En 1958 México era un país moderno. En ese año, por ejemplo, se terminaron de construir las Torres de Satélite, cinco monolitos de concreto cuyo propósito era señalar la entrada a un nuevo fraccionamiento al noroeste del Distrito Federal, Ciudad Satélite. El fraccionamiento, ideado por Mario Pani y su equipo, pretendía convertirse en un suburbio autónomo, un satélite ligado a la ciudad de México por medio de una vía rápida, es decir, enfatizaba el uso del automóvil como transporte, como emblema de la vida moderna. Las torres, diseñadas por Luis Barragán y Mathias Goeritz, eran el símbolo de esta modernidad optimista, esculturas abstractas, posicionadas en una plaza creada para ser observada a la velocidad del automóvil.
Si alguien sale de la ciudad de México puede ver cinco prismas triangulares; si alguien llega, ve cinco piezas rectangulares carentes de volumen que, cuando uno pasa a su lado, cambian considerablemente de proporción, como si el movimiento las hubiera desdoblado. Pocas intervenciones urbanas del siglo XX han sido tan afortunadas. Las esculturas públicas suelen ser gestos de narcisismo grandilocuente: un país que conmemora alguna batalla perdida pero heroica, un prócer de turno que desea ser recordado por alguna reforma constitucional, la ciudad que celebra su gesta fundadora. Así han surgido los arcos triunfales, las columnas con guirnaldas, los conjuntos alegóricos, la Cabeza de Juárez. De algún modo, las Torres de Satélite le dieron una vuelta de tuerca a la escultura urbana: no celebran nada más que a ellas mismas, determinan un punto geográfico con gran contundencia y por el mero hecho de existir modifican su entorno. No hay interpretaciones, no hay alegorías, sólo abstracción metafísica.
Sin embargo, la modernidad pecó de un optimismo ingenuo. De un país moderno pasamos a un país caótico. La ciudad de México se expandió y la utopía satelital fracasó al ser absorbida por el crecimiento demográfico incontrolable y la especulación inmobiliaria, la codicia y el desorden. Ciudad Satélite y las zonas aledañas que aparecieron se volvieron parte de la ciudad, perdieron su identidad antes de que alcanzaran siquiera a tener una. Las Torres de Satélite, por el contrario, han conservado su fuerza estética, incluso rodeadas por un entorno completamente distorsionado. Son el único hito urbano de la zona que se ha convertido en un símbolo de identidad y un referente imprescindible para sus vecinos. Son los remanentes de aquel mundo poseedor de una fe inquebrantable en el progreso.
Ahora que ha llegado el momento de criticar esa modernidad, de entenderla y superarla, estamos más confundidos que nunca. Donde antes había, al menos, claridad ahora hay una mezcla de pragmatismo miope y demagogia electoral disfrazada de eficiencia. Así aparece un plan de gobierno: vamos a mejorar el tránsito vehicular desde el Toreo de Cuatro Caminos hasta la salida a la carretera a Querétaro. Aparece también la solución: un segundo piso, cómo no. Vaya originalidad. Es verdad, los problemas viales de la zona son desastrosos, pero ¿es esta la solución más apropiada? Por supuesto que nadie se tomó la molestia de pensar que la vialidad pasaría junto a las Torres de Satélite ni de proponer qué hacer al respecto. Seguimos siendo una sociedad tan provinciana que podemos considerar patrimonio nacional los jarritos de Tlaquepaque pero mantenernos indiferentes ante la alteración de su legado moderno, como si fuera algo ajeno a su historia.
Las condiciones urbanas se modifican, los paradigmas también. Las vistas de los monolitos de concreto de colores en un descampado de los años cincuenta ya no existen, ni volverán a existir. El paisaje ha mutado y lo seguirá haciendo. De cierta manera, la construcción de un segundo piso obedece a la misma lógica de apología del progreso con la que fueron creadas las torres; sin embargo, hoy esa apología es una estetización, paradójicamente anacrónica, del caos.
Más allá de la importancia de cuidar la obra de Barragán y Goeritz, el hecho de que un viaducto elevado pase junto a las Torres de Satélite es una cuestión ética. ¿Realmente queremos que la ciudad crezca de esta manera? ¿De verdad la única solución a la movilidad citadina pasa por vialidades vehiculares elevadas a lo largo de kilómetros? ¿Aún no nos hemos dado cuenta, con el ejemplo del segundo piso del Periférico, que, a pesar de las promesas, estas son sólo soluciones a corto plazo? Hasta hace poco se podía consultar en la página web del gobierno de la ciudad de México un documento titulado “Todo lo que quería saber sobre los segundos niveles”, que intentaba convencer acerca de las bondades de ellos. Cito dos promesas del documento: “Los segundos niveles tendrán un carril confinado para transporte público que privilegie este tipo de transporte. En estas vías correrá transporte eficiente de gran capacidad operado por el gobierno de la ciudad” (¡ja!); y “En lo que se refiere a la imagen urbana de las zonas perimetrales al desarrollo del proyecto, se estima que se contribuirá a mejorarla ya que se recuperarán cientos de metros cuadrados para áreas verdes” (¡ja, ja, ja!). Ahora resulta que las jardineras con magueyes secos son cientos de metros cuadrados de áreas verdes. Promesas olvidadas, no sólo por la ineficiencia gubernamental sino también por la amnesia ciudadana.
El enfoque es miope: un problema de movilidad urbana no se reduce construyendo más carriles; eso es incentivar el uso excesivo del automóvil, ese colesterol urbano del que habla Jaime Lerner. Si el Tren Suburbano y el Metrobús han demostrado ser soluciones eficaces, ¿no es mejor solucionar el desastre del transporte público? ¿O al menos una propuesta que combine transporte público y privado? ¿No hay planteamientos para mejorar la plaza de las Torres de Satélite? Existe la propuesta de hacer un deprimido (extraña y triste denominación con la que ahora se conocen los túneles), pero resulta que es muy costoso y lenta su construcción. ¿Lenta para los tiempos electorales?
El director del Sistema de Autopistas del Estado de México, Manuel Ortiz García, ha dicho que con el Viaducto Elevado se recuperarán 360 mil horas hombre y 50 mil litros de gasolina, que equivalen a pérdidas por 38 mil millones de pesos anuales, y que la obra costaría 4 mil 400 millones de pesos, es decir, 8.6% de ese monto. No está mal; aunque la obra costara el doble, parece ser que sigue siendo conveniente. Y a fin de cuentas, ¿cuánto vale conservar el patrimonio? Y si eso es muy costoso, ¿no era esta la oportunidad de convocar a un concurso para tener varias propuestas y analizar cuál era la más viable? Hacer una plaza pública que pudiera ser utilizada y ligarla con los paseos adyacentes o con el Parque Naucalli, por ejemplo; o crear un proyecto que no sólo resuelva el problema vial sino también otros problemas locales y que los vecinos de la zona salgan beneficiados.
Mathias Goeritz decía que cualquier progreso técnico debía contener también un desarrollo espiritual si no quería producir algo efímero. Ese es quizás el secreto por el cual las Torres de Satélite mantienen cierta nobleza, y de alguna manera evidencian la vulgaridad de su entorno. Al parecer hemos olvidado ese desarrollo espiritual. El tejido de la ciudad de México se ha fragmentado y las soluciones consisten en parches aislados que no son sino nuevos fragmentos. Somos expertos en parches cuando deberíamos ser expertos en acupuntura urbana. Seguramente el Viaducto Elevado se construirá a toda prisa para ser inaugurado a tiempo, será un éxito y todos llegarán más rápido a sus hogares. Se dirá que México es el país donde todo se puede y una vez más no habremos entendido nada de nada. ~