La poética del espacio

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Arquitecto, escenógrafo e iluminador, es uno de los grandes artistas de la escena nacional. A lo largo de más de trescientas obras, ha colaborado con directores como Margules, Mendoza, Juan José Gurrola, Julio Castillo, Luis de Tavira o Yoshi Oida, por mencionar algunos. En uno de sus ensayos, Hugo Hiriart lo llamó “el ojo más rápido del teatro mexicano”. En 2001, recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes y, en 2004, el Distinguished Artist Award que otorga la ISPA (International Society of the Performing Arts). Recientemente celebró sus cincuenta años de trabajo en el Palacio de Bellas Artes con la exposición Alejandro Luna, cinco décadas de trabajo.

 

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¿Cómo empezaste a hacer teatro?

La verdad es que mi primer acercamiento fue sexual. Yo estudié toda la vida en colegios maristas donde solo había hombres. Cuando entré a la escuela de arquitectura de la UNAM, en 1957, había mil alumnos de los cuales diez eran mujeres. En Ingeniería no había ninguna mujer. Como te podrás imaginar, la proporción novecientos noventa a diez era inclemente. Y yo tenía un amigo que estudiaba teatro. Comencé a visitarlo y descubrí que las mujeres más guapas y liberales estaban en Filosofía y Letras, donde la proporción era inversa. Empecé a meterme a las clases. Me fui encontrando con mundos que en arquitectura ni los soñaba. En las mañanas iba a Arquitectura y en la tarde a Filosofía y Letras. Y empecé a actuar en un grupo, pero como sabía dibujar, hacer cálculos, presupuestos, etcétera, me encargaban las escenografías. En ese tiempo, entré a la clase de producción teatral que daba Antonio López Mancera.

 

¿Y él trabajaba con la antigua idea del decorado teatral o ya era un escenógrafo?

Estaba en la transición, aunque la mayor parte de su terminología se refería al teatro bidimensional. El caso es que me llamaban a actuar con la condición de que hiciera la escenografía. Eventualmente, me fueron llamando a hacer la escenografía con la condición de que no actuara. Trabajé mucho diseñando para el programa de teatro en las preparatorias, que dirigía Enrique Ruelas. Él operaba siete teatros y yo diseñaba casi todo lo que se hacía en ellos.

 

¿Cómo eran los escenógrafos de esa época?

Había dos grupos. Por un lado, los de oficio, como López Mancera, Julio Prieto y David Antón, y por otro, los pintores: Soriano, Felguérez, Carrington, Cuevas y muchos más. Todos hicieron un par de escenografías en algún momento. Algunos, como Belkin, persistieron.

 

¿Y cuándo te diste cuenta de que estabas haciendo algo distinto, que estabas trabajando con otro marco conceptual?

Desde el principio. Siempre he sido muy analítico con mi trabajo. Tiene mucho que ver la arquitectura. En la escuela, en esa época, eran muy racionalistas, todo tenía que ser funcional. La escenografía era algo peyorativo. Hablaban tan mal de ella que eso me inquietó mucho. Había algo perverso que me gustó, pero estaba en una encrucijada porque la pintura no me interesaba. No soy capaz de pintar un cuadro en la mañana. Me parece idiota. Y hacer un teatro de papeles y telas pintadas de ladrillos me daba asco. Desde mis primeros trabajos, quise hacer algo que no tenía que ver ni con el realismo ni con los pintores. Rápidamente, me di cuenta de que yo pensaba el teatro en términos de espacio.

 

Con frecuencia, la historia del teatro se enseña como la historia de la literatura dramática, lo cual está muy lejos del hecho escénico. Y cuando se habla de la historia de la representación es común que todo el mérito se le atribuya al director. Sin embargo, en tu caso es muy claro que tú eres el común denominador de muchas de las puestas en escena que consolidaron el teatro mexicano contemporáneo.

Es común que el mérito se le atribuya al que escribe porque los textos, dramáticos o teóricos, sobreviven. Y por supuesto, eso es muy engañoso. Por ejemplo, si ves los montajes de Wagner de sus propias óperas, no coinciden en nada con su idea de teatro total. Eran muy decimonónicos. Eso lo concreta escénicamente Adolphe Appia, que fue un visionario fantástico: el primero en entender que es la luz la que determina el espacio. ¿Qué sería de los ballets rusos sin los pintores? Nadie le da crédito a un escenógrafo maravilloso como Viktor Simov que hizo posible la etapa naturalista de Stanislavski. Era un tipo absolutamente radical. Metía un río en escena, ampliaba los cuartos hasta los camerinos. Quítale el constructivismo a Meyerhold, ¿y qué queda? El teatro es un ejercicio de visiones colectivas, hasta contradictorias, y por eso es interesante. Yo me siento afortunado porque he trabajado con muchos directores interesantes, gente muy particular, y tal vez no he tenido un estilo definido, categórico. No me ha importado. Para mí el trabajo ha sido siempre junto con el director.

 

¿Cómo ves el panorama del teatro hoy?

Creo que para hablar del teatro hay que ser más general. Después del ciclón posmoderno, no sabemos dónde estamos. Y el teatro no puede estar exento de esto. Es un momento muy confuso, lleno de incertidumbre. Creo que, desde hace mucho, las artes plásticas han tendido hacia el teatro como una manera de expresarse en el presente. Es algo que ha ocurrido a lo largo del siglo XX: los cinetistas, el futurismo, el op art, el happening, el performance, las instalaciones usan el vocabulario del teatro. Y, por otro lado, la arquitectura se literaturizó con el delirio posmoderno y terminó por asaltar el lenguaje escenográfico, que tanto se despreciaba cuando yo era estudiante. Arañas en las fachadas, perros en los techos, y no sé cuánta cosa que se hace hoy, ha dejado a la arquitectura en otro lugar, muy teatral. Y siento que los que hacemos teatro no hemos reaccionado a eso. Muchos siguen trabajando como si no hubiera pasado nada. Pienso que no hemos sabido decir: “Ah, pues si de eso se trata, nosotros lo hacemos mucho mejor. ¡Si yo he hecho eso toda la vida!”

 

Una parte importante de la producción escénica contemporánea está en un momento de fusión de las disciplinas. A veces es difícil saber si lo que estás viendo es una obra teatral, una pieza de danza, una película o un concierto.

Lo he visto en la Cuadrienal de Praga. Está lleno de instalaciones, performances, intervenciones de arquitectura. Ya no ves teatro.

 

Pareciera que la Cuadrienal ha cambiado su definición de escenografía. En la última edición, en 2011, la medalla de oro de arquitectura teatral la ganó un proyecto de intervención. Un grupo mexicano, Teatro Ojo.

Sí, eso desde luego me dio mucho gusto. Pero no dejo de pensar que la primera cuadrienal, que se hizo en 1967, era una especie de acta de independencia de la escenografía. Antes de eso se nos juzgaba en la Bienal de São Paulo. Había una parte que llamaban bocetos teatrales o escénicos. La Cuadrienal fue un esfuerzo para independizarnos de la plástica, definirnos teóricamente. Cuarenta y cinco años después regresan las artes plásticas y la arquitectura.

 

¿Por qué no tiene más presencia internacional el teatro mexicano?

Faltan más compañías. Nosotros trabajamos individualmente. Nos juntamos para hacer proyectos específicos y luego nos disolvemos. Trabajando así, es difícil que los montajes puedan tener una vida larga. Los grandes festivales programan con mucha anticipación. Si alguien quiere una obra nuestra en el 2014, no sabemos si podremos estar ahí porque tal vez el grupo esté desintegrado haciendo otras cosas. Para tener compañías estables se necesita más dinero. ~

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(ciudad de México, 1969) es dramaturgo y director de teatro. Recientemente dirigió El filósofo declara de Juan Villoro, y Don Giovanni o el disoluto absuelto de José Saramago.


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