La muerte de Bin Laden

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Los motivos de la alegría

Algunos días después del 11 de septiembre de 2001, mi mujer y yo fuimos caminando a la Casa Blanca. La ciudad estaba paralizada por el miedo y el duelo. No estaba claro que el peligro hubiera pasado. El aeropuerto estaba cerrado. En la televisión los malhadados aviones continuaban estrellándose contra las torres y las malhadadas torres continuaban desplomándose, hasta que el horror empezó a parecer un tanto irreal. El torrente de palabras, la erupción inmediata de comentarios y análisis, el triunfo indecente sobre el pasmo y el silencio empezaban a provocar la misma sensación. Para preservar la punzada de la realidad, cambiamos la casa por la ciudad nerviosa. Lafayette Park estaba casi desierto. El silencio no conocía la paz. El cielo vacío era un emblema del temor. Había francotiradores en el techo de la Casa Blanca, que de pronto parecía un objetivo. Sentarnos en una banca fue una pequeña expresión de nuestra asertividad, un acto de solidaridad con la vida cotidiana que parecía estar bajo amenaza y con la lucha que estaba por venir. El aislamiento estadounidense estaba deshecho. Era uno de esos momentos –nuestra historia vigorosa y afortunada nos había evitado muchas de esas crueles epifanías– en los que reconoces cuánto importa tu país, este país.

Recordé esa hora fatal en Lafayette Park ayer por la noche, parado en el mismo lugar y rodeado por la multitud regocijante. La noticia de la muerte de Osama bin Laden hizo que miles de personas y cientos de banderas llegaran a las puertas de la Casa Blanca. Eran jóvenes, diversos y ansiosos. Había soldados, marines creo yo, entre los civiles que celebraban. Un joven sonriente portaba un pequeño papel en el que estaba escrito: “Un musulmán contento.” Otro letrero, que no causó controversia decía: “Regresen a las tropas a casa”, mientras que un corpulento hombre negro tocaba “When Johnny comes marching home again” con una pequeña trompeta. Una mujer con bastante ingenio había escrito en la tapa de una caja de pizza que Donald Trump quería ver el certificado de defunción de Osama bin Laden. Casi todos anunciaban por Twitter su deleite. (Una multitud tuiteante es una multitud menos atemorizante.) Se bebió y se derramó mucha cerveza. La escena era un desorden, obviamente. El triunfalismo casi nunca es cosa bella. Pero aun así se imponía hacer ciertas distinciones. Esta multitud no quemó la efigie de nadie, la bandera de nadie, los libros de nadie. Se reunió para celebrar un acto completamente defendible, cuya justicia podía ser corroborada con argumentos más allá de los nacionalistas. Después de todo, Osama bin Laden mató a más musulmanes que estadounidenses y representaba una de las ideas más nocivas de nuestro tiempo: la restauración, por la vía de la violencia santificada, de un mundo humano sin derechos. No hay hombre o mujer decente en ningún lugar del mundo –y nada lo ha demostrado de manera tan marcada como la democratizada plaza pública árabe– que no quiera que esta teología política armada sea derrotada. Si alguna muerte justifica el regocijo, es la muerte de Osama bin Laden.

Aun cuando me satisfacían las bases universales que sostenían el júbilo de la gente, confieso que no estaba buscando desesperadamente esa emoción. La explosión de patriotismo en Lafayette Park me parecía también una expresión de moralidad. Para empezar, me sorprendió y me alegró de una forma oscura darme cuenta de que la herida del 11 de septiembre aún estaba tan fresca, y también para gente que era joven cuando ocurrió el ataque. Las presiones del materialismo estadounidense y del frenético modo de vida  estadounidense sobre la memoria colectiva estadounidense son enormes, y ni siquiera las dos guerras que estamos peleando –ambas legado del 11 de septiembre– parecen haber logrado centrar mucho tiempo la atención del país en los fundamentos de nuestro conflicto con la tiranía medievalista. Bin Laden mismo no era la amenaza que fue una década atrás. Ahora era más bien un símbolo de su propia maldad, una figura cuyo poder era fundamentalmente mítico. Pero los símbolos y los mitos también son reales, y los celebrantes en Lafayette Park no habían olvidado la atrocidad de hace una década. Y sabían también que, cualquiera que sea el efecto disuasivo de la aniquilación de Bin Laden, se había hecho justicia. La operación en Abbottabad fue un acto de venganza, sin duda, pero nunca había habido una multitud a las puertas de la Casa Blanca exigiendo esa venganza. Llegó ahí solo para afirmarla cuando esta ya había sucedido. Los jóvenes de anoche no eran jóvenes sedientos de sangre. Eran simplemente conscientes de que tenemos enemigos. No había nada torcido en que ellos sintieran que el enemigo de su país es también su enemigo.

No fui a Lafayette Square para mirar; fui también a unirme. Siempre he creído en el carácter moral del contraterrorismo (y en el subsiguiente cálculo de medios y fines, claro está) y estaba eufórico con esta vindicación del contraterrorismo, temerario pero escrupulosamente llevado a cabo. Reaccioné de manera visceral al anuncio del presidente Obama, y en este caso no tengo que disculparme por mi visceralidad. Cuando la multitud se congregó fuera de la Casa Blanca y cantó más de una, más de dos veces el himno nacional y “God bless America”, canté con ellos más de una, más de dos veces. (No los seguí cuando entonaron “We will rock you”.) No, la muerte de Osama bin Laden no es un gran logro estratégico. En los últimos diez años las fuerzas de reacción en el mundo musulmán han cambiado su configuración y derrotarlas –cosa que no puede ser tarea exclusiva de Estados Unidos– será mucho más difícil de lo que fue hallar a Osama bin Laden. Hay muchas cosas más complicadas que decir acerca de las consecuencias prácticas de la misión en Abbottabad. Pero no debemos disminuir lo que consiguieron esos tres helicópteros estadounidenses. El simbolismo contenido ahí –esa prueba de que Estados Unidos no ha claudicado– también es real. No se puede luchar por los objetivos estratégicos –seguridad para Estados Unidos, liberalización de las sociedades musulmanas– cuando su significado parece agotado o disminuido. En la medida en que la muerte de Osama bin Laden refresca nuestras memorias, refresca también nuestros motivos. Seríamos poca cosa si pensáramos de otra manera. ~

Leon Wieseltier

 

Traducción de Pablo Duarte

© The New Republic

 

Impacto profundo

Ser implacable es algo bueno. Lo implacable tiene una resonancia filosófica que se entiende de manera intuitiva. La guerra entre Al Qaeda y Estados Unidos ha estado fundada en una disputa sobre el sentido de la historia. Al Qaeda siempre ha creído que Dios desea la resurrección del antiguo califato islámico. Y Al Qaeda siempre ha visto a Estados Unidos, con sus orígenes cristianos, como el obstáculo último en la resurrección del califato. Los militantes de Al Qaeda siempre han creído que, como representantes de la voluntad de Dios, eventualmente triunfarán. Al Qaeda, entonces, ha incitado a sus militantes a una lucha necia, incluso eterna –el tipo de enfrentamiento que puede llevar a gente decidida e idealista a inmolarse en nombre de Al Qaeda.

Estados Unidos, sin embargo, también ha sido necio. Diez años, comparados con la eternidad, no es nada.


En cambio, diez años en la vida de un ser humano es mucho. Durante diez años, Estados Unidos ha sido implacable. Y ahora que Estados Unidos puede celebrar sus logros, la implacabilidad estadounidense súbitamente se ha vuelto elocuente, y esto es mejor que bueno. Es crucial.

Después de todo, Estados Unidos se adhiere a su propia teoría de la historia, aunque muchos de nosotros no estemos dispuestos a reconocer nada por el estilo. En nuestra propia teoría de la historia, democrática y liberal, doctrinas como las de Al Qaeda están condenadas a la derrota. Para nosotros, la enloquecida y fantástica doctrina que postula resucitar un califato antiguo es comparable a otras doctrinas que nos topamos a lo largo del siglo pasado –la doctrina que proponía instaurar una versión aria del imperio romano o la doctrina que buscaba restaurar una versión de las antiguas comunas rurales rusas en la civilización soviética del proletariado. Nosotros, democráticos y liberales, miramos esas doctrinas como protestas reaccionarias en contra de la auténtica marcha del progreso, y como nada más que protestas reaccionarias. Y creemos que, si nos esforzamos lo suficiente, si somos lo suficientemente implacables, las protestas reaccionarias serán derrotadas.

No nos gusta usar el lenguaje de la historia y el progreso. Sabemos que las invocaciones de la historia y el progreso pueden transformarse con toda facilidad en una retórica de superstición autocelebratoria. Aun así, a veces esta manera de hablar se refiere a algo real. Y algunas veces, en momentos de crisis y euforia, descubrimos que nuestras creencias más hondas toman el escenario y usamos ese tipo de lenguaje. Eso fue lo que el presidente Obama hizo la noche del domingo 1o de mayo cuando, al anunciar la muerte de Osama bin Laden, concluyó su discurso con una cita del “Juramento a la bandera” –una declaración de fe en la fuerza y el futuro de la libertad y la igualdad; es decir, en la fuerza y el futuro de la civilización democrática.

Esas frases finales del discurso de Obama fueron un momento de verdad y elocuencia. Las frases dejaban claro que nuestros agentes militares y de inteligencia han cazado a Bin Laden no solo porque era un bandido, sino porque defendemos nuestra propia doctrina, que es la doctrina de la democracia. Después de todo, Bin Laden y la mayoría de los estadounidenses han coincidido en un punto: la pregunta acerca de por qué estamos en esta guerra. La guerra ha sido un combate por un principio. Es un combate entre la fantasía islamista de fundar una teocracia contra el principio democrático de promover y defender una realidad de libertades democráticas.

Todo el mundo entiende que la muerte de Bin Laden, en términos militares, no significa demasiado.

 
 

Tampoco revela una superioridad militar abrumadora por nuestra parte. Nuestros agentes de inteligencia tuvieron suerte; nuestros efectivos militares actuaron eficientemente, porque pudieron haber trastabillado, como sucedió en el pasado; nuestros verdaderos aliados paquistaníes lograron engañar a nuestros falsos aliados paquistaníes, quienes eran aliados de Bin Laden. Todas estas circunstancias fácilmente pudieron haber sido distintas –como sucedió, por ejemplo, cuando el desafortunado Jimmy Carter ordenó el rescate militar de los rehenes estadounidenses en Teherán en 1980 y nuestro helicóptero se estrelló contra nuestro propio avión. Congratulemos pues al personal militar y de inteligencia que llevó a cabo esta operación y felicitemos a la Casa Blanca, que organizó la operación –aun cuando reconocemos que, con solo un par de instancias de mala suerte, los sucesos habrían sido bastante nefastos.

 

Pero reconozcamos que, pese a todo lo que de fortuna tiene una operación como esta, el simbolismo es inmenso e irreversible. Y, dado que la guerra actual es a fin de cuentas una guerra de ideas, no dejemos pasar el que el simbolismo es totalmente relevante. El simbolismo de la operación dice: la Historia no está del lado de Bin Laden. La Historia está del lado de la democracia y de la libertad. La Historia no será disuadida. Sí, debemos preguntarnos: ¿tiene sentido usar abstracciones como “Historia”? ¿La búsqueda implacable de un hombre tiene significados más profundos? Hay una respuesta para estas preguntas. Las abstracciones expresan un significado si estamos dispuestos a dotarlas de significado. Diez años de implacable cacería sugieren que hemos elegido hacerlo.

El discurso de Obama fue magnífico; aunque habría deseado que mencionara la guerra de Iraq, que, una vez derrocado Sadam, se convirtió en una guerra contra Al Qaeda y específicamente contra esa facción comandada por el hombre de Bin Laden en Mesopotamia, Abu Musab Al Zarqaui. La guerra contra Zarqaui y su movimiento se convirtió, por un momento, en el frente principal de la aún más larga guerra entre la versión del islamismo de Al Qaeda y la versión estadounidense de la democracia liberal.

Pero estoy objetando al pasado. El presidente habló con suficiente elocuencia acerca de la victoria de Estados Unidos sobre Bin Laden. El simbolismo es inconfundible. No existirá el quimérico califato. El poder de la república democrática es innegable. Ese fue el mensaje. Estamos ganando. Al Qaeda está perdiendo. Esto no tiene que ver con suerte o con circunstancias. Tenemos razones para hacer sonar los tambores y gente de todo el mundo, especialmente en el mundo musulmán, tiene motivos para reaccionar con una sensación de esperanza para ellos mismos y para los demás. O, más bien, tenemos razón al creer esto, y los demás también tienen razón al creerlo, siempre y cuando elijamos seguir siendo implacables. ~

Paul Berman

 

Traducción de Pablo Duarte

© The New Republic

 

La pregunta inmediata

Antes de que se olvide, hay que mencionar que el 20 de septiembre de 2001 la administración Bush declaró que Osama bin Laden estaba detrás de los ataques del 11 de septiembre y dio un ultimátum al gobierno talibán en Kabul. Demandó que el líder de Al Qaeda fuera entregado a las autoridades estadounidenses. Fue la negativa del mulá Omar y sus colegas la que llevó a la invasión de Afganistán el 7 de octubre –la operación Libertad Duradera, que originalmente se iba a llamar Justicia Infinita pero fue rebautizada en el último momento por temor a ofender a los musulmanes (digan lo que digan la derecha estadounidense y algunos comentaristas, Obama no es el primer presidente en tomar en consideración la sensibilidad musulmana). Los cambios en las justificaciones de la invasión y los nueve años y medio de combate que han venido después no deben opacar este hecho. Por eso es totalmente apropiado que el asesinato selectivo de Osama bin Laden (ya sea que uno celebre o lamente que el líder de Al Qaeda no haya sido capturado, por lo menos llamémoslo por su nombre) sea la ocasión para pensar a profundidad si ha llegado el momento de terminar la guerra en Afganistán.

La invasión del 2001 atrajo un respaldo que no se había visto en ninguna guerra desde que el ataque a Pearl Harbor obligó a Estados Unidos a entrar a la Segunda Guerra Mundial. En cambio, las razones actuales –es decir, que la cacería de Al Qaeda ha dejado de ser el objetivo principal, y que la misión capital, mucho más amplia y concebida a largo plazo, es estabilizar el país para que no vuelva a ser refugio de yihadistas globales– no reciben ese mismo respaldo. Está claro que el gobierno de Bush no podría haber ido a la guerra con las justificaciones ex post facto que ahora se usan para explicar su continuación. Y si el gobierno de Obama –pese a la creciente oposición a la guerra tanto entre sus más fieles partidarios de la izquierda liberal como entre sus opositores más vehementes en la derecha del Tea Party– ha decidido, como parece hasta ahora, que no habrá una retirada significativa de tropas estadounidenses en el futuro cercano, lo más importante no es que el presidente esté a punto de romper una de sus más fervientes promesas electorales. Más bien, eso confirma de nuevo –como si hubiera necesidad de confirmarlo– que en los principales temas de política exterior la diferencia entre los presidentes Bush y Obama se halla solo en la retórica y los ejercicios cosméticos que despliegan para satisfacer a sus respectivas bases de votantes.

Esto no solo es válido para Afganistán e Iraq. Lo es también para el noreste de Asia, México y América Central, y para el África subsahariana, por mencionar tres áreas en las que las políticas de ambas administraciones han sido prácticamente idénticas. Pero nunca ha sido tan evidente la continuidad entre las dos presidencias como en la llamada “Larga guerra contra la yihad”, sobre todo en Afganistán, en el Cuerno de África y en algunos países del Sahara donde operan el Comando Africano del ejército estadounidense y jsoc –el Comando de Operaciones Especiales (una de las instancias involucradas en el ataque contra Osama bin Laden en Abbottabad). Los cambios recientes en la cia y el Departamento de Defensa –Leon Panetta irá de Langley al Pentágono para reemplazar a Robert Gates, designado por Bush, y David Petraeus, cuyos ascensos deben mucho al expresidente Bush, será nuevo director de la Agencia Central de Inteligencia– deberían haber eliminado las últimas dudas sobre este asunto. Aun así, los Donald Trump, Michele Bachmann y Dinesh D’Souza del mundo seguirán creyendo que el presidente Obama está extremadamente lejos de la corriente principal de la política estadounidense.

En los noventa se decía que lo que fue un lugar común en Washington durante la Guerra Fría, bajo administraciones demócratas y republicanas –que la política termina a la orilla del agua–, había sido desacreditado. En todo caso, sucede lo contrario. El bipartidismo está vivo y está sano, y no contento con una guerra en Afganistán que va mal, ahora está impulsando una expedición en Libia que no ha sido sancionada por el Congreso y para la cual hay muy poco entusiasmo popular. Pero entonces, los presidentes estadounidenses de ambos partidos han mostrado una resistencia cada vez mayor a aceptar la idea de que su poder para declarar la guerra debe estar restringido por el Senado o la Cámara de Representantes. Y –como quedó claro con Libia, cuando el presidente consultó a la Liga Árabe, a las Naciones Unidas y a la otan pero no al Congreso–, cuando se trata de desplegar a las fuerzas armadas estadounidenses el presidente Obama ha sido algo más arbitrario que el presidente Bush.

Nadie puede decir con certeza cuál es la misión en Libia, aunque uno supone que es, o pronto será, propiciar un cambio de régimen. En Afganistán la misión es la misma desde hace tiempo: la construcción de la nación –George W. Bush se burló de este término durante su campaña presidencial en el 2000, pero después aprendió a apreciarlo en espíritu, aunque no en nombre, justo como Barack Obama, durante su campaña contra John McCain, prometió disminuir “la mezcla de terrorismo, drogas y corrupción que amenaza con sofocar aquella nación”. El problema es que Estados Unidos combate solo a los responsables del terrorismo, los talibanes y Hezb-e-Islami. En cambio, la mayor parte de las drogas y la corrupción –que sí pueden comprometer la estabilidad de Afganistán, a diferencia de la insurgencia, que a pesar de lograr algunos éxitos de campaña no parece capaz de tomar una ciudad– resultan de acciones directas o indirectas de los aliados afganos de Estados Unidos. Entre estos aliados está el jefe tribal tajik, excomandante de la Alianza del Norte antitalibán y ahora primer vicepresidente del país, Mohammed Fahim, sospechoso de tráfico de drogas, o el caudillo uzbeko y antiguo títere de la Unión Soviética Abdul Rashid Dostum, famoso por haber encerrado, al inicio de la invasión estadounidense, a dos mil prisioneros talibanes en contenedores en los que después murieron todos asfixiados.

Y por supuesto, tenemos al presidente afgano Hamid Karzai.

 
 

Estados Unidos apoya al gobierno corrupto de Karzai desde hace más de diez años (2001-2011), una tercera parte del tiempo que Mubarak gobernó Egipto (1981-2011) y cerca de cuarenta por ciento del tiempo que Ben Ali estuvo al frente de Túnez (1987-2011). El propio Karzai ha admitido que su reelección estuvo manchada por el fraude; aunque eso podría hacer que pareciera un criminal algo más sincero que sus contrapartes egipcio y tunecino, en realidad no lo diferencia de manera significativa. ¿No se suponía que, después de la Primavera Árabe, Estados Unidos había superado aquella idea de “puede ser un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”, como se supone que Roosevelt dijo de Somoza? ¿O es que esta nueva política deja de ser válida al llegar al Hindu Kush? Obviamente sí. Y si acaso existiera la posibilidad de que funcionase, entonces uno podría justificarla apelando a la realpolitik. Pero, a pesar de que Afganistán está lleno de lo que Donald Rumsfeld proverbialmente llamó “conocidos desconocidos” y “desconocidos desconocidos”, no se necesita ser una mezcla de Dean Acheson, George Marshall y Henry Kissinger para reconocer que no es posible estabilizar un país mientras sus líderes lo saquean.

 

Desde que el presidente Obama tomó posesión han muerto 853 soldados estadounidenses en Afganistán, más del sesenta por ciento de todos los elementos estadounidenses muertos desde que la guerra comenzó hace más de una década. Muchos, muchos más han resultado heridos. Y, durante los últimos diez años, no solo los líderes históricos de Al Qaeda se mudaron a Pakistán (con la supuesta complicidad de algunos altos funcionarios pakistaníes, como parece dejar claro el hecho de que Bin Laden viviera en una villa junto a la academia militar del país), sino que Al Qaeda misma se ha extendido por el mundo, en un proceso que el exoficial de la cia y experto en contraterrorismo Marc Sageman ha denominado “yihad sin líder”. Sageman no minimiza el peligro que representa lo que llama la “Central de Al Qaeda” en Pakistán. Pero enfocarse en Afganistán y fantasear con que una derrota decisiva del talibán le quitaría al terrorismo yihadista un cuartel seguro y elemental para sus operaciones es no entender lo importante –y eso es exactamente lo que hemos hecho. Hoy, Al Qaeda en el Magreb, sus redes en Yemen y las células dispersas en Occidente y enlazadas únicamente por internet son una amenaza mucho mayor –por lo menos a largo plazo. En palabras de Sageman, “no advertir la evolución de la amenaza nos condena a seguir combatiendo en esta última guerra”.

Esta guerra ha durado casi diez años, no parece tener fin y cuenta con el respaldo ciego del presidente Obama y su nuevo equipo de seguridad nacional. Y mientras los soldados estadounidenses hacen esa última guerra, matando y muriendo en cantidades cada vez mayores para proteger Afganistán de una amenaza terrorista que cambió de residencia hace mucho tiempo, los especuladores y los narcotraficantes disfrazados de funcionarios de gobierno se comportan como… bueno, como los bandidos que son. En efecto, el ejército estadounidense los protege del talibán, mientras que la amenaza del talibán los protege de los estadounidenses porque, para poder ejercer presión real, Washington debe estar convencido de querer irse cuando amenaza con retirar a sus tropas, a menos que haya reformas reales. Pero, como se deduce de los nombramientos de Panetta y Petraeus, el gobierno de Obama ha decidido avanzar a marchas forzadas en dirección contraria. Mientras tanto, en un suburbio lúgubre de Düsseldorf, una urbanización de Bradford, una barriada en las afueras de Alejandría, una mezquita en Kano o un mercado en Mali, aquellos que son una verdadera amenaza nutren sus agravios, afilan su voluntad y aprenden su oficio. ~

David Rieff

 

Traducción de Pablo Duarte

© The New Republic

 

La teatralidad del asesinato de Bin Laden

Bien hecho, Barack Obama. Enhorabuena, Seals de la marina. Matar a Osama bin Laden, denominado en código “Gerónimo”, fue una operación militar impresionante. Pero eso es todo. El resto es puro absurdo.

Las oleadas de entusiasmo y alegría que han barrido el mundo, incluido Israel, no son más que una engañosa cortina de humo que se evaporará inmediatamente. Al igual que la boda del siglo celebrada en abril, la celebración del asesinato en mayo no fue más que un acontecimiento hollywoodense sacado de toda proporción.

 

Pero, aunque mucha gente no se tomó los fastos de la boda muy en serio, las celebraciones por la muerte de bin Landen han creado montañas de emociones grandilocuentes que no significan nada. Entre las preguntas inquietantes, que casi nadie se atreve a pronunciar, es por qué matar a Bin Laden en lugar de capturarlo vivo y, sobre todo, por qué lanzar su cuerpo al mar e impedirle ser enterrado como hasta un perro merece.

Es importante señalar que el mundo no ha cambiado en absoluto desde esa operación. ¿Un mundo más seguro? Por supuesto que no. ¿Un mundo mejor, más moral? Muy dudoso. Bin Laden merecía morir. No solo es responsable de la muerte de miles de estadounidenses y europeos, sino también de la de cientos de miles de musulmanes que fallecieron en las abominables guerras de represalia que Estados Unidos lanzó en respuesta a sus actos. Dio una pésima imagen de los musulmanes y extendió el odio contra ellos. Matar a Bin Laden fue un acto de venganza primaria, nada más y nada menos.

El imperio que contraatacó sigue siendo al menos tan odiado como lo era antes, y sigue en decadencia. Solo crece la popularidad de su presidente, pero eso es algo temporal. El ataque israelí de Entebbe en 1976 salvó vidas, pero no cambió nada en la historia; el primer ministro que dio la orden ni siquiera logró ser reelegido después de la operación.

Pero la muerte de Bin Laden ni siquiera salvó a nadie. Solo hizo feliz a mucha gente vengativa. El cuerpo de Bin Laden fue arrojado al mar, y antes los estadounidenses habían mostrado a Sadam Husein mientras le revisaban los dientes como si fuera un caballo examinado en la feria.

Ambos actos son despreciables, repulsivos e innecesarios. Como no podría ser de otro modo, Estados Unidos ha envuelto los detalles de la operación con la neblina de la guerra. ¿Iba armado Bin Laden? ¿Había una mujer en el complejo? ¿Hubo disparos? Nadie lo pregunta. ¿Por qué arruinar la mejor fiesta de la tierra? Israel, por supuesto, se unió a la orgía con gran entusiasmo.

Un ejército de generales y comentaristas, que esperan entre bastidores asesinatos como estos, aparecieron en los estudios de televisión y airearon orgullosamente su íntima familiaridad con los Seals de la marina y cantaron honores a Estados Unidos. Oh, esa información de espionaje; oh, qué comandos. El mensaje subliminal es lo maravilloso que debe ser actuar sin un Alto Tribunal de Justicia, sin un Richard Goldstone o un B’Tselem. Como si nosotros no lanzáramos acciones como esa.

No hemos tenido un éxito similar con el rescate de Gilad Shalit. El resultado es más apoyo para los asesinatos y la tortura, e incluso menos posibilidades que antes de lograr un acuerdo para liberar a Shalit. Este es el daño local de la operación en Abbottabad. Después de los estallidos de euforia, el mundo despertará y descubrirá más actos de venganza e incluso un mayor odio contra Estados Unidos.

Esta operación al estilo Rambo no será lo que dé gloria a Estados Unidos. La única gloria posible procederá del regreso a los valores que declara –y han sido en su mayor parte vaciados de contenido–, de su actuación como verdadero líder del mundo libre.

No son Guantánamo y Abbottabad lo que hará de Estados Unidos la tierra prometida. El imperio puede haber contraatacado varias veces, pero hace mucho que traicionó sus obligaciones. El mundo musulmán sueña con Estados Unidos, trata inadvertidamente de poner en práctica su supuesto espíritu, y lo odia.

No es de sorprender que el único logro de Estados Unidos en los últimos años lo consiguiera sin disparar una sola vez ni conquistar un solo país. Su único logro surgió de su papel como ejemplo en Túnez, Bengasi y El Cairo, donde la gente quiere que sus países sean como Estados Unidos, pero no como los Estados Unidos de los Seals de la marina, de los lanzadores de cadáveres.

Quieren los Estados Unidos de los principios que estos proclaman, los que afirman con altivez y traicionan una y otra vez. Matar a Osama bin Laden tal vez fuera necesario, pero no fortalecerá al imperio ni detendrá su decadencia.

Solo si Estados Unidos recupera sus valores básicos y los disemina volverá a ser el líder del mundo libre, no solamente el líder del imperialismo moderno. Hace unos dos años y medio, Estados Unidos pareció haber elegido como presidente a una persona que comprende eso, pero esa esperanza está en camino a ser arrojada por la borda. ~

Gideon Levy

 

Traducción de Ramón González Férriz

© Haaretz

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(Brooklyn, 1952), crítico, editor y, desde 1983, editor literario de The New Republic. Es autor de Kaddish (Vintage, 2009), entre otros libros.


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