Hace unos dĆas, Carlos Mota, columnista de economĆa y negocios, usĆ³ su espacio en El Financiero para arremeter contra el cineasta mexicano Amat Escalante, ganador del premio de mejor director de la 66 ediciĆ³n del Festival de Cannes por la pelĆcula Heli, que ha sido descrita como un descenso al infierno y un acercamiento crudo y explĆcito a la violencia del narcotrĆ”fico.
En su texto, el periodista no solo expresa su negativa a ir al cine a mirar escenas que lo hagan vomitar; equipara la cinta premiada con un acto de traiciĆ³n a la patria y manifiesta aƱoranza por un pĆ”rrafo eliminado del artĆculo 22 constitucional que establecĆa la pena de muerte para los traidores a la patria, ya que —dice Ć©l— “por lo menos servĆa pa'l calambre”.
El columnista asume como positivo el uso del miedo para ponerle lĆmites a los otros; que el artista y el periodista se la piensen dos veces antes de abordar temas como la violencia, que pueden proyectar una imagen negativa de MĆ©xico, porque su libertad y su vida podrĆan estar en peligro. Mota disocia las libertades que pueden ejercer los demĆ”s de las que le permiten a Ć©l escribir y desacreditar una pelĆcula que, a propĆ³sito, no ha visto.
En el artĆculo no hay un solo argumento —no puede haberlo cuando no se conoce la obra de la que se habla— y sĆ una profunda ignorancia. La libertad de expresiĆ³n amplĆa, como ninguna otra, las posibilidades de formarse una opiniĆ³n porque garantiza el acceso a muchas corrientes de informaciĆ³n y da a los ciudadanos oportunidad de valerse de ellas para mantener un punto de vista, cambiarlo o disputarlo con otros. El cine no estĆ” exento de esas consideraciones.
Como lo expresĆ³ la Corte Interamericana de Derechos Humanos al corregir el fallo que prohibĆa en Chile la exhibiciĆ³n de La Ćŗltima tentaciĆ³n de Cristo, de Martin Scorsese, la libertad de expresiĆ³n no se agota en el reconocimiento teĆ³rico del derecho a hablar o escribir, sino que se vincula con el derecho a utilizar cualquier medio apropiado para difundir el pensamiento y hacerlo llegar al mayor nĆŗmero de destinatarios. Como se ha seƱalado repetidamente, en una sociedad democrĆ”tica, todas las expresiones tienen valor, incluso aquellas que inquietan u ofenden, y eso se llama pluralismo, tolerancia.
A propĆ³sito de la cuestiĆ³n, el pasado 11 de mayo, el escritor italiano Roberto Saviano iniciĆ³ una discusiĆ³n interesante en un artĆculo titulado “Fuera matones de nuestro Twitter” (Fuori i bulli dal nostro Twitter), en el que advierte del peligro de darle derecho de ciudadanĆa al insulto y la difamaciĆ³n en las redes sociales y acostumbrarse “a la tempestad de mierda de los mensajes sin contenido relevante”.
Saviano subraya que el lenguaje construye un modo de estar en el mundo y apoya la expulsiĆ³n de quien insulta hasta el punto del acoso; que abran su fight club personal en otro lado, dice convencido de que “las reglas y la marginalizaciĆ³n de la violencia y de la trivialidad salvarĆ”n la comunicaciĆ³n en las redes sociales”.
Entra entonces a la escena Theresa May, ministra del Interior britĆ”nica, quien luego del asesinato de un soldado perpetrado en Londres por dos extremistas, ha sugerido otorgar mayores poderes al gobierno para monitorear la actividad de los ciudadanos en la red y prohibir la presencia en los medios de comunicaciĆ³n de lĆderes religiosos o polĆticos con discursos que se estime que fomentan actitudes extremistas, para proteger a las audiencias del daƱo de sus opiniones.
En un texto publicado hace apenas unos dĆas, Timothy Garton Ash proponĆa una salida interesante que puede hacerse extensiva a varios Ć”mbitos: “la forma de luchar contra estos predicadores del extremismo violento no es prohibirlos, sino aceptar su desafĆo en todos los medios”, contrarrestar las visiones fanĆ”ticas por medio de oponerlas a otras visiones opuestas, aprovechando incluso las herramientas que ofrece internet para ello. Inteligencia y argumentos contra aƱoranzas autoritarias.
Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).