Lastres de África

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¿Pesa sobre África alguna maldición? Formulada así, la pregunta parece tonta, pero ninguna imagen objetiva de ese continente en los últimos diez años logra eludirla. Primero están los violentos conflictos que parecen multiplicarse como células cancerosas en un cuerpo enfermo. Dos muy prolongados y ya casi olvidados, porque comenzaron a la hora de la independencia y nunca se han interrumpido: el de Angola y el del Sudán.
Con el paso del tiempo, se han añadido a estas dos tragedias interminables otras que parecen igualmente imposibles de resolver: la anarquía incontrolable de Somalia desde fines del decenio de 1980, la guerra civil de Burundi desde 1993 y la "pseudo guerra civil" multinacional del Congo-Kinshasa desde 1998. Mientras tanto, diversas "guerras pequeñas" (en Liberia, Sierra Leona y el Congo-Brazzaville) se han inflamado antes de volver a apagarse, dejando miles de cadáveres a su paso. Esto sobre un telón de fondo de fluctuante violencia étnica esporádica en Nigeria, Costa de Marfil, Senegal, el Níger, el Chad, la República Centroafricana, Kenia, Uganda, Zanzíbar y recientemente en Zimbabue, país que, tras las manipuladas elecciones presidenciales de marzo, parece en condiciones de pasar al nivel de conflicto mayor. Ruanda, por supuesto, tuvo la guerra grande, con más de 800,000 muertos en lo que representa el tercer genocidio del siglo XX. La tensión étnica ahí sigue palpable, está lejos de haberse resuelto y ha contribuido considerablemente al descomunal caos del colindante Congo.
     Y si seguimos la manifiesta huella de sangre que muestran los medios de comunicación, encontramos, además, otros males menos espectaculares, y percibimos su estrecha relación con la violencia más digna de la atención de los medios: el descomunal subdesarrollo económico, la dependencia de la mayor parte de los países respecto de la exportación de cultivos tropicales comerciales cuyos precios no dejan de bajar, la brecha tecnológica que se hace cada vez más cruel en el ámbito postindustrial, una trágica carestía de los servicios básicos más necesarios de transporte, salud y educación y, de remate, el índice más alto de infección del virus de inmunodeficiencia humana de todo el mundo.
     Con todo, "África funciona".1 No, Etiopía ya no está devastada por la hambruna. Sí, hay internet en África, y en ocasiones incluso en las zonas más remotas, más insospechadas. Se puede llamar por teléfono a Nueva York, desde la Somalia desgarrada por la guerra, a menor precio que en el sentido contrario. No, Idi Amin ya no está en el poder en Uganda, y sí, algunos conflictos llegan a resolverse, como la guerra de Mozambique. Hay intelectuales angustiados que se hacen preguntas, y hay héroes anónimos que sencillamente siguen trabajando en sus empleos, pese a los veinte dólares mensuales de sus salarios, a la falta de computadoras y a veces incluso de escritorios. Allí está el enorme ejército de campesinos que lentamente sigue mejorando su productividad y a duras penas logra darles de comer a todos, pese al índice anual superior al 2% del crecimiento demográfico. Incluso hay políticos honestos, he conocido a algunos. El problema no es una maldición de Dios, la conocida maldición bíblica de Cam, ni inferioridad alguna de las razas de piel oscura. El problema tampoco son los "antiguos odios étnicos" que todo periodista perezoso invoca cada vez que no entiende algún conflicto de África. El problema ni siquiera es la explotación extranjera real, pero económicamente marginal, de los recursos naturales de África. El problema es que África era un mundo aislado hasta el siglo XIX y que, al sumarse al planeta más ancho y ya en acelerado proceso de globalización, se incorporó de manera rápida y brutal, sin consideración alguna por el bienestar de sus pobladores. Peor todavía: el imperialismo, tras haber engullido el continente africano cuando le pareció útil y oportuno, lo escupió después de la Segunda Guerra Mundial, cuando ya no resultaba tan interesante seguir rumiándolo. Se colonizó África cuando no era el momento y sucedió lo mismo al descolonizarla. El resultado fue un tremendo caos. Pero, desde la Guerra Fría, todos decidieron posponer hasta el fin de ese enfrentamiento la reflexión al respecto. A corto plazo, el interés estaba en que África se mantuviera del lado de la "libertad". Bueno, según los observadores, la "libertad" o algo parecido fue lo que ganó. Y ahora el mundo libre le ha vuelto la espalda a África como unos alegres vacacionistas que abandonan un cachorrito enfermo, porque sus desesperados quejidos les echarían a perder la amenidad del paseo.

El atraso de la colonización
En el siglo XIX, cuando fue de pronto colonizada, África era el único continente del planeta donde todavía no se conocía la rueda, donde la agricultura no sabía del arado y donde no se había inventado la escritura.2 ¿Por qué? Muy simple: porque el África negra era la isla más grande del mundo. El mar, el desierto y la selva la habían mantenido aislada. Esta idea se aclara al observar las orillas de África, al norte y el oriente. La cultura árabe e islámica penetró ambos frentes, en diversos grados. Muy profundamente en el norte, que para el siglo VIII ya estaba casi por completo arabizado; con menos intensidad en el oriente, donde se desarrolló la muy original cultura swahili merced al encuentro entre el arabismo y el África bantú. En ambos casos surgió una cultura alfabetizada, basada en el árabe, que fue digerida y africanizada a lo largo del valle del Nilo y hasta los Grandes Lagos. Pero este proceso fue tardío y lento, porque su origen era extranjero y a menudo nada amable. Todos han oído hablar del comercio de esclavos en el Atlántico. El comercio árabe de esclavos en el continente es menos conocido, pese a ser más antiguo y haberse prolongado durante más tiempo, a lo largo del cual arrancó de África a tantos negros como los destinados a América.
     Con todo, el siglo XIX fue una era de portentosa inventiva política. Desde principios de 1800, parecía que África estuviera empeñada en una desesperada carrera de construcción del Estado, para alcanzar al resto del mundo antes de que se hiciera demasiado tarde. "El África estancada", como la llamara Hegel, se apresuraba, con las yijad de Osman Dan Fodio y Samory Toure, a revolucionar el África occidental, la de los tradicionales reinos de Buganda y Bunyoro en los Grandes Lagos, con lo que empezó una desenfrenada carrera hacia la modernidad, mientras que los depredadores de esclavos Zubeyr Rahman Mansur, Tippu-Tip y Mirambo fundaban sus reinos desde el Sudán hasta Tanganica, Shaka y Mzilikazi, de resultas de lo cual se transformó profundamente el panorama político del sur del África, con el Mahdiyya sudanés, que fue el primer Estado islámico moderno y radical después de sacudirse el yugo egipcio occidentalizado.
     La colonización detuvo sangrientamente ese proceso. África no iba a modernizarse sola, sino que Europa la modernizaría, de conformidad con los valores europeos, para tenerla al servicio de sus propósitos y bajo amenaza del castigo europeo si se desviaba de la senda correcta. Y así se procedió, con todas las consecuencias que cabía esperar. Quizá las peores no fueran las atrocidades, aunque el ejemplo del Estado Libre del Congo leopoldino haya sido algo especial: probablemente la mitad de la población del territorio fue asesinada o forzada a morir entre 1885 y 1908. En ese caso, la violencia llegó a un clímax tal que rebasó los cuerpos: arruinó también las almas. Pero, por lo demás, aunque la masacre de la etnia de los herero en Namibia, a cargo del general Lothar von Trotha, o la recurrente violencia portuguesa en Angola, fueran traumatizantes, los colonizadores "buenos", los británicos y más todavía los franceses, quizá causaron daños peores. Querían convertir el alma africana en alma europea. ¡Ay! ¡Y con las mejores intenciones! Los franceses llegaron incluso, con su política de asimilación, casi a convertir a "sus" africanos en franceses. Los niños negros aprendían en la escuela que sus antepasados eran los galos, porque los programas académicos de las colonias se habían integrado con los de la metrópoli. Era lo contrario del racismo: era el imperialismo cultural inconsciente, y calaba muy hondo. Hoy, los africanos de lengua francesa, por lo menos las élites, ya no son africanos, sino franceses de piel oscura que prefieren un beaujolais a la cerveza de mijo, y para quienes tener un departamento en París es el máximo símbolo de gran condición social. Lo peor no es que la colonización haya matado africanos. Las guerras siempre han matado, y sobre todo en las primeras etapas. Pero lo que vino después fue más pesado, más duradero, y dio lugar a más enajenación. Se trató de quitarle el alma a África tal como se les quitan los parásitos a los animales domésticos.
     La modernización no se concibió como instrumento, sino como "misión civilizadora". Por lo tanto, el que aprendía a leer y escribir tenía que escupir simbólicamente en su pasado cultural para convertirse en buen empleado de oficina. Claro que no hay estructura tecnológica capaz de ser neutral culturalmente, pero en el caso de África los europeos deliberadamente identificaron el cambio cultural con el progreso, rebajaron el pasado africano identificándolo con "el atraso", e hicieron de la modernización un proceso de autohumillación colectiva. Y para empeorar las cosas, esta "modernización" fue muy selectiva. El Estado colonial necesitaba oficinistas, tenderos, capataces y, en el mejor de los casos, enfermeros. No necesitaba ingenieros, agrónomos, banqueros ni médicos. Mucho menos —¡ni Dios lo quiera!— profesores universitarios, periodistas o políticos. De modo que obtuvo lo que quería. A la hora de la independencia, los Estados africanos recién nacidos recibieron lo que quedaba de ese programa "académico". En desquite, proliferaron los políticos y los periodistas, mucho más de lo necesario, porque esas profesiones tenían gusto a fruto prohibido, y además también permitirían a los que las ejercieran manipular a sus hermanos menos educados y más crédulos. Se establecieron así, muy pronto, las pautas de la política africana postindependentista.
     Los colonizadores jamás pensaron en lo que pasaría si descolonizaban. De cualquier forma, era impensable. Cuando el futuro reformista belga Jef van Bilsen presentó su plan de descolonización de treinta años, en 1957, lo acusaron de comunista furioso. Tres años después el Congo se independizó en medio del caos total. Lo mismo ocurrió en Kenia, donde los colonizadores blancos estaban dispuestos a linchar a cualquiera que hablara de independencia, y mataron a miles tratando de extirpar el "atrasado, sangriento y atávico" movimiento de los mau mau. En Rhodesia, los colonizadores llegaron a crear en 1965 su propio Estado internamente colonizado, cuando parecía que la Gran Bretaña estaba lista para marcharse. Cuando finalmente se impuso la independencia a los gobiernos europeos, por las necesidades de la geopolítica mundial (en pocas palabras, cuando los estadounidenses consideraron que las colonias serían caldo de cultivo para el comunismo y era necesario desmantelarlas), sencillamente se marcharon casi de la noche a la mañana,3 dejando sin terminar un trabajo mal hecho y deseándole buena suerte a todos. Lo peor es que, como la independencia en gran medida se concedió, en lugar de conquistarse, como en Asia, no se formó un grupo de políticos revolucionarios porque prácticamente no hubo lucha alguna. Los pequeños administradores coloniales de antes fueron ascendidos de la noche a la mañana y llevaron su incompetencia a los puestos superiores.
     Y por último, aunque no de menor importancia, las fronteras impuestas a los nuevos Estados por sus antiguos amos coloniales fueron totalmente arbitrarias. El Estado nación no existía en la mayor parte de África antes de la colonización, y aun en los casos en que lo había, tenía un concepto de "fronteras" por completo diferente del postwestfaliano proyectado en África por los europeos. Eran membranas porosas más que líneas duras. Pero los Tratados de Westfalia (y todos los demás de Europa y Asia) reflejaban cierto equilibrio local del poder. Los que no participaban en esos tratados no solían imponer fronteras, y cuando comenzaron a hacerlo, como a partir de Versalles en 1919, el resultado no tendía a durar. En África no había tratados entre los africanos, y aun los tratados entre los amos europeos dependían por completo de los juegos diplomáticos de Europa, y no de consideraciones locales. De esta manera, si Alemania no hubiera deseado tanto la isla de Helgoland en el Mar del Norte en 1890, una buena parte del noreste de Kenia habría sido colonia alemana. El sur de Somalia se hizo italiano en 1926 (y en consecuencia, "somalí" posteriormente)4 sólo porque los británicos querían complacer a Mussolini para que se mantuviera de parte de los aliados. Gambia, quizá el Estado más absurdo del planeta, sólo existe porque los franceses rodearon un pedacito de territorio británico durante la ocupación del Senegal, con tal de no contrariar a Londres. Los ejemplos son inagotables. El resultado es que no hay fronteras africanas seguras hoy en día. Se forzó a convivir a tribus que no se llevan bien. Otros que quisieran vivir juntos han sido separados en dos o tres partes por fronteras artificiales, líneas abstractas que las personas atraviesan llevando consigo bienes que no se gravan, armas, ideas subversivas y epidemias. Estas son una calamidad, el contrabando a menudo resulta útil para la gente, aunque no para el Estado, y las armas e ideas subversivas funcionan para llevar a una modernización política demorada y desatendida en la que los colonizadores sencillamente nunca pensaron.

África, patio de recreo de la Guerra Fría
En el periodo de las independencias, África llegó a otra etapa de su calvario, porque ocurrieron durante la Guerra Fría, por lo cual la independencia africana nunca fue objeto de atención de las diversas cancillerías occidentales, sino más bien un problema de seguridad que correspondía atender a los servicios secretos, para que los rojos no se apoderaran de los negros, como se temió tanto en el Congo en época de Lumumba. Los franceses fueron los más congruentes. Jacques Foccard, el hombre de De Gaulle para África, tenía un don maravilloso para descolonizar sin descolonizar. Los franceses crearon un ministerio especial, el Ministerio de Cooperación, que en realidad era el Ministerio para África. Se colocó en el poder a los "amigos" de París. Cuando sus pueblos los derrocaban, los franceses volvían a colocarlos, comenzando por León Mba, en el Gabón, en 1965. Si a los franceses no les gustaba el gobernante, lo quitaban del puesto, como al "emperador" Bokassa en 1979. En vista del predominio de este sistema, es comprensible que la mayoría de los presidentes africanos de lengua francesa trataran de gozar del favor de Francia. No era muy difícil: sólo tenían que consultar a París para todas sus decisiones y asegurarse de que no hubiera contradicción. Debían tener particular cuidado en las relaciones con los malvados intereses "anglosajones", según descubrió consternado el presidente congolés Pascal Lissouba, cuando trató de introducir las empresas petroleras estadounidenses en Brazzaville.
     Los estadounidenses, efectivamente, nunca le habían hecho mucho caso al África francesa. Se la habían subcontratado a los franceses, que se aseguraban de impedir que se colara inadvertido cualquier rojo malvado. En 1978, cuando los gendarmes katangueses atacaron el Zaire desde la vecina Angola, que estaba bajo control comunista, Estados Unidos proporcionó los aviones de transporte, y a los paracaidistas franceses y belgas les tocó saltar y combatir. Estados Unidos tenía las manos muy ocupadas en otras partes, al tiempo que los rojillos estaban infiltrándose por todos los matorrales africanos. Al menos así parecía desde Washington: el Congo Belga, Angola, Etiopía, Mozambique… Había que cercenar la oleada roja. Pudorosamente, Estados Unidos toleró con disimulo, durante años, el apartheid en Sudáfrica por ese preciso motivo. El apartheid no era muy bueno, pero sin duda era anticomunista. Esto indignaba a la gran mayoría de los africanos en todo el continente, y dio pie a una vigorosa oposición a los estadounidenses (y a veces a los europeos). Los fundamentalistas musulmanes cosecharían posteriormente lo que ese craso error diplomático sembró. Sólo una vez terminada la Guerra Fría reapareció la rivalidad entre Francia y Estados Unidos, en vez de la vieja franquicia en virtud de la cual Estados Unidos le permitía a Francia hacer lo que quisiera en sus antiguas colonias, con tal de que no admitiera comunistas. Como ya no había rusos a la vista, los franceses y los estadounidenses podían enfrascarse en sus riñitas. Desgraciadamente no era un juego de niños. La tonta obsesión del presidente Mitterrand con el origen de lengua inglesa de los rebeldes de Ruanda, en 1990, llevó a Francia a apoyar el régimen de Habyarimana e, involuntariamente, a abrirle paso al genocidio de 1994. Pero esta situación ya era posterior a la Guerra Fría. ¿El final del imperio del mal anunciaba una nueva era de libertad para el continente africano? Muchos así lo creyeron, incluso el presidente Mitterrand, que había tratado de reparar el viejo y desvencijado sistema neocolonial francés, pero no logró hacerlo a tiempo para evitar que la catástrofe de Ruanda hiciera desplomarse el techo en la cabeza de Francia. Lo que había logrado el fin de la Guerra Fría era introducir la era de la curita cosmética.

Regresar África al pizarrón
Alrededor de 1990, el problema era cómo desmantelar lo que en otra parte he llamado el "leninismo de derecha", perfectamente ilustrado por el sistema del Zaire: el Estado de un partido, con un sindicato único centralizado, con intentos de someter a la Iglesia, sin libertad de expresión, con culto a la personalidad, con prensa controlada y movimientos de masas que atraviesan la sociedad sin otro derecho de asociación que los ya mencionados. Todos los que se hacen notar demasiado son arrestados y si dan mucha lata, se los elimina. ¿Corea del Norte? No: la cia sostuvo a Zaire en los decenios de 1970 y 1980. Se presentaron diversas versiones del mismo modelo básico en todo el continente, algunos sostenidos por los franceses, otros por una Gran Bretaña debilitada. Los antiguos marxistas adoptaron la fórmula sin problemas. Así que cuando se dice que el presidente actual de Zimbabue, Robert Mugabe, no es un demócrata, sin duda eso es lo cierto, pero ¿por qué nadie se daba cuenta cuando estaba empapando Matabeleland de sangre, alrededor de 1984? Pues porque en esa época acababa de salir del lado equivocado (es decir, con apoyo de Pekín) y no se lo tenía que recuperar "al lado de la libertad". Habría sido de veras demasiado desconsiderado señalar que estaba matando a algunas personas en su propio patio trasero, además de que eran puros negros. Por otra parte, el régimen blanco de Ian Smith también había matado a muchos negros y se acababa de decidir que esa no era la mejor fórmula para impedir que los comunistas se apoderaran de Sudáfrica. Lo depusieron. Qué lata que su sucesor negro no resultara mejor. Habría valido más hacer como si nada.
     Con semejante trayectoria, en África no resultó fácil la "democratización", cuya gran necesidad de pronto se le ocurrió a las cancillerías occidentales, una vez pasado el peligro rojo. Regresaron a acecharnos los viejos tiranos de siempre. Mobutu fue eliminado del Zaire. Pero ¿y el camarada Dos Santos, que se ha convertido en gran amigo de Estados Unidos gracias a sus abundantes reservas de petróleo?, ¿también se ha hecho demócrata? ¿Habyarimana era demócrata? ¿De veras podemos creer que el presidente Sassou Nguesso del Congo-Brazzaville se haya vuelto demócrata sólo porque le metió un gran susto a todos durante la guerra civil, al grado de que obligó a los electores a votar por él por temor a otra ronda del deporte favorito del mandatario en caso de perder? Poco a poco surgen hombres nuevos: el primero fue Museveni, en la Uganda de 1986. Manasseh en el Níger. Laurent Gbagbo en Costa de Marfil. Joseph Kabila en el Congo. Pero a menudo traicionan sus promesas iniciales, como Paul Kagame en Ruanda o Issayas Afeworki en Eritrea. Incluso Museveni, que ya no es tan joven, está envejeciendo mal y cada vez se hace más autoritario. De modo que ¿volveremos a explicarnos el asunto con aquello de la maldición? Definitivamente no. Pero se perciben las repercusiones del leninismo de derecha en los Estados anteriormente comunistas que han fracasado. Tratar de ejercer un leninismo de derecha, desde un Estado postcolonial y sobre una nación débil y sin tradición de sociedad civil educada, no resulta más fácil.
     Claro que no contribuye a mejorar este estado de cosas la extraordinaria falta de atención internacional a la situación económica de África. Durante la Guerra Fría, las periódicas inyecciones de fondos mantuvieron cierto equilibrio, a la vez que fomentaron una corrupción desenfrenada que hoy ya es incontrolable. Pero, además, esas inyecciones de fondos se han reducido mucho desde 1990. Las razones oficiales que aduce el Banco Mundial son angelicales: los gobiernos africanos tienen que ordenar sus casas, devaluar, privatizar, reducir el gasto social, propiciar el mercado (¿cuál mercado?: nadie lo tiene claro) y, en general, hacerse muy thatcherianos. Muy bien, pero la señora Thatcher tenía que ver con un Estado de bienestar excesivo heredado de los gobiernos laboristas de la postguerra, lo que tiene muy poco que ver con las economías de la mayor parte de los países africanos.5 Pero ¿a quién le importa? En la economía hay modas que tienen la misma fuerza y son tan irracionales casi como las del mundo de la alta costura parisina. La orden del día es el capitalismo racional: las subvenciones a las escuelas y los hospitales se oponen al mercado, y por lo tanto hay que dejar que los estudiantes y los pacientes paguen los servicios. Claro que es una lata que no tengan dinero, pero ¿qué se puede hacer? Una política correcta es una política correcta: no importa que dé resultados catastróficos. Una población sin educación y enferma no es exactamente lo que se necesita para el desarrollo, ni tampoco un mercado muy bueno para los bienes industriales; pero las políticas económicas que sirven para Bruselas o Tokio también tienen que servir en Lomé o Lilongwe. Cualquier otra cosa no sería políticamente correcta o incluso podría hasta considerarse racista. Además de que estas políticas tienen incluso una ventaja a menudo discretamente olvidada: con maniobrar un poco hasta benefician a los países ricos. Ejemplo de ello es la última ley de Estados Unidos relativa al África y aprobada en el 2000, pomposamente denominada "Ley para el desarrollo comercial y las oportunidades en África". ¡Qué bien suena!, ¿verdad? Bueno, pues su principal consecuencia es, sí, abaratar las importaciones de petróleo que hace Estados Unidos respecto del África occidental —porque el crudo angoleño o gabonés, como es un producto "africano", no paga impuestos; no lo es, en cambio, que ayudara mucho a una atareada campesina a labrar su campo de yucas en Burkina Fasso.
     Con respecto a la ayuda, no sólo su volumen ha disminuido, sino que sigue tan desesperadamente mal dirigida como antes. Cuando había más dinero era menos evidente. Hoy deslumbra. De modo que, con el alto índice de crecimiento demográfico —lo único que crece aceleradamente en África—, así como con las absurdas políticas económicas internacionales y una buena dosis de corrupción interna, la dotación sigue disminuyendo. Ha llegado a niveles increíblemente reducidos. Los argentinos de clase media que protestan (con razón) por las idiotas políticas que los han arruinado serían considerados, en África, unos prósperos burgueses.
     Tomemos esa situación e incorporemos otros elementos: las fronteras que no son fronteras —porque otro las trazó y no tienen sentido—, una clase política casi por completo ilegítima, una falta monumental de educación y un deterioro del comercio que sitúan al campesino común (el 90% de los africanos) en la posición más baja de todas. Lo único que hace falta es cualquier "causa" para encender la mecha. Y la "causa" suele encontrarse en las rivalidades étnicas. No porque sean "antiguas" o estén "arraigadas en las culturas". No. Todo lo contrario: porque reciclan la historia vieja en nuevas pautas para alimentar la máquina de guerra contra el próximo grupo, con un objetivo a la vista: obtener el poder del Estado. Como la situación económica deja sólo a un participante de importancia en el campo económico, el Estado, y como no hay más oportunidades, todos compiten, si no por llegar a la máxima posición, por lo menos por acercarse a los que pueden llegar hasta arriba. Entonces ocurre lo que los economistas llaman el "efecto de filtración". O por lo menos eso se espera.
     Y por eso vas a matar. Vas a matar porque no puedes comprarte siquiera ropa buena, aunque tengas un doctorado. O vas a matar porque no hay medicamentos para tu hijo enfermo, si eres campesino. Pero vas a matar. Y ¿por qué no? ¿Qué otra cosa te pueden ofrecer "ellos", los poderosos, los de arriba? Así que basta con formarse detrás del hombre fuerte de la tribu y ojalá puedas ayudarlo a subir. Qué bueno que haya tribus. De otra manera no se sabría a quien impulsar. Así se sabe enseguida, y sin dificultad, quiénes son los enemigos y quiénes los amigos en esa guerra. Si gana tu cabecilla, con suerte y el "efecto de filtración" te beneficiará. Y si mueres en el intento, ¿qué importa? ¿Para qué servía tu vida de todos modos?
     Estas son las condiciones básicas. Algunos se horrorizan por la violencia africana. Personalmente, después de 32 años en África, la encuentro muy contenida. En muchos lugares de África la vida es, si no fácil, por lo menos razonablemente llevadera. Sería fácil que empeorara. Dadas las circunstancias, las personas tratan de sobrevivir lo mejor que pueden sin matar. Pero a menudo tienen que hacerlo, o las convencen de hacerlo, bajo vagas amenazas de terribles consecuencias personales, como durante el genocidio de Ruanda. Incluso cuando tratan de ser razonables, como en Zimbabue  después de las elecciones, ¿qué logran con eso? Exaltadas promesas de apoyo que casi siempre son mentira. Los zimbabuenses han visto de lejos, aunque no tan lejos, el genocidio de Ruanda, perpetrado en las narices mismas de la ONU y de la comunidad internacional, que no quisieron intervenir; han visto cómo se desintegraba Somalia, desaparecía Sierra Leona, se hundía el Congo, ardía Burundi. Lo que los mantiene es su prudencia y una sana duda sobre las promesas occidentales. Mugabe lo sabe. Todos los tiranos de África conocen la regla básica del juego: matan negros, y entonces la vida de un negro no vale la décima parte de la de un blanco. En realidad, fue un error de Mugabe haber matado a diez colonos blancos: todo lo que se diga de él será por eso más que por los cientos de negros que han muerto a sus manos.
     África es un motor de arranque conectado al revés. Sólo los que ignoran su situación básica pueden asombrarse de que eche chispas y dé toques. Hay que devolver al pizarrón todo lo que tiene que ver con África: la economía, las fronteras, la política y el Estado, y la política sanitaria, el sistema educativo, todo. Y han de hacerlo los propios africanos, porque ya pasaron los días en que los bondadosos extranjeros pretendían llevarlo a cabo. Pero hay que ayudar a los africanos a ayudarse. Y eso significa que, primero, hay que verlos como seres humanos, y no como objeto de la atención humanitaria ni como maniacos asesinos.
     Addis Abeba, abril de 2002. ~
     — Traducción de Rosa María Núñez

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