It’s Britney, bitch

Las memorias de la cantante confirman un cambio de época en el que se habla más, y con mayor empatía, sobre la salud mental, los abusos de los medios masivos y la dignidad que se merecen incluso las personas famosas.
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I need to make mistakes just to learn who I am.
“Overprotected” (2001)

El 9 de septiembre de 2007, yo trabajaba en un periódico y la tele de la oficina transmitía la ceremonia de los MTV Video Music Awards, con la intención de que la redactora de espectáculos pudiera hacer una nota. De aquella noche solo recuerdo el grito adolorido de uno de los diseñadores, fan devoto de Britney Spears, que no pudo disimular su espanto frente al número musical de “Gimme more”, en el que una Britney con el rostro desencajado deambulaba por el escenario sin dejar asomar algo que pudiera considerarse un paso de baile. Casi de inmediato, aquel show pasó a la historia como el punto de quiebre en el que la cantante más exitosa de los dos miles se abismó a una espiral de locura que incluyó excesos, peleas con los paparazis, una memorable foto con el pelo rapado a cero y escasas apariciones en el hit parade. A decir de algunas fuentes, hasta la acreditada Associated Press preparó un obituario de Britney “por si acaso” después de la desastrosa actuación.

Quince años más tarde, la historia terminó por reivindicar a la llamada “princesa del pop”, que no fue más el mal ejemplo que publicitaron padres y tabloides para convertirse en un modelo de lucha por la autonomía y la emancipación. La mujer que soy, sus bien pagadas memorias recién salidas del horno, confirma un cambio de época en el que se habla más, y con mayor empatía, sobre la salud mental, los abusos de los medios masivos y la dignidad que se merecen incluso las personas famosas. El libro aparece dos años después de que un tribunal extinguiera el control que, no solo su padre, sino un ejército de abogados, médicos y terapeutas ejerció sobre la cantante por más de una década, y, si bien busca abarcar su niñez, su ascenso como superestrella internacional gracias a su álbum Baby one more time (1999) –cuando todavía era menor de edad–, y sus relaciones con Justin Timberlake y Kevin Federline –con quien tuvo dos hijos–, es claro que los primeros veinticinco años se despachan con cierta prisa para llegar con rapidez a 2008, la fecha en que su situación adquirió un tono dramático y se podría decir orwelliano.

Lo que su madre, Lynne Spears, había descrito en su temprano libro Through the storm (2008) como “la historia de una sencilla mujer sureña cuya familia quedó atrapada en un tornado llamado fama” resultó ser una verdad a medias. Si en aquel testimonio la señora Lynne detalló los sufrimientos de tener una prole demasiado pública, entre ellos el horror que le había provocado ver a su adorable hija trasquilarse el pelo como personaje de Mujercitas, en La mujer que soy Britney deja en evidencia que buena parte de ese dolor había sido responsabilidad de la misma Lynne y del resto de su familia: Jamie Spears, Bryan y Jamie Lynn. En el fatídico 2008, una serie de escándalos alimentados por la prensa –y que hicieron dudar a media humanidad de la cordura de Britney– le otorgó a Jamie Spears, su padre alcohólico y desempleado, el pretexto ideal para solicitar una “curatela”, una inconcebible figura legal destinada a las personas que no pueden valerse por sí mismas. La Corte del condado de Los Ángeles puso los bienes de la cantante, pero también su individualidad, bajo el control del señor Spears y de un abogado, juro que esto es cierto, de apellido Wallet (en inglés, ‘billetera’). De acuerdo con un tribunal, Britney no estaba en condiciones de tomar decisiones que involucraran sus ganancias, su alimentación o sus hábitos cotidianos, de modo que el señor Billetera trabajaba básicamente para mantener a Britney alejada de su propio dinero, mientras el padre imponía –a través de un equipo de seguridad que revisaba la ausencia de alcohol en sus reuniones, citas románticas que no podían llevarse a cabo sin antes conocer el historial médico de los pretendientes y micrófonos escondidos en su domicilio– un régimen de vigilancia que habría sido la envidia de cualquier gobierno totalitario.

Lo que inicialmente iba a ser una custodia excepcional de pocos meses se fue extendiendo, con el beneplácito de padres, hermanos y demás gente involucrada, en un sometimiento de trece años, tiempo en el que Britney nunca dejó de trabajar ni de pagarles a todos, incluido el personal que la mantenía a raya sin su consentimiento. Privada de su intimidad, de la comida chatarra que le gustaba y de las decisiones creativas sobre su obra –en los casi 250 conciertos que ofreció en Las Vegas entre 2013 y 2017, tenía prohibido intervenir canciones, sugerir arreglos o cambiar las rutinas de baile–, Britney empezó a sentir que su cuerpo “no le pertenecía”, un convencimiento que, de una u otra manera, va ganando resonancia a lo largo de La mujer que soy.

Ese despojo se fue incubando desde tiempo atrás y explica en retrospectiva su desangelada presencia en los MTV Video Music Awards de 2007: “No quería hacerlo, pero mi equipo me presionaba para dejarme ver y demostrarle al mundo que estaba bien –en otras palabras: para redimirse de la célebre afeitada–. El único problema de ese plan era el siguiente: yo no estaba bien”, asegura en su libro. Por si fuera poco, los temas de juerga, las letras sobre promiscuidad e incluso el simple grito de guerra (It’s Britney, bitch) con el que iniciaba su álbum Blackout, de ese mismo año, fueron un regalo para sus detractores. La imagen propagada por los paparazis de una mujer que disfrutaba largas noches de libertinaje al lado de sus amigas Paris Hilton y Lindsay Lohan, sin importarle un carajo sus hijos, la persiguió a partir de entonces y le impidió cosechar los frutos de la que consideraba su mejor producción. Aunque Blackout ofrecía algo parecido a la experimentación, gracias a los sonidos oscuros y voces distorsionadas que la alejaban de las cursis baladas de sus primeros discos, Britney “tenía la sensación de que la gente solo quería hablar de una cosa: de si era o no una buena madre. Y no de cómo había conseguido producir un álbum tan potente mientras sostenía a dos bebés en las caderas y era perseguida por docenas de hombres peligrosos un día sí y el otro también”.

El juicio de los medios –como el de la reportera de la Rolling Stone que sentenció que Britney “no era más la novia de Estados Unidos” porque se había convertido “en una especie de pantano endogámico, que fuma sin parar, no se arregla las uñas y le responde a gritos a la gente que le pide fotos para sus hermanas pequeñas”– confirmaba la apreciación de la cantante de haber estado demasiado tiempo a disposición de los demás. De ahí que el cese de la curatela en noviembre de 2021 le dé a su autobiografía un toque de esperanza entre tanto drama, en especial si su madre se había curado en salud más de una década antes con Through the storm (en donde admite, con cierto cinismo: “Si buscas un manual para padres, este es el libro equivocado”) y hasta su hermana menor Jamie Lynn había publicado el año pasado sus propias memorias de celebridad fallida, Things I should have said, en las que se negaba a “sentirme culpable por cosas que no había hecho” y aseguraba haber “pasado la mayor parte de mi vida protegiendo a Britney, incluso si no era lo mejor para mí”.

Con esos elementos a la mano, el lector extraña –en un testimonio, como La mujer que soy, que pretende dar un carpetazo final al asunto– que la princesa del pop dedique tan poco espacio a su experiencia como artista infantil, a mi modo de ver el momento clave para explicar los sucesos posteriores. Si bien admite que una parte de ella ha sido muy exigente en sus responsabilidades de persona adulta mientras otra parecía arrastrarla de nuevo hacia la niñez, Britney no es capaz de ver en su etapa de chiquilla crecida en Luisiana, en el llamado “cinturón bíblico” de Estados Unidos cuya constante es la sumisión a una autoridad sobrehumana que vela por el propio bien, y formada a los doce años en el programa de televisión El club de Mickey Mouse, cuyas estrellas recibían un entrenamiento, más bien un moldeamiento, a gusto de la compañía para poder representar sus valores fuera de los foros, una falta de libertades y derechos que tiempo después se reproduciría casi con exactitud en el periodo más oscuro de su vida. Uno tiene que ir a otras fuentes –alguna de las numerosas biografías disponibles desde hace mucho, como la de Christopher Heard Little girl lost (2010)– para llenar esos vacíos y conjeturar que acaso Britney no advierta esos problemas porque ha llegado a considerar la formación cristiana y profesional de sus primeros años una parte entrañable de su personalidad.

Lo que sí muestra la cantante a lo largo de La mujer que soy es una particular agudeza a la hora de describir los efectos de la curatela como algo que podría verse en una película de terror, digamos La invasión de los ladrones de cuerpos. En una de las escenas centrales de su libro, Britney relata que se había acostumbrado a acumular facturas en un cuenco de su casa (mientras otras celebridades tenían pasatiempos como la heroína o la destrucción de cuartos de hotel, la princesa del pop se distraía calculando sus deducibles de impuestos). El día en que Jamie Spears tomó posesión de la casa y estableció su despacho ahí, se deshizo de aquel cuenco, símbolo, vaya imagen, de independencia personal. “Solo quiero que sepas que ahora mando yo”, le hizo saber su padre mientras la cantante se quedó mirándolo sin idea de qué hacer.

“Ahora yo soy Britney Spears”, dijo para terminar. ~

Britney Spears
La mujer que soy
Traducción de Verónica Canales Medina, Noemí Risco Mateo y Marta de Bru de Sala i Martí
Ciudad de México, Plaza & Janés, 2023, 320 pp.

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es músico y escritor. Es editor responsable de Letras Libres (México). Este año, Turner pondrá en circulación Calla y escucha. Ensayos sobre música: de Bach a los Beatles.


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