Encuentro un gran aviso en la primera página de Le Monde, La nuit d’en face (La noche de enfrente), y se agrega que es un filme de “Raoul Ruiz”. No se indica la nacionalidad del autor, y quizá con razón. Tendríamos que preguntarnos si Raoul es lo mismo que Raúl. El Ruiz de esta película, sin embargo, está muy cerca de su infancia chilena, del tono de la conversación de Chile, de expresiones, modismos, chistes intraducibles. El paisaje urbano es de una chilenidad completa. Es una Antofagasta y supongo que un Valparaíso de interiores, de rincones, de ambientes soñados. Nos aseguran que la historia está basada en textos de Hernán del Solar. Me quedo pensativo. Hacer que un relato chileno, de aire inconfundible, pase por una pantalla francesa, con naturalidad, con una presencia tranquila, con el tono adecuado, es una hazaña curiosa. El último Raúl Ruiz menosprecia el exceso, consigue un equilibrio, llega a un remanso, inventa una nostalgia en lugar de narrarla en forma meticulosa. Es una historia sin historia, desde luego, un flujo narrativo sin resultados tangibles, sin propósitos de cerrar nada.
Dije dos palabras antes de ver el filme, sin mayores antecedentes, y se me ocurrió hablar de las relaciones de mi generación, y de la generación suya, un poco más joven, con el surrealismo en su forma criolla, con personajes como Teófilo Cid, Braulio Arenas, Jorge Cáceres, con ambientes y proyectos de esa época. Pues bien, la película me llevó por un camino parecido. Raúl hizo en sus años maduros un cine cada vez más narrativo, más armado: filmó historias decimonónicas, batallas, dramas familiares. Alcanzó por momentos los tonos, los ritmos, los ambientes de la novela del siglo XIX. Hizo, por otro lado, su homenaje a Marcel Proust y su homenaje a Camilo Castelo Branco. Entró en misterios de París y de Lisboa. Ahora llegó a un terreno más oscuro, más resbaladizo, y quizá se acordó del surrealismo que antes veíamos desde Santiago: el de Luis Buñuel en La edad de oro y en Un perro andaluz, para citar modelos más bien obvios. Es decir, su trabajo consistió en emprender una larga aventura que ya no renegaba de la tradición y volver, en la última vuelta del camino, a la informalidad, a la apertura, a las formas instantáneas, oníricas, reiterativas, de los orígenes.
La noche de enfrente es, entonces, un misterio de Antofagasta o de Valparaíso, pero es más que eso. Es el gran misterio, el que está al otro lado de la noche común, al otro lado del espejo. Al comienzo me irritó, quizá por su lentitud deliberada, por su escasa consideración con el sufrido espectador, pero después la película, sin tomar en cuenta mis reacciones iniciales, emprendió por su cuenta y riesgo un trabajo interno interesante: una elaboración y una construcción. “Una extravagancia que nos gana sin que nos demos cuenta”, dice una frase citada en el aviso comercial. No es una mala frase. Confieso que a mí me ha ganado tout en douceur, como afirma el crítico en la lengua original.
Hay imágenes del interior de esa zona costera del centro del país: de Quilpué, por ejemplo, donde la memoria de Raúl y la mía coinciden, donde se producen vasos comunicantes. Pasé parte de mi infancia en un cerro de Quilpué, encima de la estación de tren y de la plaza, en compañía de mi abuelo materno, que tomaba clima para su asma. Quilpué volvió al primer plano en el cine de Raúl. Quilpué también aparece en mis memorias recién terminadas. Escribir sobre episodios muy remotos en el tiempo conduce a la ficción en estado puro, a que el recuerdo, borroso, se transforme en fantasía. Me acuerdo de una llama que escupía a los niños que se detenían durante demasiado rato a contemplarla, de una piscina donde el agua salía de la boca de un león de piedra, de eucaliptos, de gallineros escalonados en las faldas del cerro de La Reina, llenos de gallinas Leghorn, uniformemente blancas, rectángulos de blancura en el anochecer del cerro. La última película de Raúl Ruiz es un diálogo con la muerte cercana y no sé si se propone superar la muerte, o perderle el miedo, o establecer con ella una relación amistosa. La perspectiva infantil mayor, del hombre viejo desdoblado en niño, le da un aspecto más punzante. Nos desconcierta, nos intriga, nos conmueve. En el hombre de cine siempre literario que fue Raúl, el mundo del libro, de los escritores, se mete por resquicios diferentes. El niño se encuentra en la playa con uno de los personajes de La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson. Jean Giono, el novelista de El húsar en el tejado, que interesó a Ruiz en alguna etapa de su vida, aparece de profesor de letras en una escuela de Antofagasta. ¿Por qué Giono? ¿Y por qué no?, parece replicarnos el autor. En su escuela, para niños antofagastinos y para viejos niños, el maestro Giono enseña un poema de Mallarmé. Mallarmé en Antofagasta, entre malecones carcomidos y pingüinos que vuelan y se escarban las plumas, entre roqueríos, arenales, salares. El profesor Giono se irrita ante la dificultad de sus alumnos para comprender los versos herméticos, indescifrables, de Stéphane Mallarmé, quien, a su vez, como es muy conocido en la historia literaria francesa, fue un profesor cascarrabias, aparte de uno de los más grandes poetas de esta lengua.
¿Qué papel juega la reaparición de la Portada de Antofagasta en La noche de enfrente? Estamos ante una obra de ritmo, de repeticiones misteriosas, de temas binarios, de ciclos temporales y mentales. La muerte del autor nos obliga a verla y leerla en forma retrospectiva. Es un juego sobre la muerte inventado por un condenado a morir. Pero todos estamos condenados: el juego es para todos nosotros. ~
(Santiago de Chile, 1931 - Madrid, 2023) fue escritor y diplomático.