De todas las revoluciones oficiales, la cultural siempre es la más sospechosa. Peor aun si, además de revolución cultural, el decreto incluye que también sea "bolivariana" y "liberadora". Casi nada. Y todo por el mismo precio.
La palabra proceso vive tiempos de uso (y abuso) frecuente en Venezuela. Con gusto, Nabokov propondría obligatorias comillas para tratar de estrujarle algún contenido al término. Como adivinan: el proceso es todo. Que es lo mismo que decir: el proceso es cualquier cosa. O nada. O un tan siquiera que ya ni se pronuncia y, levemente, puede vagar sobre la inocencia de tres puntos suspensivos. Sin embargo, con euforia o en silencio, después de dos años de gobierno, el proceso por fin ha llegado a la cultura.
Suelen las revoluciones requerir protagonistas con egos inflamables, tentados siempre por las más diminutas miserias de su vanidad. Sólo así se entiende que el cambio de nómina en los más importantes cargos del sector cultural del Estado venezolano se bautice pomposamente como la "revolución cultural". El intelectual venezolano Simón Alberto Consalvi, en su columna dominical, tras repasar los desastrosos ejemplos que gentilmente nos ofrece la historia, fue certero al concluir que nuestra patriótica revolución "cultural, bolivariana y liberadora" no es más que una "majadería". Hasta ahora, sólo cuenta con un anuncio del presidente Hugo Chávez durante uno de sus maratónicos programas radiales: el nombramiento de nuevos directores de museos, editoriales, bibliotecas dando por descontado, por supuesto, que quienes ocupaban esos cargos estaban, a partir de ese instante radiofónico, despedidos.
Hasta ahora, eso es todo lo ocurrido. Entre los salientes, hay personas muy meritorias e imprescindibles a la hora de ponderar la gerencia cultural de los últimos años. Entre los entrantes, también. Lo demás es material para el codazo y las esquinas: que si el método utilizado fue inadecuado, que todo ha sido parte de una maniobra dentro del propio sector, que el actual responsable del Ministerio de Cultura fue en los oscuros años de la democracia ficticia el promotor de un museo en honor a Carlos Andrés Pérez. El mercado del comentario pequeño, noble o mezquino, nada más. Las invocaciones al proceso, de ahora en adelante, sólo serán un renglón más a la hora de presentar proyectos y buscar presupuesto.
Sin embargo, más allá o más acá de las instituciones y de los espacios que controla el sector, sí hay una pretensión de cambio cultural en el país. Una pretensión más peligrosa y amenazante que una redistribución de cargos públicos. Es la idea de un gobierno que se asume a sí mismo como protagonista de la transformación histórica, como administrador de la eternidad. Es un poder que propone un modelo militarizado de la vida social, que sataniza cualquier disidencia, que invita constantemente a la intolerancia, que ya ofrece una nueva versión de la historia patria, que sólo entiende la relación con los otros desde la sentencia religiosa: "Quien no está conmigo, está contra mí" dice a cada rato el presidente. Y esa frase, distribuida y democratizada por un poder que sólo gerencia las emociones, es más definitiva que un museo. Más peligrosa que una biblioteca. –
(Caracas, 1960) es narrador, poeta y guionista de televisión. La novela Rating es su libro más reciente (Anagrama, 2011).