En 1923 Daniel Cosío Villegas inauguró la cátedra de Socio- logía Mexicana en la Escuela Nacional de Jurisprudencia. “Es necesario advertir que [esta clase] se da por primera vez en una escuela del país –observó–. No hay, por consiguiente, ningún material de estudio preparado ya. Por el contrario, casi todo el trabajo del profesor se dedica a buscarlo, y en ocasiones –la mayor parte– a hacerlo.” El curso, que nunca se completó, fue puesto a disposición del público a través de unos folletos que recuperaban las versiones taquigráficas de los alumnos. “El texto, breve pero riquísimo –ha escrito Eduardo Mejía, responsable de una próxima edición de estas lecciones para El Colegio Nacional–, sigue vigente a noventa años de haberlo dictado; el retrato que hace del mexicano tanto en la vida social como en las actividades económicas, laborales, parece describir la actualidad de ciertos estratos socioeconómicos.” Con motivo de los cuarenta años de la muerte de Daniel Cosío Villegas, publicamos un fragmento de este material, que en su momento tuvo muy escasa circulación. ~
–La redacción
México tiene muchas malas reputaciones internacionales que casi siempre se deben al extranjero. Del mismo modo que en la actualidad la influencia yanqui es en la mayor parte de los casos perjudicial, ha sido en otros tiempos la de los españoles. Al español se debe la perniciosa leyenda de una riqueza fantástica de su territorio. Han sido los conquistadores –Hernán Cortés el primero, en sus cartas–, quienes fueron formando poco a poco la leyenda de nuestra enorme riqueza. Hernán Cortés escribe largas cartas al emperador Carlos V, en que habla constantemente del oro y de la plata, del rico plumaje de los indígenas, del paisaje admirable de la gran Tenochtitlán, de la corte de los emperadores aztecas y de los tributos que a ellos rendían los indígenas. Bernal Díaz del Castillo, en su deliciosa y admirable Historia, cuenta asombrado los presentes que envía el rey Moctezuma a Tlaxcala, al conquistador español. Uno de ellos, dice, es una enorme rueda de oro, tan grande como la rueda de una carreta, preciosamente labrada y cubierta toda ella de pedrería finísima. A medida que el conquistador se va extendiendo de la capital a los reinos que la circundaban, confirma la leyenda de una riqueza fantástica en México. Muchas vetas que parecían inagotables, de oro y de plata, fueron descubiertas y explotadas, y la leyenda subió hasta llegar a afirmar que por las corrientes de los ríos corrían grandes tejos de oro y de plata, y que existían montañas enteras de hierro y otros metales. En España se creía a pie juntillas la versión propalada por el conquistador respecto de nuestra increíble riqueza, y gran parte de los actos políticos y legislativos de los reyes españoles tuvieron como fin su mejor aprovechamiento. Alrededor de esta idea giraban instituciones tan complicadas como la Casa de Contratación de Sevilla, instituida para vigilar y encargarse del comercio internacional de la Nueva España; el nombramiento de virreyes y oidores estaba dictado también por la conveniencia del tesoro español, y aun la creación de instituciones educativas, como la antigua Escuela de Minería, obedecieron a esa idea. Más tarde, otros extranjeros –el barón de Humboldt, por ejemplo– siguieron apoyando la idea de que México era país extraordinariamente rico. El célebre viajante alemán habla siempre con entusiasmo del paisaje de México, lleno de color, de variedad, con flores, frutos y animales de especies rarísimas. Habla también de la arquitectura de iglesias y conventos. Es tema de los más elogiosos comentarios. La feracidad de la tierra, la bondad de los minerales, la altura de las cumbres, en fin, todo lo que significa paisaje y naturaleza de un territorio, son alabados con fino calor por el barón de Humboldt y hacen de la lectura de sus libros un verdadero placer. Más tarde son también extranjeros, que construyen ferrocarriles, que organizan grandes empresas como la de tranvías o luz y fuerza eléctricas, que explotan las minas o el petróleo, los que confirman la leyenda de nuestra extraordinaria riqueza. Por último, son los periódicos extranjeros y nacionales los que afirman en la conciencia popular esta leyenda, hablándonos todos los días de pozos petroleros que producen millares y millares de barriles de aceite.
No es solo, pues, el extranjero, sino también el mexicano el que piensa en el país como muy rico y el que da por concedido e indiscutible este juicio. Sin embargo, y a fuerza de ser muy ricos y de estar siempre pobres, hace algunos años un escritor serio, Justo Sierra, dudó un poco de la riqueza de México y en páginas elocuentes nos hace ver la existencia cierta de enormes riquezas, pero la dificultad para poder sacar de ellas alguna ventaja seria. Algunos años más tarde, Carlos Díaz Dufoo confirma las ideas de Justo Sierra y llega a fijar una fórmula: Somos naturalmente ricos, pero económicamente pobres, dice. Para este economista hay en el territorio de México mucha materia prima, pero el terreno es tan accidentado, tan irregular y tan difícil, la organización política tan pobre, la económica tan deficiente y las necesidades de la vida nacional tan apremiantes, que esa riqueza no se aprovecha y en muchos años no será posible aprovecharla. Materia prima existe, pero queda mucho por hacer en su explotación. Somos pobres económicamente, es decir, actualmente, pero si resolviéramos nuestros problemas, llegaríamos a ser ricos. Como hablaban los escolásticos, para Carlos Díaz Dufoo, en México hay riquezas in potentia, pero no in acto.
El pueblo mexicano, en su subconsciencia, no discutirá y, antes al contrario, aceptará sin resistencia esta opinión de Díaz Dufoo. Cree de modo definitivo –tanto tiempo así ha persistido la leyenda de riquezas fantásticas– que su país es muy rico y todo mexicano sabe que somos el primer productor de plata en el mundo y el segundo en petróleo. Si se negara a asegurar al pueblo de México que su país no es solo pobre económicamente, sino también naturalmente, al menos en parte, creería que solo un espíritu de pesimismo podría conducir a conclusiones que desmienten demasiadas apariencias. Sin embargo, no deja de haber muy serias razones para mostrarse un poco pesimista con respecto a la riqueza natural del territorio mexicano.
Hay ciertos hechos demasiado visibles y amargos que lo inclinarían a uno casi de golpe a creer en una pobreza definitiva e incurable del territorio mexicano. El empleado público, por ejemplo, sabe bien de esos retrasos en el pago de sus decenas por hechos tan fuera de su alcance, tan accidentales, como el incendio de un pozo petrolero o la falta de pago de impuestos de las grandes compañías de petróleo.
El comerciante de ropa o calzado en ciudades como la misma capital de la república, sabe también que su comercio depende del empleado público, el empleado público de la política y la política depende, a su vez, de las pasiones y de la ignorancia, de la pobreza también. Además, ¿por qué si México es país extraordinariamente rico, el 80% de su población vive en una situación de miseria visible? Puede decirse que es por pereza, por mala organización económica, por torpes e inmorales gobernantes o políticas, por ignorancia, por atraso en la ciencia y en la industria. De todos modos, esto es pobreza y pobreza de la peor especie. Significa indiscutiblemente falta de recursos.
Hemos hablado, por ejemplo, de que nuestros ríos no son aprovechables como vías de comunicación por su descenso rápido de la montaña al mar; hemos hablado, además, de que estos ríos solo en una región que puede calificarse de pequeña bañan el territorio suficientemente para que la industria agrícola prospere; del mismo modo, hemos hablado de que la mayor parte de extensión territorial, la correspondiente a las mesas del Centro y del Norte, no tiene propiamente un sistema fluvial de importancia, puesto que los ríos son poco numerosos, pobres y durante la época de seca se reducen a meros riachuelos. Hemos dicho también que el régimen de lluvias es pobre e inconstante, de una pobreza y de una inconstancia que palpamos: zonas vastísimas de nuestro territorio son completamente áridas y secas. Viajando por ellas se siente la asfixia de un clima caluroso y seco. Es visible que nuestra industria agrícola es pobre y que las cosechas de trigo, de maíz, de arroz, de frijol, son deficientes para saciar las necesidades nacionales, y los periódicos y estadísticas oficiales nos comprueban año por año que es menester encargar de países extranjeros todas estas riquezas que nos faltan y que significan –no hay que olvidarlo– la posibilidad de existencia para el país. La industria agrícola, que es siempre la base de riqueza más deseable para una nación, en nuestro país es deficiente no solo porque los métodos de cultivo son atrasados, no solo porque también las actividades más importantes del país están alejadas de ella, sino también porque hay pobreza en nuestro suelo, en el terreno mismo. Para que la agricultura en nuestro país pueda saciar nuestras necesidades, y aun, si así se quiere, llegar hasta la exportación regular de semillas, se necesitarán hacer en todo el territorio costosísimas obras, particularmente de irrigación, con objeto de captar grandes cantidades de agua que puedan servir para regar los terrenos cuando la época de seca hace sentir su influencia, y canalizar el agua en aquellas regiones que por demasiado húmedas se prestan solo a cultivos como el del arroz. Todo, pues, hay que esperarlo del esfuerzo y del ingenio nuestros. Por consiguiente, no debe ni puede esperarse nada del terreno y de la naturaleza. Esto quiere decir que, económicamente, somos pobres, pero también que el origen de nuestra pobreza económica es una pobreza natural. […]
Debe considerarse también que el mexicano, por su educación, por su temperamento y por la organización económica y social repetida y sancionada durante toda la existencia del país, no llegará a poseer nunca la riqueza minera. El mexicano es hombre dispuesto a comprar con veinte pesos un billete de la lotería, porque haciendo un pequeño esfuerzo tiene la esperanza, aun cuando sea remota, de obtener cien mil. Desde este punto de vista, le agrada y es partidario del azar; pero no es el mexicano quien va a poner toda su fortuna en una explotación que lo mismo puede duplicarla que hacerla perder de modo definitivo e irremediable. En países de organización económica realmente capitalista, como Estados Unidos, la fortuna y la riqueza se mueven rápidamente y por todas partes, de tal modo que puede asegurarse sin metáfora de ninguna clase que delante de cada norteamericano pasa varias veces por su mano la fortuna, la posibilidad de hacerse rico. En países como México, en que a pesar de toda la apariencia no tienen de verdad una organización capitalista ni democrática –al menos muy moderna y complicada–, la vida es quieta, es repetitiva, esencialmente conservadora. No solo en las costumbres sino en la vida económica, de tal modo que la fortuna y la grandeza económica se brindan a muy pocos, y cuando uno de estos privilegiados la adquiere, no la expone fácilmente en ninguna industria aleatoria, porque sabe cómo es difícil, casi imposible, rehacer en México una fortuna que se pierde. En el país, en efecto, una fortuna proviene de tres orígenes: generalmente de la herencia, muy generalmente también del robo y muy pocas veces del trabajo. Tanto en el primero como en el segundo caso, los individuos que poseen la fortuna no la han adquirido y por consiguiente no la saben trabajar: su deseo es conservarla a toda costa y por eso la invierten en lo que consideran inversión segura: la hipoteca, la compra de casas, o la explotación agrícola en pequeña escala. Respecto del que posee su fortuna por el trabajo, tiene la experiencia amarga y siempre presente de que ha llegado a una situación económica elevada venciendo todo género de obstáculos, no solo los naturales que existen en cualquier país, sino también luchando aun contra su propia educación, viciosa e igual a la de todos los mexicanos que se mantienen solo del empleo público.
Por eso el mexicano es dueño solo de la parte más conservadora y estable de las industrias del país. Y ese hecho que hemos observado y que es verdad: la poca movilidad de la riqueza, el estancamiento de las fortunas, es una nueva demostración de la pobreza económica de México. ~
Este fragmento proviene del tomo Sociología política, próximo a aparecer como parte de las Obras de Daniel Cosío Villegas en El Colegio Nacional.