La mirada doble. Entrevista con David Hevia

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Actor
y director de escena, David Hevia fue colaborador de Juan José
Gurrola, con quien codirigió
Catálogo
razonado de Juan García
Ponce. En 1992, fue invitado por Roberto Ciulli a la compañía
alemana Theater an der Ruhr, de la que formó parte por diez
años. De vuelta en México, ha dirigido, entre otras,
Hermanas de Antón
Chéjov,
Día de campo
de Fernando de Ita y
Los ladrones de
Friedrich Schiller. Su último estreno,
En la
meta
de
Thomas Bernhard, se presenta en el Foro La Gruta del Centro Cultural
Helénico.

Me
llama la atención tu trayectoria porque eres director y actor.
Tiende a haber una inclinación, pero en tu caso hay un
equilibrio muy inusual entre las dos profesiones.

Cuando
empecé a hacer teatro, yo quería dirigir. Entré
al CUT y Ludwik Margules me dijo que era muy joven y que tenía
que actuar. Lo hice, pero nunca dejé de dirigir. Para mí
las dos cosas siempre han estado juntas. A veces tenemos una idea muy
especializada del teatro.

¿Cómo
fue que trabajaste con Gurrola, otro actor director?

Él
daba un taller de dirección en el CUT todos los sábados.
Me inscribí y nos entendimos muy bien. Me llamaba mucho la
atención que un ser tan feo, tan desorganizado, tan arrogante
tuviera esa enorme sensibilidad para entender las cosas. Te permitía
una libertad creativa que no se parecía en nada a los
ejercicios de abstracción y lujuria de mis otros maestros. Me
abrió un universo que me permitió pensar el teatro de
otra manera. De él aprendí la valentía, la
irreverencia, a trabajar con tu mundo interior, a no amoldarte, a
destruir para volver a crear: el reino del caos como un motor.

¿Cómo
conociste a Ciulli?

Pues
cuando vino en los noventa, vio una obra mía y le gustó.
Me dijo que estaba buscando un actor como yo, vendí todo y me
fui. Yo no hablaba alemán. Me dieron una beca del Instituto
Goethe. No sabía qué me iba a pasar. Ciulli me dijo que
probara seis meses y me quedé diez años. Todavía
colaboramos. En unos meses me voy a dirigirles una obra de Max
Frisch.

Los
alemanes encuentran en el teatro el espacio para discutir sus
problemas.

Así
es. Es muy emocionante. Los estrenos son comentados en las
editoriales de los periódicos. El teatro es un gran
acontecimiento social. Eso fue lo que me hizo quedarme.

Así
es. Es muy emocionante. Los estrenos son comentados en las
editoriales de los periódicos. El teatro es un gran
acontecimiento social. Eso fue lo que me hizo quedarme.

¿Qué
obras hiciste con Ciulli?

Lo
primero fue Los bajos fondos
de Gorki. La verdad es que aprendí alemán en
el escenario. En aquella época no podía ni pedir tres
bolillos porque sonaba a obra de teatro. Luego hice algo que se llamó
Teatro cómico,
basado en una obra de Goldoni. La dramaturgia era muy interesante.

En
el teatro mexicano no existe la figura del dramaturgo o
dramaturgista.

No,
y es muy importante. Es el superyó del director, el que pone
lineamientos. El director trabaja con los actores con muchísima
libertad, mientras que el dramaturgista se encarga de acomodar los
elementos. Está en todos los ensayos, adecua el lenguaje, las
situaciones. Hace la versión final.

¿Cómo
es el trabajo de Ciulli con los actores?

Tienes
la obligación de crear y de proponer todo el tiempo. Nadie se
espera a que les digan qué hacer. Llegas al ensayo y propones.
El director es el primer espectador, el primer ojo, que va dirigiendo
esa mirada, esa energía creativa del actor. Es muy distinto de
lo que ocurre en México donde los actores, particularmente los
hombres, son muy pasivos, no imaginan, no se pueden tocar, no pueden
llorar, no pueden hacer el ridículo, se lo impiden siempre.
Los buenos actores aquí parecen una caja de zapatos: siempre
se ven igual. Las mujeres, sin embargo, tienen una necesidad enorme
de expresarse, supongo que por ser un país machista, se dejan
tocar, se dejan enloquecer. Por eso tenemos actrices como Margarita
Sanz. Tenemos buenos actores, pero se echan a perder rápido.
La televisión agrede mucho.

¿Cuál
fue la primera obra que dirigiste en Alemania?

La
primera con todo el aparato del Theater an der Ruhr fue El
despertar de la primavera
de Frank Wedekind. Tuvo mucho
éxito por lo que me invitaron a hacer Romeo
y Julieta
. Después monté una pieza de un
autor nuevo.

En
varias puestas tuyas figura el tema de la despolitización. Con
bastante ironía, pero hay una visión de la juventud
como una entidad decadente, pasiva, desechable.

Siempre
me ha hartado que alguien se considere apolítico, cosa muy
común, por cierto, en el teatro mexicano. Es algo que me
inquieta mucho. Y de ahí que los temas de mis puestas tengan
que ver con esa insistencia de que el teatro tiene un poder
transformador en la sociedad. Cualquier acto que hagas es político:
estés de acuerdo o no. Yo he visto gente que sale cambiada del
teatro.

Heiner
Müller decía que la gran obligación política
del teatro es movilizar la imaginación del espectador.

Plantear
preguntas. No creo que una obra de teatro vaya a salvar el mundo ni
nos vaya a dar la solución pero, en el proceso de llevar algo
a escena, yo siento la enorme necesidad de decir algo para provocar.
Si no tiene incidencia social, el teatro no tiene sentido.

Háblanos
de tu último estreno. ¿Por qué montar a Thomas
Bernhard?

Me
gusta que no tenga pelos en la lengua, que no ponga comas ni puntos.
A través de esa gramática no gramática logra que
estés pensando todo el tiempo. Lo tienes que ir descubriendo.
No puedes hacer psicología con él.

Me
llama la atención esa generación de autores austriacos.
Un país que vive en una razonable y aburrida comodidad produce
voces como Elfriede Jelinek, Peter Handke y Thomas Bernhard, unos
insolentes que viven diciendo lo que nadie quiere oír.

Son
muy pertinentes para nosotros porque la sociedad austriaca, aunque no
parezca, guarda sus similitudes con la mexicana: es hipócrita,
católica y ridícula. Tengo una relación con
México igual a la que ellos tienen con Austria: odio-amor.
Odiamos la falsedad, la solemnidad, la doble moral. Ese vals que
hacen en Viena a fin de año, por ejemplo, es una ridiculez que
podría ocurrir en Ciudad Satélite o en Villa Coapa. La
insolencia de Bernhard me resulta muy elocuente. No es como la nueva
dramaturgia alemana, que por cierto varios mexicanos están
imitando, con cincuenta cuartillas de insultos. Puta, pendeja,
tortillera de mierda, pinches mexicanos, los odio, maricones. En
Alemania, René Pollesch y Falk Richter encontraron un
lenguaje, pero se está desgastando solito.

¿Cómo
ves la relación director-autor en el teatro mexicano?

Estamos
muy separados. Está el departamento de los autores y, en otro
lugar muy lejano, el de los directores. Hace falta generosidad de los
dos lados. Ahora que hubo un encuentro de dramaturgos en Querétaro
estuve ahí por accidente. Me sorprendió ver que no
había directores. No entiendo por qué no nos invitan.
No creo que un encuentro de dramaturgos deba ser un evento privado,
donde no hay directores, no hay actores, no hay escenógrafos.
Es ridículo. Los autores tienen todo que aprender de los
demás; en especial de los actores. Ellos sólo te
voltean a ver y te dicen: esto no lo puedo decir, no me alcanza el
aire o no sé qué estoy diciendo.

Es
una fractura muy real. La idea de comunidad teatral es muy abstracta.
Nos comportamos como individuos, pero nos dedicamos a un arte
colectivo.

Y
lo mismo sucede con el público. Ahora que está en
riesgo el Teatro Helénico, me sorprende que el público
no se queje, que no haya nadie que diga “a mí no me van a
cerrar la opción de ver otro tipo de teatro”. Pareciera que
es un problema exclusivo de la comunidad teatral. Por alguna razón,
no se sienten afectados. No sé… Tal vez nos falta
convocarlos. ~

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(ciudad de México, 1969) es dramaturgo y director de teatro. Recientemente dirigió El filósofo declara de Juan Villoro, y Don Giovanni o el disoluto absuelto de José Saramago.


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