Las lecciones de Monterroso

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1.
Frente a mí se apilan diferentes ediciones de todas las obras que Augusto Monterroso decidió juntar en libros. Sin contar Pájaros de Hispanoamérica (2001), donde se reúnen misceláneos perfiles y semblanzas y ensayos publicados antes en otras colecciones y con otros títulos, la suma alcanza ocho o nueve volúmenes, según que se incluya o se excluya de este canon individual Viaje al centro de la fábula (1981), una heteróclita serie de entrevistas cuya autoría es por antonomasia compartida. El total, en números redondos, apenas rebasa las mil páginas: cantidad que a los narradores del boom, sus contemporáneos, no les habría ajustado ni siquiera para acomodar dos profusas novelas, pero que a él en su concentrada munificencia le bastó para distinguirse como un autor inagotable y (adopto provisionalmente una fórmula cuyo brillo excesivo encandila más de lo que transparenta) como un clásico de las letras en lengua española.
     Nacido el 21 de diciembre de 1921 (21/12/21: una fecha doblemente capicúa en la que se cifra su futura afición a los palindromas), Monterroso empezó a publicar en diarios y revistas de Guatemala en 1941, a la edad más bien precoz de veinte años. En 1952 permitió no sin renuencia que se editaran juntos en México, en una plaquette semiclandestina, los cuentos “El concierto” y “El eclipse”. Por fin, en 1959, se resignó o se aventuró a poner en circulación un libro en serio. Lo había rumiado durante casi dos décadas y él tenía treinta y ocho años bien cumplidos cuando se asumió como autor. A esa paciente elaboración obedeció quizá que, lejos de ser la obra de un escritor primerizo, el volumen que le otorgó su carta de ciudadanía literaria contuviera ya, no en germen sino en plena madurez, la mayor parte de las virtudes y las idiosincrasias que iban a caracterizarlo de ahí en adelante.
     Desde el título, cuya literalidad es tal vez demasiado ingeniosa, Obras completas (y otros cuentos) le granjeó de inmediato una indeleble fama de humorista. El libro sin embargo trasciende con mucho el ejercicio ostentoso del humor. Las trece narraciones que contiene pueden calificarse de irónicas (casi todas), de paradójicas (no pocas), de paródicas (alguna). Pero la ironía y la paradoja y hasta la parodia suelen ser ingredientes de la mejor narrativa, que no por eso resulta siempre humorística. Con excepción de “La vaca”, que linda sin pudor con el poema en prosa, y de “El dinosaurio”, que Monterroso se divertía en calificar de novela y cuyo texto completo me abstengo de citar porque ha adquirido para mal la ubicuidad de un eslogan publicitario, las otras piezas de este coherente volumen son nada más y nada menos que cuentos. No historias hilarantes ni anécdotas jocosas sino literalmente cuentos, que en una disciplina de ejecución tan difícil y definición inasible equivale a decir: cuentos maestros.
     Diez años después, La oveja negra y demás fábulas vino a consolidar una tenaz reputación de escritor satírico. El propio Monterroso le echó leña al fuego de su unívoca notoriedad al afirmar, en entrevista concedida a Margarita García Flores en el mismo 1969, que con este libro venturoso, donde un género literario caduco en apariencia renacía de sus cenizas por obra de una sola pluma, no se había propuesto sino “combatir el aburrimiento e irritar a los lectores”. También se las arregló para cultivar a fondo una destreza o perfeccionar a conciencia una autolimitación con que la fama desde entonces se empecinaría en identificarlo. Por el escaso número de folios del volumen, disimulado con las figuras zoológicas que abultan la edición original, así como por el escaso número de líneas de cada una de las (cuarenta) fábulas que lo integran, La oveja negra parecía una proclama en favor del texto breve. No importó que varios cuentos de Obras completas tuvieran una extensión más que ordinaria. Tampoco importaría que muchos ensayos y ficciones de libros posteriores, para no hablar de las casi doscientas páginas interconexas de Lo demás es silencio, igualaran o excedieran la longitud promedio en sus géneros correspondientes. Pese a su insistencia en que él en literatura no abogaba por ninguna causa, Monterroso ya nunca se quitó la etiqueta de apóstol de la brevedad.
     Movimiento perpetuo, de 1972, es por su parte un insólito mecanismo verbal que hoy (si entiendo esa jerga académica obsolescente) se tildaría de posmoderno. Amalgama de cuentos, de ensayos, de viñetas, de escritos inclasificables que fusionan por lo menos dos de estas formas, no unidos sino más bien compartimentados por citas procedentes del interés ecuménico del autor en el tema de las moscas, el volumen desafía la atávica noción del libro como objeto unitario donde se organizan textos de asunto o estilo afín. Grandes escritores, no empezando aunque tal vez sí culminando en el Borges de la segunda madurez que hermanó la poesía lírica a la prosa ensayística y narrativa para componer El hacedor en 1960, transgredieron toda clase de fronteras literarias a lo largo del siglo XX. Monterroso, heredero y legatario de esa irreverente voluntad transgresora, se esmeró en que la regla de su obra fueran las excepciones.
     En 1978, luego de predicar con tres elocuentes ejemplos y discurrir con asiduidad que los libros son como cajas donde uno deposita lo que va escribiendo, publicó Lo demás es silencio. Ninguno de los manuscritos que dio a la imprenta había sido ni sería tan orgánico, en la acepción de que el todo es superior a la suma de las partes y cada una de éstas sólo adquiere plena inteligibilidad por sus vínculos con el conjunto. La vida y la obra de Eduardo Torres, según reza el subtítulo, pertenece a la categoría de los escritos prodigiosos que provocan en el lector la impresión de enfrentarse no a un artefacto literario sino a un fenómeno natural. Los “testimonios” narrativos, las piezas ensayísticas “selectas”, los “aforismos y dichos”, las “colaboraciones espontáneas” y aun la cuarta de forros que se ensamblan para crear un efecto de caótica naturalidad fueron sin embargo el producto de una lenta y razonada acumulación. A quienes leyeron de primera mano los textos atribuidos a Eduardo Torres en las revistas y suplementos culturales de los años cincuenta y sesenta y setenta del siglo pasado, a quienes lo leímos de golpe en el año de su publicación, Lo demás es silencio pudo parecernos un acto demiúrgico: la creación, en el barro virgen de la página, de un hombre no menos real que su autor. En el milagro dual de introducir primero un personaje ficticio en la vida pública verdadera y rescatarlo después en un volumen con aspecto no tanto de ficción narrativa como de fragmentario estudio biográfico, se fundaba entonces mi certeza de que ésta era la obra maestra de Monterroso. Para ser exacto: la más maestra de sus obras. Ahora que el tiempo va borrando la línea mediana entre su fantasía y la realidad histórica reniego de mis propios énfasis. Me contento con observar que (como Las opiniones de Oliver Allston de Van Wyck Brooks, como el inacabado Bouvard y Pécuchet de Flaubert y como desde luego Don Quijote, con tal de que no sea preciso establecer quién entre Alonso Quijano y Sancho Panza representa a la inteligencia) La vida y la obra de Eduardo Torres es un libro muy inteligente sobre la estupidez libresca, una farsa del intelecto novelesco sobre las novelas demasiado intelectuales, una especie de Ingenioso hidalgo en arte menor que escarnece los lugares comunes del arte novelístico pretendidamente mayor.
     A principios de los novecientos ochenta el ciclo que se antoja denominar experimental en la obra de Monterroso estaba a punto de cerrarse. Ya apunté que en Movimiento perpetuo se empleaba la cita textual como elemento arquitectónico, a modo de mampara entre las piezas distribuidas con desorden aparente en el volumen. Ya señalé que en Lo demás es silencio la ficción literaria se nutría de documentos apócrifos exhumados de una previa y verificable realidad. En La palabra mágica (1983), que cumple con creces la oferta de encantamiento contenida en su título, la experimentación con las formas inmateriales de la literatura se volcó sobre la materia misma del libro. Gracias a la plástica complicidad de Vicente Rojo, la primera edición de esta obra tiene un diseño vertiginoso en el que cada texto, engarzado en una tipografía distinta, se realza con llamativas ilustraciones, muchas de las cuales son dibujos de astuta ingenuidad debidos a la mano del escritor. Por si este calidoscopio tipográfico fuera escasa maravilla, el mago Monterroso saca de su chistera dos cuentos memorables (“De lo circunstancial o lo efímero”, “Las ilusiones perdidas”) y cuando menos tres ensayos (sobre Horacio Quiroga, sobre Miguel Ángel Asturias, sobre Borges) pioneros en las letras hispanoamericanas. Además invoca con artes de espiritista a los espectros tutelares de Góngora y Quevedo y de paso, hábil prestidigitador, se las ingenia para incluir un par de traducciones (la “Autobiografía” de Charles Lamb y la “Biografía de William Shakespeare” por John Aubrey) en la baraja de sus escritos propios.
     Luego de ascender a esos vértigos formales resultaba comprensible, quizá necesario, que el ilusionista pusiera los pies en la tierra. La letra e, publicado en la prensa por entregas semanales a partir de 1983 y recogido en volumen autónomo en 1987, se presenta como una serie de Fragmentos de un Diario. El subtítulo es engañoso. Nada se sabe aun ahora sobre la presunta totalidad de que estas páginas serían una porción fragmentaria. Al leer las notas editadas (que son maliciosas pero jamás maledicentes, sinceras pero no escabrosamente confesionales, a veces casi inmodestas pero de ningún modo autocomplacientes) se podría conjeturar que el autor encajonó toda su maledicencia, todas sus confesiones escabrosas y toda su vanidad en unos presumibles apuntes inéditos. Yo sospecho que éstos nunca existieron o, mejor, que nunca alcanzaron el perfecto equilibrio estético que él se exigía para publicar. Razono asimismo que, pese o a causa de su indudable propensión a la sátira, Monterroso era un hombre de veras bueno, incapaz de matar una mosca aunque no por supuesto de hablar mal de ella, siempre que la habladuría no llegara a la imprenta. Los comentarios, viñetas, pensamientos, miniensayos y aforismos que eligió imprimir en La letra e carecen deliberadamente de la intimidad y la indiscreción que los lectores morbosos asociamos con los Diarios de escritores (por ejemplo, el de los hermanos De Goncourt). Más que fragmentos de una obra autobiográfica in progress, son pruebas en el laboratorio de un cuaderno público: versiones no siempre tentativas de textos que se alojarán después en nuevos libros o se abandonarán a su propia suerte, como conviene a los huérfanos de esa prolífica madre soltera que es la literatura.
     Los buscadores de oro (1993) constituye en cambio el capítulo inicial de unas memorias que acaso no terminaron de escribirse. Hoy pienso que este libro redondo, compuesto a sus setenta años y pico, es el más conmovedor de Monterroso: el más humano, según se dice cuando la conmoción del lector proviene de la destreza artística con que el autor sublima o fustiga la propia y la ajena humanidad. También fue para mí su libro más desconcertante. De él, que con gracia inolvidable había ridiculizado la solemnidad de tantos malos y hasta buenos escritores con respecto al oficio de escribir, yo esperaba cualquier cosa menos una demostración persuasiva de que su destino desde el principio era literario. Una segunda lectura me hizo ver que el recuento de su infancia no quiere demostrar ni tampoco persuadir, sino llanamente mostrar: exhibir un pasado remoto en el instante mismo en que, por mediación de un lenguaje translúcido que aúna sin esfuerzo el tono ensayístico al impulso narrativo, la niñez resurge destilada en el atanor de una memoriosa vejez. Si el estilo consiste en preferir la coquetería de las frases bonitas a la discreción de las frases exactas, Monterroso jamás se propuso ser estilista. Practicó toda la vida una sagaz alquimia de la prosa y en el autorretrato de su primera década, contemplada desde la nostalgia de la penúltima, consiguió transmutar en sabiduría la mera excelencia formal.
     Aparecido cinco años antes de su muerte, La vaca (1998) tiene ya mucho de testamento y despedida. Es una suerte de inventario personal, exento lo mismo de jactancia que de falsa modestia. La traducción asimilada a la obra creativa, la influencia de los clásicos latinos y españoles, la incesante tradición de la literatura en lengua inglesa, los autores esenciales de Hispanoamérica desde Rafael Landívar hasta Juan Carlos Onetti pasando por Rulfo y Cardoza y Aragón, el escritor que no escribe o teme haber escrito demasiado o no tan bien como podía: todos sus temas distintivos (que en otros serían obsesiones) están ahí. Yo echo de menos la presencia en este compendio de uno o dos cuentos que le hubieran conferido la riqueza peculiar de La palabra mágica o de Movimiento perpetuo. Echo de más la inclusión, entre tantos concienzudos ensayos dignos de leerse y releerse en silencio y soledad, del discurso por fuerza protocolario y público pronunciado en la recepción del Premio Juan Rulfo en 1996. De tales carencias y sobras me compensa reflexionar que un autor perdurablemente vivo (por no decirle clásico) es una suma siempre parcial de lecturas concurrentes. Yo leo con reverencia, en este libro postrero, al cuentista ejemplar que resumió cincuenta años de experimentación artística en las cuatro páginas de “El árbol” y al autor de “El otro aleph”, un ensayo canónico donde se iguala a Borges en su propio terreno y se ponen de manifiesto las dos cualidades menos apreciadas de Monterroso: su abundancia y su seriedad.

2.

Casi tres décadas de relación tan intensa como intermitente con él me ahorran la petulancia de llamarlo Tito. En la medida en que la amistad supone un trato recíproco entre espíritus equiparables, Monterroso sin embargo no fue exactamente mi amigo. Fue algo a la vez más íntimo y menos familiar. Fue (será siempre) mi maestro.
     En 1974, envalentonado por mi mayor estatura física, lo acorralé en los pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Él andaba por los cincuenta y dos y había escrito ya tres libros duraderos. Unos bosquejos de cuentos impublicables y una escueta carta de presentación firmada por Luis Herrera de la Fuente (padre de mi amigo más próximo) eran en cambio, a los veintiuno, mis únicas credenciales de aspirante a escritor. Sin demorarse en revisar mis pergeños Monterroso leyó la nota inverosímil donde un director de orquesta desinteresadamente apadrinaba las ambiciones literarias de un inédito estudiante de filosofía. Al concluir su incrédula lectura preguntó en qué podía ayudarme. Declaré con la torpeza de mis pocos años y mis muchos nervios que yo quería una beca para asistir al taller de narrativa que Monterroso coordinaba en el Instituto Nacional de Bellas Artes. Como si no hubiera entendido, me invitó a inscribirme en el curso de cuento que él impartía ahí mismo en la universidad.
     Fue (creí entender más tarde) su primera lección: la de la paciencia. A lo largo de un semestre académico me desviví en leer mis textos con voz declamatoria, en comentar no sin arrogancia los engendros literarios de treinta condiscípulos, en atraer como fuera la atención del maestro. Pasada la sesión final del curso le recordé a Monterroso, abusando de una confianza no garantizada por su conducta esquiva, que yo deseaba formar parte del taller de verdad. Él me instó amable a solicitar una beca, pero señaló imparcial que había muchos candidatos a ese privilegio.
     Fue (colegí en cuanto me admitieron en el taller de narrativa de Bellas Artes) su segunda lección: la de la humildad. Los otros dos becados para trabajar durante un año bajo la supervisión de Monterroso resultaron ser Antonio Noyola, que profesaba con vehemencia la doctrina de la literatura comprometida y acabaría por dedicarse mejor al cine, y Carlos Chimal, que hace veintitantos años ejercía una narrativa gozosamente iconoclasta destinada a fundirse, por la lógica singular del arte, con el estudio y la divulgación de la ciencia. Yo era por mi lado un acólito de la religión trinitaria de Borges, Cortázar y Bioy Casares, aunque entonces me ufanaba de haber leído menos cuentos y novelas y ensayos literarios que densos tratados filosóficos.
     Ese año conforma en mi recuerdo una alternancia de sufrimientos puntuales y alivios pasajeros, como si evocara un arduo viaje o una operación quirúrgica. Nos reuníamos los martes por la mañana en la que había sido la casa de Alfonso Reyes en la colonia Condesa. Hoy puedo alegar con justicia retroactiva que en el México de los novecientos setenta no existía una atmósfera tan acogedora para la vocación literaria como la de la Capilla Alfonsina. Pero en esa época yo no había visto una biblioteca personal de tamaña envergadura y la gravitación de miles y miles de libros ignotos sobre mi cabeza me infundía la pánica certidumbre de que era vano añadir a esos volúmenes incontables una sola página más. Fue (estoy seguro) la tercera lección de Monterroso: la de que para entregarse a la literatura es más importante y más placentero leer que escribir.
     Un simple instructor se habría empeñado en que los aprendices hiciéramos las cosas a su imagen y semejanza. Él (no me canso de repetirlo) era un verdadero maestro. O para endilgarle un título que acaso habría rechazado: un mayeuta. En vez de poner sus propios libros como ejemplo, auxiliaba con modestia socrática a cada uno de sus discípulos a parir la obra que éste y sólo éste había concebido. Uno de nosotros (ya no importa cuál) incubaba una tumultuosa novela narrada en la primera persona del singular. Antes de esclarecer con sus comentarios el arranque de esa narración desaforada, Monterroso abrió un ejemplar de Moby Dick y mirando apenas la página recitó el párrafo incial, que comienza imperecederamente con las sencillas palabras: “Llamadme Ismael”. Luego, emocionado hasta las lágrimas, aconsejó: “Traten de escribir así, pero no esperen que nadie los lea.”
     También sabía ser sarcástico, si la ocasión o las ínfulas ajenas lo ameritaban. Otro de sus discípulos (sé muy bien cuál) había perpetrado un párrafo donde alguien alzaba las dos manos (las cursivas son mías) para ejecutar ya no recuerdo qué acción baladí. Él, interrumpiéndolo, le preguntó: “¿Cuántas manos solía tener tu personaje?” Algo por el estilo sucedía cada dos o tres martes, cuando me llegaba de vuelta el turno de leer en público lo escrito en las semanas anteriores. Yo salía cabizbajo de la Capilla Alfonsina y regresaba a la casa de mi familia con el estómago achicado y una inexorable predisposición al insomnio. Me tomaba varios días recobrar el sueño y el apetito. Poco a poco iba digiriendo las críticas siempre certeras de Monterroso y las risas con que mis compañeros de taller habían atestiguado la ignominia. Por fin empuñaba de nuevo el bolígrafo y corregía denodadamente mis frases, con el propósito menos de alcanzar una elusiva perfección que de probarle a ese lector insobornable que pese a las tercas apariencias yo sí era capaz de escribir.
     Fue (comprendí por etapas) su cuarta lección: la de la perseverancia. Las mañas puramente literarias que Monterroso nos inculcó durante ese año imborrable corresponden con algunas variantes a los doce preceptos del “Decálogo del escritor” que él le atribuyó a Eduardo Torres y que se deducen, en mi opinión, de dos principios elementales: 1) es imposible enseñarle al prójimo el arte de escribir, y 2) es en cambio posible y hasta imprescindible aprender a leerse uno mismo como si se tratara de alguien más.
     No sé cuánto tiempo tardé en incorporar a mi vida estos axiomas. Por lo pronto, apenas cesé de frecuentar a Monterroso desoí su enseñanza capital. Conscientemente me puse a imitarlo. Ya que no tenía su capacidad para la sátira ni mucho menos su descomunal erudición, opté por lo más obvio. Como si fuera un valor absoluto, una condición no negociable de la buena literatura, cultivé por todos los medios la brevedad, que en mi dogmatismo se confundía con la escasez. Mientras tanto, en pos de un destino diplomático imprevisto, me mudé a Francia a mediados de 1977. En París seguí esforzándome en escribir poco, en el sentido tanto de hacerlo sólo cuando era indispensable como de adelgazar los textos hasta dejarlos en los huesos. Aun así, en dos años de frugalidad literaria completé las ochenta y tres cuartillas de mi primer volumen de cuentos, cuya redacción había emprendido en el taller de Bellas Artes, y por añadidura produje catorce prosas mínimas susceptibles de juntarse con decoro en una plaquette.
     Con mis sucintos manuscritos volví de vacaciones a México en 1979. El año anterior había aparecido Lo demás es silencio, que izó a Monterroso desde el succès d’éstime hasta la irreversible celebridad. Porque ciertos amigos podían publicarlas en una editorial casera o porque yo no las tomaba del todo en serio, prescindí de enseñarle las miniprosas. El cuentario merecía en cambio el riesgo de su desaprobación. Se lo entregué en persona y durante una interminable semana aguardé el veredicto. Con descreimiento oí cómo su tímida voz declaraba al teléfono que el libro le había gustado y que algunos cuentos estaban bastante bien. Esa parca apreciación, viniendo de él, equivalía para mí a un elogio desmedido. Sin pensarlo dos veces le pedí su apoyo en la importante editorial paraestatal donde mi obra primeriza se sometería ingenuamente a un tortuoso procedimiento de dictaminación. Monterroso me autorizó a decir que yo iba de su parte. Meses después, al recibir un amable dictamen negativo, me pregunté si él había confirmado ante los editores esa reticente autorización verbal.
     Fue en todo caso (me respondí) su quinta lección: la de que los libros deben defenderse solos. El mío acabó fusilado de erratas por la incuria benévola de una editorial universitaria que, luego de mucha espera e igual esperanza, accedió a publicar las primicias de un debutante expatriado. No recuerdo si ya tenía pruebas de ese fusilamiento cuando me encontré de nuevo con Monterroso, a principios de los novecientos ochenta. Como siempre o casi siempre que volví a verlo de ahí en adelante, él venía acompañado de su esposa, la narradora y ensayista Bárbara Jacobs, que también había sido su discípula. Estaban en Francia, entre otros pretextos, para asistir a un congreso de escritores. A su llegada los invité a tomar el aperitivo en mi departamento y luego a cenar. Cometí el error de invitar también a unos amigos tan urgidos de conocer al maestro que en el restorán me confinaron en una orilla de la mesa y apenas pude cruzar unas frases distantes con Jacobs y con él. Coincidimos después en el coloquio, pero en el coctel lo acapararon otra vuelta sus admiradores y nuestro diálogo se redujo a un par de brindis. De esas accidentadas aproximaciones conservo la tristeza de no haber visto más a Monterroso en las semanas que pasó en París y la alegría semisecreta de figurar a su lado en el inencontrable volumen antológico Cuentistas hispanoamericanos en la Sorbona.
     Fue (deduje en retrospectiva) su sexta lección: la de que los congresos literarios pueden acortar o multiplicar las distancias naturales entre los escritores, pero sólo por accidente fomentan el ejercicio de la literatura. Entre diciembre de 1984, en que me ofreció en su casa de Chimalistac unas copas de ron Flor de Caña para convencerme de que ir a Nicaragua en calidad de agregado cultural no era tan desolador como yo temía, y febrero de 2003, en que asistí con desamparo a su velatorio, debo de haberme encontrado con Monterroso en unas diez o a lo sumo quince ocasiones (contando las llamadas telefónicas a las que me referiré después). Recuerdo fugazmente su figura y la de Bárbara Jacobs con las diestras en alto para saludarme y al mismo tiempo despedirse de mí en el aeropuerto de Managua, donde se arremolinaba una multitud de invitados especiales al sexto aniversario del triunfo de la revolución sandinista (19 de julio de 1985). Recuerdo una tarde perezosa de 1987 o quizá ’88 en que la poeta Tedi López Mills, desde su metro con setenta y cinco centímetros, y yo, desde el mío con ochenta, incomodamos hasta la tortícolis a Jacobs y sobre todo a Monterroso, quienes en cuanto lo permitió la cortesía se alejaron de nosotros por la calle de la Zona Rosa en donde nos habíamos topado. Recuerdo una cena de intelectuales y artistas de cierta edad, a mediados de los novecientos noventa, en que a mi mujer y a mí, los más jóvenes de la velada y también los menos conspicuos, nos tocó en suerte presenciar cómo hacían ellos dos para mantener el delicado equilibrio social de los matrimonios de escritores.
     Hubo por supuesto algunas veces en que no nos encontramos por gracia exclusiva del azar. La que retengo aquí tuvo lugar en agosto o quizá septiembre de 1996 y hacía dos años que yo estaba de vuelta en México. Una importante editorial transnacional acababa de reunir toda la obra narrativa de Monterroso en un solo volumen. Por medio de una agente de relaciones públicas de la casa editora se me invitó a presentarlo. Respondí con verdad que la invitación me halagaba, pero aclaré con desasosiego que no podía aceptarla porque el día previsto estaría ocupado en un compromiso de trabajo. Se me insistió, con el argumento peregrino de que no sería necesario escribir un texto sino únicamente platicar con el autor. Repetí, terminante y frustrado, que en la fecha y a la hora preestablecidas yo sin excusas tendría que estar en otra parte. Poco después la publirrelacionista volvió a comunicarse conmigo para decirme que la presentación se había postergado una semana exacta con el objeto de que yo asistiera. Cuando acepté, avergonzado por mi previa negativa, se me recordó que no escribiera nada para la ocasión. Más adelante, en una de las llamadas telefónicas con que episódicamente me sorprendía, Monterroso se afanó en manifestarme un agradecimiento que yo contrarié con la expresión no menos afanosa de mi propia gratitud.
     Fue (de ahí mi contrariedad al teléfono) su séptima lección: la de que si se observan las formas todo es posible en una ficción literaria, incluso que Mahoma vaya a la montaña. Lamento haberla desperdiciado. En los pocos días que se apretaban entre el jueves en que debió presentarse el libro y el jueves siguiente en que de hecho se presentó, intervino un merecido portento: le confirieron a Monterroso el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo. Una muchedumbre rodeaba al recién premiado en su primera aparición pública después del anuncio. Yo acudí a la presentación no exento del módico orgullo de haber acrecido el tumulto con mis remilgos. Fui sin embargo el único de los presentadores que acató al pie de la letra las instrucciones de no escribir nada en esa oportunidad. Ni siquiera el editor, cuya emisaria me había inducido al ridículo, se privó de leer unas cuartillas previsiblemente alusivas a la grandeza del homenajeado. En mi indefensión se me ocurrió decirle en público a Monterroso (mintiendo apenas) que yo había escrito en su honor un ensayo titulado “El maestro”, cuyo texto completo constaba de tres palabras: “Sigo tus pasos”. Él, como era justo, se abochornó. Terminé de escaldar su timidez cuando, inspirado en una lista de temas que yo tenía a la mano en una tarjeta, le pregunté quiénes habían sido sus maestros.
     Fue (por persona interpósita) su octava lección: la de que el escritor, para que lo tomen en serio, ha de atenerse a la palabra escrita. A partir de ese año de 1996 se multiplicaron los homenajes nacionales e internacionales. Yo experimenté el Príncipe de Asturias casi como propio (es una honesta exageración). También denosté a los españoles por no haberle dado el Cervantes (que tampoco, siendo congruentes, le dieron a Rulfo). Pero intuyo que ninguno de estos galardones recibidos de hecho o de derecho resultó tan entrañable para Monterroso como el doctorado honoris causa de la Universidad de San Carlos en Guatemala, que ocupa en su biografía el nicho de un Nobel personal. Fue (desde luego) su novena lección: la de que los premios llegan a su tiempo y no siempre son ajenos a los méritos literarios.

3.

Borges (a quien no en balde menciono por tercera ocasión en este contexto) postuló que clásico es un libro que las sucesivas generaciones de los hombres leen con previo fervor. El postulado se mueve en un orbe textual que con razonable arbitrariedad puede considerarse como metaliteratura, toda vez que transfiere al juicio más o menos subjetivo del lector las cualidades más o menos objetivas que la tradición suele adjudicarle a la obra. Quizá por ser el otro gran escritor metaliterario de la lengua española, en el sentido antedicho de subvertir en sus escritos la concepción tradicional de la lectura, Monterroso ya en vida se transformó en una especie de metaclásico: un autor que las sucesivas generaciones de críticos o profesores de letras hispanoamericanas emulan con anticipado candor. Huelga determinar si esta metamorfosis fue deliberada. El hecho es que para gloria suya, pero en detrimento de quienes tratan de imitarlo, su muy personal manera de practicar y entender el arte de escribir resulta contagiosa. Cualquier literato, investigador profesional o aficionado a la literatura que lo lea sin la debida seriedad propende a creer que es obligatorio y sumamente fácil improvisarse como humorista cuando se estudian su proverbial ironía y su sátira sutil.
     No estoy libre del vicio que denuncio. Se puede discutir si la imitación consciente es en sí misma un arte. Apenas se puede objetar que está en el origen de todas las artes. Varias veces (en estas páginas) he cedido sin remordimientos no a la tentación sino a la fatalidad de hablar de Monterroso en sus propios términos. Tienen mucho mayor importancia para mí las veces innumerables en que año tras año (en tantas otras páginas) me sorprendí y me sigo sorprendiendo en el acto culposo de imaginar qué pensaría él de lo que acabo de escribir.
     Nunca más volví a importunarlo con un manuscrito. Me impuse en cambio la costumbre o el deber de enviarle un ejemplar (que en mi íntima simbología era siempre el primero) de cada libro que yo publicara. Desde 1994 en que me instalé de vuelta en México hasta principios de 2003 en que él murió, fueron cuatro volúmenes repartidos con equidad entre ensayo y narrativa. En dos ocasiones, a los pocos días o quizá semanas de recibir mi envío, Monterroso inesperadamente me llamó por teléfono: para comentar un pasaje, una referencia, una idea. Para acompañarme a su manera en el trance jamás indiferente de la publicación. “Sólo quería decirte que entendí de qué estabas hablando”, recuerdo que me dijo en una de esas llamadas. Yo escuché su llana frase como la aprobación cum laude en un examen doctoral.
     Quedan sin embargo las otras dos ocasiones en que, por mucho que yo lo esperara, él no me llamó. Su silencio recurrente pudo haber significado una infinidad de cosas. Un año después de la muerte de Monterroso comprendo que fue su décima lección, la más trascendente, la que me edificará sin duda hasta mi propio fin: que así en la literatura como en la vida, el maestro insuperable es el que les deja a sus discípulos la última palabra. ~

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