Las rosas quemadas

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Mientras leía las reflexiones sobre las drogas y la ebriedad de Ernst Jünger en Acercamientos (Tusquets, 2000) me pregunté de qué trataba exactamente ese libro que en apariencia propone un acercamiento vital al mundo de los paraísos artificiales. Y llegué a la conclusión de que en realidad el libro trata de inculcar, una vez más en la literatura, la idea de que nuestra recepción pasiva del progreso y del bienestar significa un bálsamo frente al hecho más memorable de todos los que hemos olvidado: la muerte triunfa siempre.
     Cuando llego a conclusiones de este tipo, llamo a veces a Jordi Llovet, en quien confío mucho, para que corrobore mi impresión o me la desmienta. Llovet, que había leído ya el libro, me dijo que andaba en lo cierto y añadió: "Ante ese triunfo eterno de la muerte, comprenderás que morir un poco antes porque hayas bebido o te hayas drogado, es una futilidad".
     Olvidamos mucho a la muerte y nos cuesta aceptar la belleza fúnebre de unos versos de Eliot que dicen la verdad: "Es toda la ceniza que dejan las rosas quemadas./ Polvo suspendido en el aire/ señala el lugar donde acabó una historia". Olvidamos a la muerte y a veces, en gestos nada inocentes, olvidamos a los escritores que han situado a la muerte en el centro de su escritura.
     Algún día, aunque se trata de un libro infinito, alguien escribirá la larga historia de los escritores olvidados. A veces me digo que no es casual que los más rápidamente olvidados sean aquellos cuya obra entera está relacionada con un tema cuyo fantasma ha recorrido, desde los tiempos de la epopeya de Gilgamesh, las mejores páginas de la literatura: la muerte.
     Es el caso, por ejemplo, de Danilo Kis (Subotica 1935-París 1989), uno de los mejores narradores de este siglo, un gran creador al que sólo ha bastado una década de nuestra época acelerada para olvidarlo. Algunos de sus libros los publicó Alfaguara a finales de los ochenta, y yo recuerdo que en Barcelona se creó una pequeña cofradía de lectores que admiraban a este singular y potente escritor serbio de múltiples identidades, autor de obras indispensables —hoy paradójicamente olvidadas— como El reloj de arena o su inquietante Enciclopedia de los muertos, un libro que contenía nueve relatos de una belleza glacial extrema, todos relacionados con un tema común y alarmante: la idea de que sólo está la muerte, la muerte únicamente.
     Recuerdo unas palabras de Kis sobre la operación de escribir que en su momento —habiéndolas leído yo en días de plena crisis creativa— tuvieron la virtud de recordarme algo que había olvidado, la verdadera esencia del placer de escribir: "La literatura es elevación. No inspiración, les ruego. Elevación. Epifanía joyceana. Es el instante en que se tiene la impresión de que, en toda la nulidad del hombre y de la vida, hay de todos modos unos cuantos momentos privilegiados, que hay que aprovechar".
     Estos momentos de privilegio los veía el olvidado Kis como un don de Dios o del diablo, poco le importaba de dónde procedían, pero en cualquier caso los veía como un don supremo. ¿Qué pensaría Kis del olvido en que ha caído actualmente su obra? Tal vez se limitaría a decir que ya nadie puede quitarle lo bailado, aquellos momentos de elevación que conoció al escribir. Y quizás repetiría con ironía un consejo que le dio a un joven escritor por carta: "No creas en la inmortalidad del escritor, son tonterías de profesores".
     Alguien que tiene muy bien asumida, como tontería de profesores, la inmortalidad del escritor es W. G. Sebald, cuyos escritos giran todos en torno a la muerte y son, al igual que los de Kis, de una belleza glacial extrema. A veces el narrador de sus libros (un alter ego que suele registrarse en hoteles con nombre falso) ve el mundo dominado por cierta mudez, cierta quietud, como si miráramos a través de varios cristales. A veces ese narrador no sabe si está "aún en la tierra de los vivos o ya en otro sitio". Como ha señalado Pico Iyer, dos de los espíritus ingleses que predominan en la glacial visión sebaldiana son Richard Burton y su Anatomía de la melancolía y Sir Thomas Browne, autor de Hydriotaphia, quien se soñó contemplando cuerpos dormidos desde las alturas y aventuró que si uno sobrevolara el planeta, siguiendo la trayectoria del sol poniente, vería el mundo entero como una vasta necrópolis.
     El mundo de Sebald y su prosa de una placidez mortuoria recuerdan en ocasiones a Juan Rulfo con su absoluta carencia de alegría, luz y vivacidad: el mundo visto como un gran funeral. Al igual que pasó hace unos años con Danilo Kis, también ahora en Barcelona se ha creado una pequeña cofradía de lectores que admiran a este escritor alemán que lleva tres décadas viviendo en Inglaterra, donde ejerce como profesor de literatura, pero sin caer en la tontería de creer en la inmortalidad de los escritores, lo que hace pensar que el olvido al que pueda estar sometida su obra en el futuro no es nada del otro mundo, nada que pueda preocuparle, no es nada tampoco de este mundo, porque ese narrador que se registra con nombres falsos en los hoteles ya hace años que ha visto atisbos de "espacios polvorientos y planicies marítimas" que, según él, representan el paisaje del futuro: ese futuro que, para la cofradía barcelonesa de Sebald, es pura ceniza, la ceniza del olvido, la ceniza que dejan las rosas quemadas y el polvo suspendido en el aire. La muerte, únicamente. –

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