Las perlas de la virgen

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La ausencia de armas de destrucción masiva en Iraq plantea un enigma fascinante. ¿Si nunca las hubo, por qué Saddam Hussein se opuso tan vigorosamente a las inspecciones ordenadas por las Naciones Unidas? El desafío de Saddam es particularmente intrigante, porque acabó destruyendo su dinastía por defender una fábula.
     A medida que la búsqueda de armas fracasaba, se me ocurrió una explicación: Saddam nunca supo que no tenía armas de destrucción masiva, creyó tenerlas porque sus científicos le aseguraron haberlas fabricado y nunca se molestó en descubrir la verdad. Llamé científica a esta explicación por estar basada, no en el método científico, sino en mi conocimiento de la conducta de los científicos. He pasado gran parte de mi vida rodeado por ellos y conozco algunas de sus mañas. Los primeros que escucharon la explicación pensaron que era más un acto de irreverencia que un intento de entender la conducta humana. Ahora la explicación puede parecer trillada, ya que casi diariamente aparecen evidencias que la favorecen. Insisto en ella porque los precedentes que conozco, en México y en el extranjero, ilustran la misma conducta. Uno de ellos, el de la bomba atómica venezolana, merece un lugar distinguido en la historia del realismo mágico latinoamericano.
     Me enteré de la bomba atómica venezolana la primera vez que visité, a principios de los años sesenta, al Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas (IVIC), uno de los centros científicos más distinguidos de América Latina. El IVIC está alojado en una colección de atractivos edificios construidos dentro de un bosque: el que cubre la cima de una de las montañas que rodean el estrecho valle de Caracas, en un paraje llamado Los Altos de Pipe. Deslumbrado por el sitio, intenté averiguar su historia. Uno de mis anfitriones, Marcel Roche, el director del Instituto, me contó que el IVIC debía su existencia a la relación entre dos hombres: el dictador Marcos Pérez Jiménez y el neurólogo y microscopista electrónico Humberto Fernández Morán.
     Pérez Jiménez fue un ejemplar típico del tirano militar latinoamericano. Cubierto con el manto del anticomunismo, torturó y asesinó a muchos de sus opositores; los que no pudo capturar escaparon al exilio, y los más moderados y tímidos perdieron su trabajo. En sus momentos libres Pérez Jiménez se dedicaba a perseguir en motocicleta —era demasiado rollizo para hacerlo a pie— a mujeres jóvenes que luego liberaba, desnudas, dentro de su propiedad. Fernández Morán era un hombre de alrededor de treinta años, que había tenido éxito investigando la ultraestructura de la membrana de las células nerviosas; su contribución más importante fue, probablemente, diseñar una cuchilla de diamante que permitió obtener con confianza los cortes de células extraordinariamente delgados requeridos en los estudios de ultraestructura. ¿Cómo logró Fernández Morán persuadir al tirano de la necesidad de hacer una inversión tan grande y generosa en investigación científica? La versión aceptada por todos es que Fernández Morán prometió construir un reactor nuclear a cambio del apoyo del dictador.
     Ambos cumplieron sus promesas: Fernández Moran recibió apoyo ilimitado y, con velocidad extraordinaria, erigió la infraestructura de lo que hoy es el IVIC: carreteras, alojamiento para el personal y el primer grupo de laboratorios. Después de terminar las primeras construcciones, el reactor nuclear venezolano se levantó rápidamente. La velocidad y la eficiencia con las que Fernández Morán logró sus metas, aun contando con un apoyo económico ilimitado, fueron prodigiosas. Algunos lo recuerdan supervisando los trabajos en Pipe, incluso antes de que las carreteras estuvieran terminadas, montado a caballo, yendo de un sitio a otro, dando órdenes y cuidando que sus altas botas de montar siempre estuvieran perfectamente lustradas.
     El reactor de Fernández Morán era inofensivo, ya que era demasiado pequeño para producir armas atómicas. No se sabe si esta limitación le fue explicada alguna vez a Pérez Jiménez y sus generales. Lo cierto es que el reactor inflamó la imaginación de los militares, que lo vieron como el primer paso en el desarrollo de un arsenal nuclear, y Fernández Morán fue promovido al cargo de ministro de Instrucción Pública. Nadie sabe el camino que habría tomado su carrera: porque pocos días después de su promoción la dictadura de Pérez Jiménez se desplomó. La crueldad indiscriminada del régimen se había vuelto tan intolerable que no quedaba casi nadie que lo apoyara en Venezuela.
     Fernández Morán se exilió, primero a Estados Unidos y después a Suecia. Nadie en Venezuela quería tener relación alguna con los colaboradores cercanos de Pérez Jiménez. Marcel Roche y un grupo de colaboradores guiaron la transformación del Instituto con prudencia e inteligencia, y el IVIC es hoy una institución distinguida. El reactor nuclear se utilizó por mucho tiempo para investigación básica, y probablemente todavía hoy sigue en uso.
     Los incidentes que presencié en México fueron de menor consecuencia. Ocurrieron durante las campañas electorales de Luis Echeverría y José López Portillo. En aquella época, los candidatos del PRI acostumbraban invitar grupos de tamaño moderado para que expresaran las demandas, propuestas y sugerencias de sectores específicos de la sociedad. Fui invitado a algunas de las sesiones de los científicos, y me resultó difícil dar crédito a mis oídos cuando escuché a algunos de mis colegas pedir la palabra para prometer a los candidatos resolver, entre otros problemas, la aridez de los desiertos, el retraso industrial y la pobreza de México, siempre y cuando recibieran un presupuesto ilimitado. Evidentemente, los científicos mexicanos carecieron del talento para inflamar la imaginación de los políticos: ambos candidatos escogieron metas más modestas.
     No sólo en Latinoamérica y el Medio Oriente los científicos venden las perlas de la Virgen: también lo hacen en los países más desarrollados. Un episodio muy costoso ocurrió en Estados Unidos durante la administración de Richard Nixon, quien quería lanzar un programa relumbrante y de gran beneficio social. El programa fue “La guerra contra el cáncer”, la promesa fue erradicar la enfermedad y contó con un apoyo extraordinariamente generoso. Ninguno de los consejeros de Nixon se molestó en advertirle que la meta era inalcanzable, ya que faltaban conocimientos básicos indispensables. No todo el dinero se despilfarró: algo se gastó en investigación valiosa, pero gran parte se esfumó en contratos concebidos para aprovechar una oportunidad creada artificialmente. Los ejemplos de situaciones semejantes son, seguramente, innumerables.
     Mi propósito no es acusar a los científicos de mendacidad extraordinaria, sino simplemente señalar que no difieren del resto de la humanidad. Tanto entre ellos como entre los carniceros, los corredores de bolsa y los escritores, es posible hallar gente honrada y de talento, así como pícaros y granujas. Por supuesto, durante el conflicto en Iraq, los científicos no han sido los \únicos involucrados en contar mentiras: los llamados servicios de inteligencia y los políticos también han representado un papel eminente. ~

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