Viendo el Mundial con los vecinos

Uno aprende a distinguir dos tipos de referencias al mundo en el discurso público estadounidense: el mundo según nosotros y el mundo sin nosotros.
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Estados Unidos tiene una relación peculiar con el adjetivo “mundial”. En los deportes, el ámbito mundial de la cosa así descrita suele estar contenida entre el Atlántico, el Pacífico, el Río Bravo y el paralelo 49 norte. Aparte del clásico ejemplo de la “Serie Mundial” beisbolera, la entrada de Wikipedia sobre el equipo de futbol americano de los New York Giants, por citar un caso, nos informa elocuentemente que tal franquicia “ha ganado ocho ‘campeonatos mundiales’: (en) 1927, 1934, 1938, 1956, 1986, 1990, 2007 y 2011”. Podemos imaginar cómo en 1927, el mundo entero, esto es, la región comprendida entre los páramos de Duluth, Minnesota, sede del equipo más noroccidental, y la desembocadura del río Delaware, en su vértice suroriental, se conmovió con la hazaña de los Giants, que arrasaron once veces a sus rivales, tuvieron un sólo tropiezo y se dieron un agarrón de perros con los Cleveland Bulldogs en un partido que terminó empatado a cero.

Fuera del deporte, lo mundial para los estadounidenses en ocasiones sí puede abarcar el mundo. Sin embargo, 70 años de hegemonía occidental y 25 de predominio planetario absoluto han acostumbrado a su opinión pública a pensar en el mundo tan sólo como una materia dúctil que está ahí para ser moldeada a su imagen y semejanza. Por ello, uno aprende a distinguir dos tipos de referencias al mundo en el discurso público estadounidense: el mundo según nosotros y el mundo sin nosotros. La primera es la provincia de la diplomacia, la ciencia política, las agencias de ayuda internacional y en general, todo tipo de organismos públicos, privados y de la sociedad civil que diseñan políticas de intervención en el extranjero con base en modelos estadounidenses. La perspectiva del “mundo según nosotros” puede ser de derecha o de izquierda, puede tener las mejores intenciones hacia las poblaciones intervenidas, pero siempre se basa en la aplicabilidad universal de los preceptos estadounidenses que la anima.

Lo radical en Estados Unidos es el discurso del “mundo sin nosotros” porque implica una completa suspensión de la omnipresente pulsión intervencionista de este país. Implica, en pocas palabras, resignarse a participar como uno más en un espacio ya creado y regulado por agentes externos a la voluntad de los participantes, y sin tener derecho a reclamar para sí ningún ascendiente moral sobre los demás competidores. El futbol, el verdadero, el que se juega con los pies, es el mejor ejemplo de ese mundo verdaderamente mundial que antecede, trasciende y escapa a la voluntad estadounidense. La ambivalencia de la prensa, no sólo la deportiva, de Estados Unidos sobre el futbol es una ventana hacia las convulsiones intelectuales de un país que ya no tiene los medios de moldear el futuro a su antojo, pero no ha encontrado la forma de ir renunciando gradualmente a esa pretensión.

Desde 2002 he seguido la cobertura mundialista, total o parcialmente, desde Estados Unidos. He visto cómo el interés por la Copa del Mundo inició con un pequeño nicho entre la élite cosmopolita de este país. En 2002, eran sobre todo los jóvenes profesionistas recién retornados de sus estancias estudiantiles en el extranjero, donde se expusieron de lleno a la cultura futbolera, los que se quedaban despiertos hasta las 5 de la mañana viendo las transmisiones. Había entre ellos un bien estudiado desdén por los aspectos más bochornosos de la cultura deportiva estadounidense, sobre todo los usos patrioteros que siguieron al 11 de septiembre y, por lo mismo, cierta resistencia a apoyar a la selección de Estados Unidos con la intensidad de los aficionados de toda la vida.

Para 2010, sin embargo, los bares de Brooklyn se llenaron de hinchas portando todo tipo de parafernalia futbolera con las barras y las estrellas y entonando cánticos de apoyo, algunos incluso con referencias a la rivalidad entre su selección y el Tri mexicano. En 2014 es claro que en Estados Unidos existe una enorme afición por el futbol que pasa a través de diferentes grupos de edad, género, estratos socioeconómicos y niveles educativos. Es obvio que los aficionados estadounidenses están tan bien informados sobre la historia y el presente del futbol como sus pares en el resto del mundo y que saben expresar el apego a sus colores con una imaginación e intensidad que no les piden nada a los brasileños y argentinos. Sobre todo, están perfectamente conscientes de estar participando de una pasión verdaderamente global que les pertenece a todos porque no le pertenece a nadie (salvo a la FIFA, por supuesto, pero la resistencia a las ofensas de los de pantalón largo tampoco es patrimonio de nadie).

Y a pesar de ello, la prensa estadounidense sigue haciéndose las mismas preguntas cada cuatro años (“¿Ha surgido por fin una afición al futbol en Estados Unidos?”)  y no logra hacer las paces con esta nueva realidad, por ejemplo, rehusándose a otorgarle carta de nacionalidad a la nueva generación de aficionados porque sus estilos de apoyo reflejan una interacción con diferentes culturas futboleras del mundo. Más aún, incapaces de abandonarse a los relatos surgidos desde las trincheras del juego, los grandes diarios de Estados Unidos se apresuraron a “americanizar” la narrativa del Mundial a través de elementos tan ajenos a la naturaleza de este deporte como las “predicciones” del superstar progresista del culto al big data, Nate Silver, quien nos regaló momentos inolvidables de jerigonza estadística. El New York Times, por su parte, publicó artículo tras artículo sobre la memorable actuación del portero estadounidense Tim Howard ante Bélgica, en la mejor tradición del héroe que salva el día aunque el universo colapse a su alrededor, mientras el resto del mundo destacaba en su lugar el bochornoso desempeño de uno de los equipos más ratoneros del Mundial. De todo hubo en las páginas deportivas estadounidenses, excepto análisis interesantes de los partidos, ya no digamos la exquisita prosa del balón de blogs mundialistas como el de Letras Libres y el de Martín Caparrós

El hincha estadounidense sabe que su equipo es un digno contendiente en un competición que aunque lo engloba lo trasciende. Quiero pensar, aunque no tengo datos duros para decirlo con confianza, que el futbol puede ser un buen inicio para ir desmantelando el arraigado excepcionalismo de Estados Unidos: una sociedad atrincherada a piedra y lodo en sus atalayas mentales, en su mundo, aunque el mundo, para bien y para mal, se le desborda por todos lados. 

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Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.


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