Libertad de expresión y símbolos patrios

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La Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación emitió, el pasado cinco de octubre, una resolución que repercute en la delimitación del ámbito de protección que tiene, en nuestro país, uno de los derechos humanos básicos y más importantes: la libertad de expresión.1 Y lo ha hecho de un modo que, a nuestro juicio, refleja un entendimiento equivocado del contenido y alcance de este derecho, así como de la manera en que un Estado democrático puede condicionar su libre ejercicio mediante normas de rango legal y, en particular, mediante normas de naturaleza penal.

Las libertades fundamentales para expresarse y para publicar escritos
     Como es generalmente aceptado, la libertad de expresión es uno de los derechos que radican en el núcleo mismo del Estado democrático de derecho. Testimonio de ello es su consagración en los principales instrumentos internacionales de derechos de los que México es parte, como el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos (Artículo 19) o la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Artículo 13). Dicha libertad contiene una primera faceta esencialmente negativa e individual, desde la que destaca su condición de derecho que impone al Estado el deber de no interferir en la actividad expresiva de los ciudadanos, y que asegura a estos últimos un importante espacio de creatividad y desarrollo individual. Pero la libertad de expresión e imprenta tiene también una vertiente pública, institucional o colectiva, de inmensa relevancia. Gozar de plena libertad para expresar, difundir y publicar ideas es imprescindible no solamente para ejercer plenamente otros derechos fundamentales —como el de asociarse y reunirse pacíficamente con cualquier objeto lícito, el derecho de petición o el derecho a votar y ser votado—, sino que constituye además un elemento funcional de importancia esencial en la dinámica de una democracia representativa.
     En efecto: si los ciudadanos no tienen plena seguridad de que el derecho los protege en su posibilidad de expresar y publicar libremente sus ideas, es imposible avanzar en la obtención de un cuerpo extenso de ciudadanos activos, críticos, comprometidos con los asuntos públicos, atentos al comportamiento y a las decisiones de los gobernantes, y capaces así de cumplir la función que les corresponde en un régimen democrático. En otras palabras, cada vez que un tribunal decide un caso de libertad de expresión o imprenta, está afectando no solamente las pretensiones de las partes en un litigio concreto, sino también el grado al que, en un país, quedará asegurada la libre circulación de noticias, ideas y opiniones, así como el más amplio acceso a la información por parte de la sociedad en su conjunto, todo ello condición indispensable para el adecuado funcionamiento de la democracia representativa. Así lo ha destacado la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en numerosos informes, lo mismo que la Corte Interamericana de Derechos Humanos, intérprete primario de instrumentos internacionales que nos vinculan, en casos entre los que destaca la Opinión Consultiva 5/85. […]
     Esta relación entre libertad de expresión y práctica democrática, así como la idea de que la misma libertad de expresión confiere un valor adicional, una garantía extra a la democracia, cuando su ejercicio interactúa con otros derechos y otros bienes que los órganos jurisdiccionales no pueden obviar, está en el centro de lo que podemos llamar la “teoría estándar de la libertad de expresión”, que las Cortes constitucionales de los Estados democráticos y de derecho de nuestro tiempo aplican y salvaguardan.
     Es importante subrayar que el derecho que garantiza nuestra Constitución Federal no es simplemente un derecho a expresarse, sino un derecho a expresarse libremente. La libertad de expresión, en otras palabras, protege al individuo no solamente en la manifestación de ideas que comparte con la gran mayoría de sus conciudadanos, sino también de ideas impopulares, provocativas o, incluso, aquellas que ciertos sectores de la ciudadanía puedan considerar ofensivas. La libertad de expresión es, en muchos sentidos, un derecho al disenso, y esta dimensión dota de pleno sentido al hecho de que la Constitución Federal la consagre como un derecho fundamental que, como es sabido, constituye una figura jurídica cuya razón de ser es salvaguardar al individuo frente a la decisión de las mayorías. Los derechos tienen por naturaleza un carácter contrario a la mayoría, el cual obliga a desvincular su contenido y alcance protector respecto de las opiniones y determinaciones tomadas por las mayorías en un cierto momento histórico.
     Hay que precisar, asimismo, que las libertades de expresión e imprenta protegen de manera especialmente clara y enérgica el derecho del individuo a expresar sus ideas en materia política. El discurso político está más directamente relacionado que otros —por ejemplo, el discurso de la publicidad comercial— con la función pública e institucional de la libertad de expresión. Por lo tanto, proteger su difusión libre resulta especialmente relevante para que la libertad de expresión cumpla del todo con su posición estratégica de cara a la formación de la opinión pública, dentro del esquema estructural de funcionamiento de la democracia representativa.
     Lo anterior no significa que las libertades de expresión e imprenta no tengan límites. Como cualesquiera otros derechos, no son libertades ilimitadas. La Constitución Federal realiza una enumeración explícita de cuáles son esos límites. Al respecto, conviene destacar que la redacción del texto constitucional obliga claramente a hacer una interpretación estricta de tales restricciones.2 […]
     No hay duda de que el legislador puede dar especificidad a los límites de las libertades de expresión e imprenta considerados de manera genérica en la Constitución, y de que el Código Penal no puede ser, prima facie, excluido de los medios de los que puede valerse a tal efecto. Sin embargo, tampoco se ha de dudar que la labor del legislador penal debe poder cohonestarse, en todos los casos, con unas previsiones constitucionales que no dan carta blanca a las autoridades públicas a la hora de desarrollar y concretar los límites de esos derechos fundamentales, sino que las obligan a examinar, de modo muy cuidadoso, los casos en que la libertad de expresión entra en conflicto con bienes jurídicos o derechos que la Constitución configura como límites de la misma, y a ponderar sus diversas exigencias. De lo contrario, se pondría en riesgo el carácter supralegal de los derechos fundamentales y se otorgarían atribuciones extraordinarias al legislador ordinario, representante de ciertas mayorías históricas y, por ende, contingentes.
     Toda actuación legislativa que efectúe una limitación a los derechos de libre expresión e imprenta, con la pretensión de concretar los límites constitucionales previstos, debe, por tanto, respetar escrupulosamente el requisito de que tal concreción sea necesaria, proporcional y, por supuesto, compatible con los principios, valores y derechos constitucionales. El cumplimiento de estos requisitos es especialmente importante cuando dichos límites se concretan mediante el derecho penal, que, como se sabe, es el instrumento estatal de control social más intenso, lo cual exige que su uso esté siempre al servicio de la salvaguarda de los derechos y bienes con protección constitucional clara. […]

La inconstitucionalidad del Artículo 191 del Código Penal Federal
     En este contexto, el delito tipificado en el Artículo 191 del Código Penal Federal no puede considerarse, a nuestro entender, una concreción constitucionalmente legítima de los límites constitucionales a la libertad de expresión e imprenta —los cuales, haciendo una interpretación conjunta de lo establecido en los Artículos 6o y 7o Constitucionales, se concretan en la necesidad de no atacar la moral, los derechos de tercero (y en especial la vida privada), no provocar algún delito y no perturbar el orden público o la paz pública.3
     Empecemos por la necesidad de que el ejercicio de la libertad de expresión no “ataque la moral”. No cabe duda que el concepto de moral tiene una carga emotiva y una dimensión valorativa muy grandes, y que difícilmente podrá desprenderse de su condición de concepto esencialmente controvertido. Ello no significa, sin embargo, que sea imposible darle concreción a los efectos de la interpretación constitucional. Lo que sí es claro es que dicha concreción no puede venir dada por lo dispuesto, por ejemplo, por la Ley sobre Delitos de Imprenta publicada el doce de abril de 1917, frecuentemente invocada en el contexto de las discusiones sobre la libertad de expresión: si lo que queremos es interpretar el significado de los límites constitucionales del legislador (entre otras autoridades) en materia de la libertad de expresión, es obvio que no podemos delegarle a él la definición de tales límites, pues ello lo convertiría en un sujeto que decide acerca de la constitucionalidad de sus actos, en lugar de que la misma sea evaluada por un órgano jurisdiccional a la luz de lo dispuesto en la Carta Magna.
     La resolución del presente caso, sin embargo, no nos obliga a proporcionar una definición exhaustiva del término “moral”, sino más sencillamente a precisar lo que no puede entenderse comprendido en la mención que a la misma se hace en los Artículos 6o y 7o de la Constitución. En este sentido, hay que afirmar que el término “moral” que la Constitución menciona como límite expreso a la libertad de expresión e imprenta no puede hacerse coextensivo con la moral “social” de un grupo determinado, esto es, no puede identificarse con el conjunto de normas culturales que prevalecen en una sociedad y en una época determinadas, plasmadas en sus costumbres, tradiciones y estados de opinión más extendidos. El término “moral” mencionado en los artículos constitucionales que nos ocupan debe entenderse de un modo muy restrictivo como equivalente de la moral “pública”, esto es, el núcleo de convicciones básicas y fundamentales sobre lo bueno y lo malo prevalecientes en un determinado núcleo social, sin que puedan incorporarse dentro de esta categoría juicios sobre las más variadas cuestiones que acontecen socialmente.
     Si se interpreta el término “moral” de modo más extenso, se convierte en una cláusula con un evidente potencial para desnaturalizar la libertad de expresión, en vez de simplemente limitarla. De poco serviría en la realidad la garantía de la libertad de expresión e imprenta protegida como derecho fundamental por la Constitución Federal, si los individuos sólo pudieran ejercerla hasta el límite de no contrariar la moral social imperante en la comunidad en la que viven, la cual, como es sabido, incluye a menudo creencias totalmente incompatibles con el necesario respeto a los derechos fundamentales de todas las personas, e intolerantes con el pluralismo ideológico, político y filosófico inherente a las sociedades modernas. Sería imposible proteger la vigencia de un derecho fundamental al disenso, si el término “moral” se definiera de un modo no estrictamente condicionado por la necesidad de fomentar el pleno ejercicio de las libertades individuales y el desarrollo desinhibido de la vida democrática.
     El delito tipificado por el Artículo 191 del Código Penal Federal no supera, desde esta perspectiva, el escrutinio constitucional. La bandera y el escudo nacional son objetos materiales a los que muchas personas atribuyen un significado simbólico relacionado, de un modo no siempre fácil de aprehender, con sus convicciones políticas y su identidad colectiva. Sin embargo, en la medida en que el legislador ha emitido una norma penal cuyo indeterminado alcance incide y limita el significado político de la bandera —al tipificar un delito que castiga a aquel que “ultraje” el escudo de la República o el pabellón nacional—, va mucho más allá de cualquier entendimiento razonable de lo que puede estimarse cubierto por la necesidad de preservar la moral pública. Un delito así concebido afecta directamente el núcleo protegido por la libertad de expresión, en el que se encuentra, como ha quedado señalado anteriormente, la libertad de expresar libremente las propias convicciones en cualquier materia y, de modo especial, en materia política.
     El Artículo 191 impone a todos los individuos el deber de aceptar el significado simbólico de ciertos objetos tal y como lo formulan ciertos sectores sociales, así sean estos mayoritarios, coartando con ello la capacidad de los individuos de atribuir a dichos objetos un significado simbólico diferente. Dicho precepto legal legitima la imposición de una pena para todos aquellos que se atrevan a disputar o desconocer, de palabra o de obra, en público o en privado, el significado simbólico que las mayorías le otorgan a ciertos objetos. El efecto del artículo examinado es obligar a los individuos a no controvertir, en ningún caso, ciertas convicciones políticas, y no simplemente asegurar la protección del núcleo de convicciones morales sobre lo bueno y lo malo, básicas y fundamentales, de una sociedad, anulando el derecho fundamental a la libre expresión y volviendo cosa vana y sin valor la base del pluralismo político que nuestra Constitución garantiza al más alto nivel. […] Ver en las diferencias de entendimiento o valoración de ciertos símbolos un ataque a la moral que justifique una restricción a la libertad de expresión es tanto como abogar por la imposición de una homogeneidad social moralizante y una particular visión nacionalista, lo cual es claramente incompatible con el avance hacia la sociedad abierta y democrática que nuestra Constitución postula.
     En cuanto al límite consistente en la necesidad de respetar los “derechos de terceros” y, en especial, su derecho a la privacidad, nos parece también claro que no puede aplicarse en casos relacionados con la bandera nacional. Los derechos cuyo respeto puede justificar limitaciones a las garantías constitucionales descritas tienen que ser derechos fundamentales de las personas, y no cualquier derecho o bien relacionado con lo que los particulares pueden hacer en ausencia de prohibiciones legales expresas, pues de otro modo se desconocerían las exigencias del texto constitucional sistemática y coherentemente interpretado. A la luz de esta consideración, es claro que la Constitución Mexicana no otorga, ni explícita ni implícitamente, a ningún individuo ni a ningún grupo de individuos, un “derecho fundamental a la bandera” —esto es, un derecho subjetivo a que la bandera sea debidamente venerada—, como es igualmente claro que tampoco puede pensarse que la bandera sea, en sí misma, titular de derechos fundamentales. En una democracia liberal, sólo las personas son titulares de derechos fundamentales, no los objetos, y ello es uno de los rasgos que distinguen radicalmente este tipo de sistema político de los regímenes totalitarios, que tantas veces han considerado y tratado como cosa, como mero instrumento, a la persona y sus derechos básicos, en aras de proteger o engrandecer objetos o entidades supuestamente superiores a los individuos, a las personas.
     Y en lo que toca al límite consistente en evitar “la provocación de algún delito” mediante el ejercicio de la libertad de expresión e imprenta, es igualmente claro que no es el objeto al servicio del cual el legislador penal estableció el Artículo 191 del Código Penal Federal. La Constitución Federal prescribe acertadamente la necesidad de limitar la libertad de expresión cuando la misma se use para incitar al odio, a hacer daño a los demás, a cometer delitos, o a hacer apología pública de actos delictuosos. En los casos concretos, trazar la línea entre aquellas expresiones que caen bajo el ámbito protegido por la libertad de expresión y aquellas que pueden calificarse de incitación a la comisión de delitos, es una operación no siempre fácil, que no precluye o clausura la aparición de casos dudosos situados en la zona de penumbra entre los dos ámbitos citados. Sin embargo, al nivel de interpretación constitucional de la ley en el que se sitúa la labor de esta Suprema Corte, es fácil concluir que el delito tipificado por el Artículo 191 no tiene por objeto evitar que la gente salga a las calles a invitar a los demás a delinquir o a causar daños. El objeto central del delito contemplado en tal artículo es, por el contrario, sustraer del ámbito de lo optativo para los individuos ciertas ideas en materia política.
     En el contexto de nuestro ordenamiento, nada autoriza a los particulares a incitar a la realización de actos delictuosos en los que, por alguna razón, se haga intervenir la bandera o el escudo nacional. Sin embargo, tales actos podrán ser en todo momento perseguidos de conformidad con lo dispuesto por otras disposiciones de nuestro orden jurídico, sin que necesiten de una previsión legal que, como el Artículo 191 del Código Penal Federal examinado, se proyecta de hecho sobre comportamientos individuales de naturaleza radicalmente distinta.
     Finalmente, tampoco puede sostenerse que el delito de ultraje a la bandera o al escudo nacional queda cubierto por el límite de que el ejercicio de la libertad de expresión no “perturbe el orden público”. La mención al concepto de “orden público”, en el contexto de los derechos fundamentales constitucionalmente garantizados, tiene un referente esencialmente fáctico, extremo, que queda confirmado por el uso de las expresión “perturbar” el orden público en el Artículo 6o de la Constitución, y por el hecho de que el Artículo 7o Constitucional emplea la expresión “paz” pública. Ello significa que lo que con la Constitución se quiere evitar son los alborotos y las alteraciones graves a la paz pública que redunden en daños directos a las personas o las cosas.
     Es difícil, desde esta perspectiva, considerar que el hecho de tipificar como delito los ultrajes a la bandera y al escudo nacional, según lo hace el Artículo 191 del Código Penal Federal, sea una instrumentación para mantener el orden público, porque ello significaría tanto como presumir, ex ante, antes de la confirmación que aporta la experiencia, que ciertas modalidades de ejercicio del derecho a la libertad de expresión e imprenta ocasionarán invariablemente una alteración de la paz pública, presunción que resulta incompatible con una postura comprometida con la plena vigencia de los derechos fundamentales. Si el ejercicio de la libre expresión provoca o no una alteración a la paz y al orden público, eso es algo que, en un Estado democrático de derecho, sólo puede precisarse ex post, después de que la experiencia ofrezca los indicios necesarios en un caso concreto, y a la luz de las pruebas sobre lo sucedido en ese caso concreto, sin que por ello sea legítimo usar el Código Penal para realizar conclusiones apriorísticas al respecto. De nuevo, hay que decir que las alteraciones al orden público, debidamente acreditadas, podrán legítimamente tratarse en procesos orientados a establecer la comisión de delitos cuyo objeto específico es evitarlas.
     Es cierto que, junto con la interpretación fáctica de la expresión “orden público” a la que nos acabamos de referir, es posible hacer una interpretación normativa de la misma, caso en el cual se entendería como una referencia el conjunto de bienes y derechos de los que el Constituyente se erige en garante y expulsa del ámbito de lo disponible por los individuos. Si éste fuera el sentido que se le quisiera dar a la expresión “orden público” en el Artículo 6o Constitucional —lo cual pugnaría en algún grado con los resultados de una interpretación sistemática de este artículo con el 7o—, habría que reproducir en este punto lo que hemos señalado al referirnos a la noción de moral pública: toda noción de orden público, cuya delimitación no esté presidida por el objetivo de fomentar la plena vigencia de los derechos fundamentales individuales y el respeto a los bienes constitucionalmente protegidos, se convierte en un instrumento que, lejos de dar efectividad a los valores superiores de un Estado democrático de derecho, se convierte en una seria amenaza al mismo.
     Desde esta perspectiva, hay que destacar que la Constitución Federal no incluye a la bandera y el escudo entre los bienes constitucionalmente valorados y protegidos. La Constitución menciona en algunos puntos los símbolos patrios, pero ello no permite considerarlos “bienes constitucionalmente protegidos”, situados a un nivel comparable al de las Garantías Individuales y demás derechos fundamentales del individuo. Las referencias textuales son reveladoras al respecto.
     El Artículo 3o Constitucional, primeramente, menciona, como uno de los variados objetivos que debe perseguir la educación en nuestro país, la de “fomentar, simultáneamente, el amor a la patria y la conciencia de la solidaridad internacional en la independencia y en la justicia”, objetivos que posteriormente se desglosan en una serie de apartados que revelan el compromiso de nuestra Constitución con los principios que sustentan la democracia liberal (libertad, igualdad, solidaridad, laicidad, pluralismo, defensa de la razón y del progreso científico) y con la premisa, también definitoria del Estado liberal democrático, según la cual el único modo en que el Estado puede intervenir en la conformación de las creencias de los individuos es mediante la educación. La tesis de esta Suprema Corte, que algunos de los Ministros que han conformado la mayoría han sacado a colación, refleja precisamente que en el contexto de nuestro ordenamiento no existe un derecho fundamental a recibir una educación absolutamente ajena al afán de fomentar el amor a la patria.4 Sin embargo, sí existe un derecho fundamental a que, en otros contextos, los ciudadanos no puedan ser obligados a sentir amor por la patria (o más exactamente, por los objetos que tradicionalmente la han simbolizado), bajo amenaza de una sanción penal que puede acarrear incluso la pérdida de su libertad. Lo que el Estado quizá puede hacer por la vía de la educación, no puede hacerlo mediante su instrumento más virulento y delicado —el derecho penal— cuando ello se dirige, además, no a grupos humanos que guardan con el Estado una relación de especial sujeción (como los militares o los funcionarios públicos civiles), sino al común de los ciudadanos, y lo que está en juego es preservar algún tipo de significación para los derechos fundamentales constitucionales a expresarse y a publicar escritos de modo libre.
     Por otra parte, también nos parece digno de mención el que la Fracción xxix-b del Artículo 73 de la Constitución Federal sea una norma de naturaleza competencial que otorga al Congreso la facultad para “legislar sobre las características y uso de la bandera, escudo e himno nacionales”, renunciando de este modo a otorgar categoría constitucional a los símbolos nacionales. Sin dejar de tener presente que las normas de competencia no delimitan por sí mismas el alcance de los poderes y atribuciones de las autoridades públicas, pues este alcance debe ser siempre el resultado de conjugar las mismas con aquellas disposiciones constitucionales cuyo objeto es sentar límites o condiciones al proceder de los poderes públicos —disposiciones constitucionales entre las que se encuentran, de modo paradigmático, las que garantizan derechos individuales—, nos parece que los términos en los que se concreta la competencia (legislar sobre las “características y uso” de la bandera) son en sí mismos indicativos del alcance que legítimamente puede tener la acción del Congreso en este ámbito, pues remiten a la determinación de las características externas, materiales y gráficas de la bandera, y a la regulación de sus usos institucionales u oficiales.5
     Hay una última alusión constitucional a los símbolos patrios en el Artículo 130, que confirma que las opiniones que uno tenga sobre los mismos son inescindibles de las opiniones y convicciones en materia política. Como evidencia su texto, el Artículo 130 concreta el principio histórico de separación entre el Estado mexicano y las iglesias. En congruencia con este marco general, el Apartado “d” de ese precepto limita los derechos políticos de los ministros del culto, así como la posibilidad de que los ciudadanos desarrollen actos que mezclen lo religioso y lo político.6 Estas previsiones exceptúan o limitan los derechos fundamentales de una categoría de personas —los ministros del culto— o de todos los ciudadanos en una dimensión muy particular —la de formar agrupaciones políticas cuyo título incluya alguna referencia religiosa y la de congregarse en los templos para celebrar reuniones de carácter político— en aras de proscribir, al máximo nivel normativo, la interferencia entre los asuntos religiosos y los políticos. En esa medida, la mención a los símbolos patrios resulta, en cierta medida, imprescindible: es necesario exceptuar explícitamente a los ministros del culto de la posibilidad de expresar libremente sus opiniones acerca de los símbolos patrios, precisamente porque la regla general constitucional es que ello está implícito en la libertad de expresión de las propias opiniones políticas. Es necesario realizar una exclusión específica porque, en ausencia de la misma, lo que las previsiones constitucionales reflejan es que la libertad de conciencia, de expresión, de publicación de escritos, así como el ejercicio de los derechos políticos de los ciudadanos, incluye la libertad de cuestionar el significado y el valor que las mayorías atribuyen a los símbolos patrios.
     De nuevo, es preciso subrayar que tenemos muy presente que muchas personas incluyen la bandera dentro del conjunto de elementos constitutivos del imaginario colectivo del país, con aquello que cohesiona a la sociedad y conforma en cada individuo cierta versión de la historia nacional. Todo Estado cuenta con elementos con una gran carga simbólica que funcionan como mecanismos de cohesión social y ciudadana —aunque, es importante subrayarlo, en los Estados multinacionales y en aquellos que son pluriculturales, estos elementos no tienen casi nunca un significado simbólico unívoco, y la cohesión social y ciudadana se articula en torno a elementos muy distintos de los que tradicionalmente han fungido como símbolos del Estado nación: un himno, una bandera, un escudo. El Estado puede incluso, lo hemos subrayado, adoptar ciertas medidas tomando en consideración la existencia de estos símbolos, como por ejemplo dictar una ley que regule sus características y su uso institucional, o dar cierta orientación a los materiales educativos que a ellos se refieran.
     Lo que resulta, sin embargo, claramente incompatible con nuestro marco constitucional es que el Estado (en este caso el legislador) decida defender “hasta las últimas consecuencias” —esto es, mediante el uso del derecho penal— estos iconos simbólicos mayoritarios, sacrificando derechos fundamentales de los individuos que, a diferencia de la bandera o el escudo, sí están consagrados y protegidos por la Constitución. Como un juez de la Corte Suprema Estadounidense dijo en cierta ocasión, utilizar el derecho penal para “defender la bandera” contradice la idea misma de libertad que la bandera representa. La operación simbólica de ver, en una bandera, un emblema del Estado democrático de derecho en el que se pretende vivir se convierte en algo totalmente hueco, si el derecho penal impide la plena vigencia del derecho de cada individuo por manifestar libremente sus opiniones en materia política.
     No es ocioso concluir estos razonamientos con una reflexión acerca de la pena considerada por el artículo que se examina. Las personas que realicen la conducta tipificada por el Artículo 191 del Código Penal Federal serán condenadas a una pena de seis meses a cuatro años de prisión, o a una multa de cincuenta a tres mil pesos, o a ambas sanciones, a juicio del juez. Una previsión que permitiría, en este caso concreto, recluir al autor de un poema en una prisión hasta por cuatro años demuestra que el legislador no ponderó adecuadamente los elementos constitucionales relevantes y, en concreto, la necesidad de equilibrar los límites constitucionales a la libertad de expresión con el ejercicio verdaderamente libre de la misma. El uso de una expresión vaga —la noción de “ultraje” al pabellón o al escudo nacional—, aunada a la posible imposición de unas penas desproporcionadas, tiene un efecto especialmente negativo sobre el ejercicio de la libertad de expresión —con independencia de los defectos que puedan achacársele, desde la perspectiva que toma en cuenta las exigencias del principio de legalidad en materia penal.
     Si los ciudadanos de este país abrigan algún tipo de duda acerca de si su comportamiento puede o no ser incluido por las autoridades bajo la amplia noción de “ultraje” a la bandera nacional, simplemente renunciarán a ejercer su derecho a la libre expresión del modo desenvuelto que es propio de una democracia consolidada, y se refugiarán en la autocensura.

Conclusión
     De los argumentos desarrollados se desprende, en conclusión, que el Artículo 191 del Código Penal Federal ha de considerarse violatorio de la libertad constitucional de expresar ideas y escribir y publicar escritos sobre cualquier materia. Dicho precepto posibilita la sanción de conductas que no pueden relacionarse con la necesidad de evitar perturbaciones al orden o a la paz pública, ni de evitar que la gente incite a la comisión de delitos, ni con la necesidad de proteger la moral y los derechos de terceros. La pretensión del legislador de imponer, mediante un instrumento que en un Estado democrático es siempre de ultima ratio —el derecho penal—, significados simbólicos ligados esencialmente a las convicciones políticas de los individuos, desconoce la libertad fundamental de expresar ideas que en dicho ámbito les atribuye la Constitución Federal.
     Por todo ello, estamos en contra de la resolución apoyada por la mayoría de la Sala.
     Lo que nos correspondía determinar, como Primera Sala de la Suprema Corte, no podemos olvidarlo, no es si el señor Witz escribió un buen poema o uno malo, o si nosotros diríamos de la bandera nacional lo mismo que él dice.
     Lo que nos competía determinar es aquello que una persona tiene derecho a decir en México sin sufrir una persecución penal que lo marca de por vida y que lo puede llevar incluso a la cárcel. Lo que nos correspondía, en definitiva, era garantizar el ámbito de protección de un derecho fundamental y emitir una resolución que diera plena operatividad práctica a lo que nuestra Constitución establece, otorgando plena vigencia a los derechos civiles de los ciudadanos, elemento sobre el cual debe apoyarse la construcción de la democracia que nuestra Constitución prevé. Ello nos obligaba a amparar al quejoso contra el Artículo 191 del Código Penal Federal, como medida imprescindible para salvaguardar el núcleo de su derecho a expresarse libremente en nuestro país, y a difundir las propias ideas mediante la publicación de escritos. […] –

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