Sí, nos hemos convertido en cyborgs, ¡¿y qué…?!
Me imagino el rostro de más de uno, el rictus desaprobatorio, la mirada que acusa, una voz que no termina de enunciar una especie de proclama: no podemos permitir que la tecnología nos deshumanice, no podemos permitirlo, no podemos. Pero la realidad puede ser bastante menos escandalosa que esto. Nos hemos convertido en cyborgs, nos estamos convirtiendo un poco en cyborgs, y tal vez lo único que hacemos al reconocer esta transformación que no es cosa menor es redefinir un poco lo que entendemos o solíamos entender por ser humano. Ampliando nuestros horizontes, dirían los clásicos.
Sé que juego con las palabras cuando digo que nos estamos convirtiendo un poco en cyborgs. La definición del diccionario nos dice que cyborg es un concepto que se deriva de cybernetic y organism organismo cibernético. Manfred Clynes, a quienes muchos atribuyen haber sido el primero en acuñar este término, allá por los años sesenta del siglo pasado, recogía en este concepto la creciente necesidad del ser humano por ampliar artificialmente sus funciones biológicas para poder sobrevivir en el espacio, allá afuera, lejos, en territorio hostil a la frágil humanidad. Es decir que desde sus orígenes, un cyborg era aquel ser humano que necesitaba de ayuda tecnológica para controlar, ampliar y expandir sus funciones. Con el paso del tiempo, sucedió lo que siempre con todos los conceptos que nos suenan entre misteriosos y seductores: el imaginario finisecular le adjudicó al cyborg la personalidad de una especie de Robocop, un ser vivo (¿todavía humano?) que combinaba en su materialidad lo biológico con que todos nacemos y lo tecnológico con que algunos sueñan (desde el brazo biónico del hombre de los seis millones de dólares, hasta los implantes más complicados para intervenir el flujo neuronal).
Quedémonos, para fines de esta revisión, con una working definition: entendamos por cyborg, en la conciencia de estar descartando acepciones científicamente mejor sustentadas, un ser humano que depende de o recurre a la tecnología para llevar a cabo sus actividades cotidianas. Nada más aclaremos: no hablamos de cualquier tecnología, sino de la de cómputo y de los desarrollos de la cibernética, en su vertiginosa carrera hacia la miniaturización perfecta; y no aludimos a alguna actividad en específico, sino a todas aquellas, aun las más nimias, que vamos incorporando en la medida en que la complejidad se convierte en la forma de entendernos socialmente.
Así, imaginemos entonces, por un momento, al ciudadano de este inicio del siglo XXI: al oído, un aparato reproductor de música, cada vez más pequeño y ligero, que permite en modelos más recientes portar hasta quince mil canciones (y si el promedio de duración de una canción es de tres minutos, entonces tenemos en un aparato, que apenas pesa doscientos gramos, música para escuchar durante 31 días seguidos); en la mano (o al oído libre) un celular con el cual hacer llamadas telefónicas, enviar mensajes (los famosos SMS), jugar, fotografiar y, en una de ésas, componer alguna canción en caso de que las quince mil del reproductor portátil no sean suficientes (y para seguir con las cifras, apuntemos que sólo en México, de acuerdo con datos oficiales, se envían a diario alrededor de cincuenta millones de mensajes vía celular); frente a él, algún sistema de cómputo con el cual producir, recibir y compartir contenidos (con equipos portátiles que se hacen cada vez más ligeros poco más de un kilogramo de peso para cuarenta GB en disco duro); sumemos por ahí alguna agenda electrónica (que se sincronice con la computadora y el celular), tal vez una consola de videojuegos (interconectada para aprovechar los beneficios de la adrenalina compartida), por supuesto un televisor (de pantalla plana cual agradable decoración de pared). Éste, más o menos, es el cyborg de principios de nuestro siglo: no ciertamente el hombre robot con los implantes de alta tecnología con que ha fantaseado Hollywood, pero sí el ciudadano cuyos sentidos e inteligencia no terminan ya donde acaban las células de su cuerpo, sino que incorporan las “células metálicas” de los aparatos que penden de su humanidad.
Sabemos que este ser humano tecnologizado despierta más de una sospecha o temor en quienes viven en la nostalgia escénica de un mundo “más natural que ya se nos fue”: un mundo en el que nadie necesitaba quince mil canciones para escucharlas en el aislamiento del audífono incrustado cerca del tímpano; un mundo en el que, para socializar, no se necesitaban consolas de videojuegos interconectadas ni largas sesiones de chat; un mundo en el que la información para la formación se sacaba de un libro y no se pirateaba de internet; un mundo en el que nos veíamos las caras y olíamos nuestros humores.
Me atrevo, sin embargo, a sostener que este cyborg del incipiente siglo XXI no es menos humano ni más artificial que los seres que nos precedieron. El individuo que ha incorporado la tecnología cada vez más ligera, pequeña y, por lo mismo, portátil nos está mostrando que la realidad no se agota en las dimensiones que hasta ahora conocíamos. Como en otros momentos de la historia, hoy estamos nuevamente aprendiendo a escuchar de una manera diferente, a ver de una manera diferente y, sobre todo, a socializar de una manera diferente. El incipiente cyborg con el que convivimos a diario es un ser conectado, vinculado, de acciones simultáneas y en perpetua incorporación de nuevos estímulos. La tendencia de la tecnología a miniaturizarse, al grado de introducirse en nuestra corporeidad, es sólo reflejo de este nuevo ciudadano: un ser humano que propone que lo que hacemos, lo podemos hacer en todo momento, a toda hora y con quien nosotros queramos. ¿La soportable levedad de la tecnología nos ofrece una nueva libertad? Tal vez no tanto. Pero hay algo que no podemos negar: este cyborg del naciente siglo XXI nos recuerda, o debería recordarnos, que aún no hemos agotado nuestra realidad y que todavía tenemos espacio para reinventarnos.
Sí, nos podemos convertir en cyborgs, ¡¿y qué…?! –
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