado ella en los días en que Bioy escribía La invención de Morel.
Mañana vuelvo a ir al campo a casa de mis amigos, y allí no podré escribir. Pero les contaré lo que me pasó esta mañana cuando me llegó una segunda carta de la desconocida. Traía la carta otra foto de ella, pero para mi sorpresa la joven había envejecido unos diez años. Y traía también otro libro, nada menos que La vida tranquila de Marguerite Duras, traducido por Alejandra Pizarnik. Me he preguntado hasta dónde quería llegar la invención de Silvina. Y, antes de hacer la maleta para mi viaje de mañana al campo, me he quedado esperando que se acercara a mí el rumor de la paja de un sombrero. Esas cosas que nunca pasan en la ciudad, he pensado. –
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