Las promesas del arte. Conversación con Hans-Georg Gadamer

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"No me mire con esos ojos tan interrogantes. ¡Pregúnteme!”, me dice Hans-Georg Gadamer, “podría seguir hablando interminablemente, pero no quiero. Cuando se le ocurra una pregunta, interrúmpame. Así nuestra conversación será más viva”. Con razón, el diálogo ocupa un lugar importante en su obra.

La hermenéutica, a la que su nombre está vinculado, no es un camino de dirección única, sino un cruce continuo de preguntas, réplicas, contestaciones y nuevas preguntas. “El arte de conversar, también consigo mismo, constituye la fuerza del pensamiento”, escribió Gadamer en un perfil autobiográfico. “¿No ve?”, observa con humor durante la discusión, “me gusta llevarle la contraria: conversar es eso”.

Nació cuando despuntaba el siglo XX en Marburgo y creció en Breslau bajo la autoridad prusiana de un padre, científico de profesión, que sólo con reservas pudo aceptar la elección de su hijo de estudiar filosofía. Se doctoró a los veintidós años, y por aquel entonces llegó a sentirse alguien, hasta que poco después conoció a Martin Heidegger. La penetrante tenacidad del pensamiento de este lo desconcertó totalmente. Si durante su época de estudiante había mantenido, como muchos otros, cierta desconfianza hacia las oscuras preguntas heideggerianas –como ¿Qué es el ser?–, ahora, tras su encuentro, ya no pudo librarse de ellas, como tampoco de la “maldita sensación de que Heidegger estaba siempre a mis espaldas, vigilándome”.

Con humor recuerda las llamadas telefónicas de Heidegger, cuando Ortega y Gasset anunciaba que pasaría a verlo. “Ven rápido. Ortega vuelve a acosarme.” El español lo ponía un poco nervioso con sus observaciones que –según Heidegger– estaban cargadas de frivolidad: “Sabe usted, Heidegger” –le decía– “un filósofo debe tener tres sentidos: el sentido de la profundidad –que evidentemente usted tiene–, el sentido de la penetración –en el que usted tampoco está mal– y el sentido de la ligereza –del que, por desgracia, carece totalmente. Tiene que bailar, Heidegger. ¡Bailar!” y Heidegger mascullaba: “¿Qué tiene que ver el baile con la filosofía?”

En 1960 Gadamer publicó su monumental estudio Verdad y método. Treinta años más tarde, las estanterías de su despacho en su casa, situada en un tranquilo barrio residencial en una de las colinas que rodean Heidelberg, están llenas de los volúmenes de la edición de su Obra Completa. El despacho, ya de por sí pequeño, aún lo parece más con un hombre de su estatura que, a pesar del bastón y de su postura algo encorvada, no aparenta noventa y tres años. Un grabado de Durero y un cuadro abstracto de Serge Poliakoff de un rojo vivo (“Un regalo de mis alumnos por mi sexagésimo cumpleaños”) adornan la estancia. Los libros y los manuscritos se apilan en las estanterías y en el suelo. La caída de una de esas pilas interrumpirá ruidosamente nuestra conversación. “Ya ve”, me dice Gadamer, “Spitzweg también ha causado estragos aquí”.

En un taburete hay una bandeja con unas tazas de café y galletas (“A los holandeses les gustan las galletas, ¿no?”). Sobre el sofá, junto al visitante, se ha acomodado el gato de Gadamer.

 

La verdad

En las primeras páginas de su libro La actualidad de lo bello escribe usted: Nos preguntamos por la cuestión de la justificación del arte, pues el arte es una disciplina que suscita todo tipo de preguntas, y en la actualidad incluso más que antes. ¿Qué función puede cumplir aún hoy el arte? ¿Cuál es su sentido y su significado?

Para los filósofos, el arte como problema es interesante porque en él se aborda el concepto de la verdad. ¿Qué significa el término “verdad”? Si examinamos el concepto de verdad en la ciencia moderna, vemos que significa “certeza”, Gewissheit. Y al mismo tiempo: método. Ya desde Descartes, el método es el camino del que se puede estar seguro, del que se tiene certeza; por así decirlo, más vale dar pequeños pasos, un paso tras otro, que intentar dar grandes saltos hacia adelante.

Por supuesto, eso no se puede aplicar al arte. Como tampoco se puede aplicar un enfoque basado en la informática moderna, como proponía Max Bense, que, a pesar de ser un hombre muy sensato, afirmaba que por el número de bits podríamos determinar por qué Rubens era mejor paisajista que Rembrandt. Proceder así sería aplicar criterios cuantitativos a una materia que no admite este tipo de criterios fundamentales. No es posible utilizar métodos científicos de medición para distinguir el arte de lo que no lo es (o del arte de mala calidad).

Max Planck dijo en una ocasión: los hechos son para nosotros cosas que pueden medirse. Este es el punto de partida metódico, y con él empiezo mi obra Verdad y método, porque precisamente ahí se evidencia la tensión entre método y verdad. Por supuesto, el triunfo de la ciencia moderna estriba en haber sabido transformar el concepto de verdad. Bien es cierto que desde la Antigüedad, como ya dijo Hesíodo, se admite que los poetas mienten mucho, pero eso significa que también dicen muchas verdades.

Se trata por lo tanto del concepto de verdad en el arte. ¿Acaso tiene sentido esa palabra? Incluso hoy en día, en un país que no está muy lejos de aquí –[riéndose] me refiero a Gran Bretaña–, algunas personas dignas de ser tomadas en serio siguen rebatiendo que el arte tenga algo que ver con la verdad.

Eso fue lo que me llevó, como filósofo, a conceder muy pronto un lugar importante al tema “arte” en mi pensamiento: ¿qué se entiende por “verdad” cuando se aplica al arte? Al fin y al cabo, no se alude a la verdad de la proposición (Satzwahrheit). No se pretende decir que las proposiciones que hacen referencia al arte o que aparecen en un poema puedan ser verdaderas o falsas. Ahí esa noción de verdad no es pertinente.

 

Cuando hablamos de la verdad de un juicio, suponemos cierta generalidad. En cambio, frente a una obra de arte, nos hallamos siempre ante algo único. ¿Existe en el arte una relación especial entre lo singular de la obra y la verdad? ¿Es posible que se trate de una verdad que, aun aspirando a la generalidad, no pueda expresarse en una proposición general?

Quisiera argüir en su contra que Aristóteles dijo, con razón, que los historiadores están menos orientados a la verdad que los poetas, pues la historia nos dice únicamente cómo han sucedido las cosas, mientras que la poesía nos dice cómo pueden suceder siempre. Es decir que precisamente en la poesía encontramos esa aspiración a lo general.

 

Sin embargo, cuando contemplamos una obra de arte, nos encontramos con algo problemático, que precisamente dice algo sobre la especificidad de este concepto de verdad.

Sin duda alguna. Lo problemático es precisamente que la experiencia del arte no puede transmitirse en una proposición o en otra forma distinta. En el último volumen de mi nueva edición he incluido un artículo titulado: “Palabra e imagen: tan verdadero, tan siendo” (Wort und Bild: so wahr, so seiend). Es una cita de Goethe, quien al contemplar unas caracolas en una playa de Sicilia exclamó: “so wahr, so seiend”. Yo aplico esta afirmación al arte: el arte es verdad porque es siendo. Esto significa, por ejemplo, que no es reproducible. Suena bastante inaudito en un mundo en el que casi todo es reproducible y que, a través de esta reproducibilidad, destruye el sentido del arte. El progreso y la fotografía implican una disminución de la sensibilidad al color. Pero comprendo muy bien lo que usted quiere decir cuando afirma que precisamente en la unicidad de una obra de arte reina una verdad general que es irreemplazable.

 

Y ¿por qué es irreemplazable?

¡Vaya!, poco a poco vamos entrando en materia. Tomemos el color, la imagen en las artes plásticas. Es indiscutible que una representación de ese tipo no puede ser sustituida por otra. Por el contrario, la verdad de una proposición verdadera siempre será verdad. Es decir, que desde el principio se ha perdido algo esencial. Este es el sentido objetivador de la proposición: lo que Aristóteles trató en su hermenéutica y lo que los griegos denominaban apófansis. Es decir: una proposición que sólo pretende mostrar lo que muestra. En este sentido, nuestra civilización occidental está marcada por las matemáticas y su aplicabilidad al mundo del lenguaje. Si, por ejemplo, comparamos este concepto de verdad con su equivalente chino, vemos que en este último caso no puede concebirse como algo que esté reñido con el arte.

Pero también para nosotros, en Occidente, el arte implica otro tipo de generalidad. El arte no se desarrolla en una generalidad conceptual, sino en un juego totalmente específico entre la verdad sensible y la conceptual. Lo que intento defender es que eso no tiene nada que ver con la cuestión de la representación y del método, sino con el contenido del ser, por así decirlo, con la densidad, la saturación que trasciende en cada cuadro y en cada poema, el enunciado referencial. El propio cuadro no permite que el espectador se limite a mirar lo que se muestra en él.

Pongamos por ejemplo el grabado de Durero, que usted no puede ver porque está colgado justo encima de su cabeza; representa a Santa Catalina de Siena, la famosa mártir. Es lo primero que uno reconoce: lo que está representado en él. Quizá, además, pueda ver que se trata de un Durero. Pero al mismo tiempo también es evidente que aún no ha visto nada. Así pues, el cuadro o el poema tienen la capacidad de superar la referencia directa a otra cosa. O, por decirlo de otra manera, la capacidad de ponerla en suspenso.

 

¿Podríamos decir que lo que se muestra en el cuadro es el enigma de que hay algo y que ese algo tiene un sentido?

Sí, sin duda. En cierto sentido cabría decir –y creo que desde Schiller ya no es una idea muy original– que a través del arte aquello que es fragmentario y desordenado se convierte en el representante de un mundo íntegro. Sin embargo, si hoy en día les dices eso a los jóvenes, saltarán de indignación. Me sucedió aquí con un estudiante que sencillamente no lo comprendía. Pero, ¡ojo!, cuando digo “mundo íntegro”, no me refiero a que el mundo es íntegro, sino a que en el arte aparece como íntegro. Entonces siempre hay alguien que replica: “Sí, pero ¿qué me dice del Guernica de Picasso?” Y yo contesto: “¿Por qué lo contempla durante tanto tiempo?” Claro, se queda desconcertado y luego responde: “Porque hay algo en él.” En efecto: algo que ahora ya no se ve como destrucción gris, sino algo que por sí mismo provoca una concentración.

 

Esta concentración que se produce en el arte moderno ¿constituye siempre la idea de un mundo íntegro o se trata más bien de un mundo roto?

No es la idea de un mundo íntegro, sino un pedazo de mundo “íntegro”. De forma que incluso en el caso de una destrucción extrema –por eso he elegido el Guernica como ejemplo– se puede apreciar que la obra de arte es como ha de ser. Se trata simplemente de la definición clásica de lo bello: algo a lo que no se puede añadir nada ni quitar nada sin perturbar el todo. En ese sentido es íntegro.

Pongamos por caso alguien que improvisa al órgano. Durante los bombardeos de Leipzig, iba todos los viernes por la tarde a escuchar los motetes de Bach. El organista era un improvisador genial y a menudo lo mejor del concierto era lo que tocaba cuando acababa los motetes. Pero a veces pensaba para mis adentros: “hoy no ha sido nada”, y entonces me preguntaba: ¿qué significa que “no ha sido nada”? Nada, por así decirlo, que me retuviera en la iglesia y me impidiera salir afuera. No había nada que únicamente me hiciera escuchar y a través de la música me permitiera conseguir la concentración total.

Lo mismo pasa con la pintura. Mire el Poliakoff que cuelga ahí: la composición de colores, y la tensión de líneas y colores parecen transmitir: así tiene que ser. Pero [asombrado] ¿qué significa eso?

 

No me parece casual que cite usted a Bach. Bach vivía todavía en la firme creencia de una verdad religiosa, un mundo religioso. Esa creencia ya no existe en el siglo XX. Sin embargo, el deseo de “integridad” es una cuestión religiosa que ya no encuentra respuesta en la religión. Pero quizá tampoco encuentre una respuesta completa en el arte, a pesar de que el arte actualiza ese deseo.

Tendrá usted que formular de una manera más convincente la última frase. Con lo demás estoy bastante de acuerdo. Pero tampoco es fácil explicar por qué El arte de la fuga tiene algo que ver con Dios. No hay que pensar únicamente en la música de la Pasión.

 

No, pero sí en la manera en que El arte de la fuga es ya en su concepción un arte de la armonía.

Todo lo que existe en la realidad contiene desarmonía, y por consiguiente también armonía, incluida la música.

 

¿También la sospecha de una verdad religiosa, de una redención (religiosa)?

Ahora lleva usted demasiado lejos su presuposición religiosa. Yo sería más cauto y diría que lo que antes se pensaba de una forma religiosa, hoy lo experimentamos en gran medida en el arte: como algo que en relación con la realidad es tan trascendente como antes lo era la religión. Al fin y al cabo, el arte se empezó a comprender de esta forma semirreligiosa cuando la gente dejó de considerar el mundo como un mundo creado de seres humanos que debía ser redimido. Sin embargo, lo que ha permanecido es el deseo de encontrar una respuesta a los enigmas del ser. Hasta ahí estoy dispuesto a aceptar su interpretación, pero quisiera establecer una distinción. Yo no diría que eso es religioso, sino que, al parecer, algo de lo que transmite la religión ha encontrado su réplica en lo que expresa el arte. Por así decirlo, tanto la religión como el arte son promesas de lo “íntegro”.

 

¿Cree usted que el arte puede convertir nuestra sociedad en una comunidad, como hizo la religión hasta la Segunda Guerra Mundial?

Evidentemente no sé cómo será el futuro. Tenemos a nuestras espaldas un siglo con dos guerras mundiales. ¿Quién las ha ganado realmente? Sólo la revolución industrial. De todos es sabido que las guerras benefician únicamente a la industria y que todo lo demás sale perdiendo. Tiene usted razón cuando pregunta: ¿cuál será realmente el futuro del arte? ¿Hasta qué punto puede existir el arte en un mundo tecnocrático y regido por la técnica?

Cuando se inició este desarrollo, Philipp Otto Runge [1777-1810] ya manifestó su compasión por los pintores, porque el giro que se había producido entonces dejaba de tenerlos en cuenta, y lo decorativo lo recubría todo. Era también un declive. Y en efecto: a partir de ahí surgió un mundo nuevo. No voy a negar que nosotros, aquí y ahora, nos encontramos en una situación difícil, y no sabemos qué saldrá de ella. Quizá surja un arte totalmente nuevo de la caligrafía de las culturas orientales.

 

¿A qué se refiere?

¡Al arte de la escritura! Un chino pinta cuando escribe. Tengo un famoso colega chino que en una ocasión me escribió una carta con unos trazos minúsculos a modo de firma. ¡Era tan maravilloso! Aún conservo la carta. No eran más que unas cuantas pinceladas y, sin embargo, eran sumamente conmovedoras. Bueno, admito que para poder escribir de esta manera se tiene que recorrer un largo camino. Pero quizá, a la larga, consigamos reconocer algo de la tensión que se manifiesta en esas páginas chinas casi vacías, como podemos apreciarla ahora en este Poliakoff. Pero, en cualquier caso, tendría para nosotros la misma trascendencia: cómo se puede lograr una concentración tan grande de Dasein con unas cuantas líneas, unos cuantos trazos en una única hoja en blanco.

 

¿Es posible que una buena obra de arte sea al mismo tiempo totalmente desesperada?

Una obra de arte a la que no se dice “sí”.

 

Que sea muy fuerte, pero…

¿Qué significa “fuerte” en este caso?

 

Una obra de arte de la que uno no pueda sustraerse.

¿A la que se dice “sí”?

 

Sí.

¡Pero bueno! Hace usted como si yo afirmara que la obra de arte tuviera que representar algo “íntegro”. ¡Pero de eso nada!

 

Una obra de arte de ese tipo podría convertirse en el símbolo de la imposibilidad de llegar a un mundo íntegro.

¡No! Hace un momento ha dicho usted algo positivo. Ha dicho “sí”: sí, así es. No, no se trata de leer un tipo de información que pudiera contener la obra. ¡Es que usted no quiere pasar… por encima del abismo! Sólo existe el puente del arte, el arco iris del arte, si me permite hacer una alusión a la historia de la creación: el signo de reconciliación entre Dios y el mundo.

 

¿El arte –metafóricamente hablando– no podría nunca negar la existencia de los dioses?

No, en este sentido soy mucho más cauto. Me limito a describir lo que sucede en la época de la Edad Moderna, en la que una secularización tan radical como la que se ha producido presupone, evidentemente, en primer lugar un mundo cristiano. Otros mundos religiosos, como el asiático, nunca podrán engendrar un ateísmo tan radical, pues contienen demasiado “hechizo”, magia y rituales. En Occidente, la interiorización del Nuevo Testamento hizo posible una Ilustración radical. En Grecia, con Platón y Aristóteles, triunfó el ateísmo griego, venció la filosofía.

Pero volviendo a su pregunta: sigue usted intentando eludir el hecho de que lo “no íntegro” invita a un “sí”, precisamente por la manera en que se hace siendo en su plasmación (Gestaltung).

 

Pero ¿qué significa ese “sí”? No es un “sí” que quiera lo no íntegro.

No. Es un “sí” que incluso ante la mayor falta de integridad distingue las leyes internas adecuadas. Algo así como: “no podría ser de otra manera”. El cartel de protesta no es en sí mismo una obra de arte. Pero ¿y Picasso? En absoluto se puede decir que nos ofrezca un mundo reconfortante. ¿Aún se puede hacer hoy en día arte religioso? Lo dudo. Chagall lo consiguió, pero, en cierto sentido, Chagall seguía una corriente oriental.

¿Y en las demás artes? En cualquier caso, siempre he encontrado este elemento afirmativo. Me resulta más difícil hablar de la música, porque no tengo suficientes conocimientos de música. Pero sí he visto cómo un compositor como Webern, con quien la música moderna consiguió triunfar en Alemania después de la Segunda Guerra Mundial, logró una concentración, una concisión, una economía expresiva, a la que la música clásica no había sabido aproximarse hasta entonces. Esa concisión es cada vez más frecuente en el arte: las cosas se reducen a lo mínimo. Y si se trata de un buen artista, su arte tendrá tanta expresividad como antes el arte de la plenitud.

Es un error decir que lo “no íntegro” tendría que estar ahí. Puede ser presentado, pues precisamente por eso es siendo. Es una promesa, una indicación. Tal como dijo Rilke acerca de las catedrales: “Esto estuvo en pie alguna vez entre los hombres.” Pues bien, así sigue en pie entre los hombres. No sólo una iglesia, sino un pintor o un compositor: ¡cómo transmiten tensiones! Acaso se trate de ruido, desarmonía, pero de tal forma que uno dice: “¡Otra vez, por favor, otra vez!” Y luego, lenta, muy lentamente veo acercarse a mí una ley interna, una inmensa profundidad cualitativa. De ahí que lo haya titulado: so wahr, so seiend.

 

¿Lo “no verdadero” es siempre lo “no siendo”?

Lo no verdadero es el mundo reproducido, el mundo meramente fotografiado, aunque, por supuesto, en la fotografía también es posible el arte. Recientemente tuve la oportunidad de ver una toma muy hermosa de Sierra Nevada, o eso creo. ¡No!, era de California. Una fotografía muy bonita. Apenas podía creer que no fuera un cuadro.

Pero, adelante: ¡contradígame! ~

 

© Ediciones Sequitur

 

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