Palabras sobre el diablo

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El diablo existe, por supuesto. Puede verse, cuando transa, en el brillo de los ojos del usurero (rúbrica con garigoles, lazos para sujetar). Y a la vez no existe, es una abstracción más, asidero virtual, coordenada para el desplazamiento religioso y moral. El terror, en cualquier caso, no es su medio ni fin, sino la persuasión y el pacto: las manos estrechándose o las lenguas, la cabeza que asiente, paso que va de la potencia al acto; basta un parpadeo —cerrar los ojos, abrirlos: para bien o para mal el mundo ya es distinto, y el curso de la historia tan sólo se desvía hacia adelante. Diablo o lugarteniente del infierno —que no es, según nuevo decreto vaticano, sino un estado del alma. El diablo es el infierno, su fuego quema como el deseo o como el hielo frío de un acto inesperado (te escondes, pero una puerta chilla y te delata). Hay un envés, hay una orilla en la que nunca estamos, una playa perfecta a la que suelen dirigirse nuestros pasos y a la que nunca llegan: en ir se va la vida. El diablo es la promesa de más vida.
     El mundo ya es apenas una incógnita; hemos visto y nombrado sus vejigas, hemos conjeturado sobre Dios y conocemos la intención de cada insecto (simétricas y hermosas, sus estrías). Sabemos, ¿cómo ignorarlo?, que morimos, y nos da vueltas el estómago al saberlo. Desaparecerás. ¿Sí? Responde el diablo con interrogante. Hay más vida, no allá, en esa otra abstracción y en la Promesa, sino aquí, lugar del mundo, aquí, donde los actos cualesquiera no arrastran circunstancias ya que no morirás (al menos por ahora). Hay más vida, susurra, y entonces sospechamos que el diablo es una puerta, no más. Franquearla. El diablo está en la puerta, está en nosotros que deseamos abatirla. Y no está en parte alguna: la puerta se abre, adentro nos esperan, dispuestas y ordenadas en bandejas, filas de canapés que ya son muerte (nada es tan cruel como ese puro goce).
     Sabemos que sabemos, y esa apenas sonrisa en las comisuras, ese apenas temblor, son gestos conducidos por el diablo. Sabemos que ignoramos, y el rostro se agudiza: saber es eso. Ignoramos que sabemos (¿Quién se asoma por ahí? ¿Quién me ayuda a salir de este paréntesis?). Ignoramos que ignoramos, estamos hechos de una pasta que es soberbia, pero nos tiemblan, en cualquier golpe de esquina, las rodillas.
     Federico, tan teatral, amenazaba a Dios con irse con el diablo. ¡Cómo se habrán reído los destinatarios de su fe! El titubeo y la imprecación, las amenazas y los gritos, las verdades desnudas y erizadas: pensamiento, silencio, los pasos distraídos que damos en la calle. Es mi amigo, decía del diablo Federico. El diablo es más amigo (tengo su mano sobre el hombro) porque es veloz su recompensa y no pregunta. El diablo sucede, está sucediendo. Pero no basta. ¿Basta Dios? No sé, pero mi mano está posada sobre su hombro. Tenemos sed y la saciamos, el diablo está en el agua, pero no basta. Después habrá más sed. Esa ansia de aplacar la comezón, ese candor de Fausto rogándole a un instante que se fije, se detenga, nos humaniza y diaboliza, porque el esfuerzo —por no morir— es mutuo y la simbiosis evidente: nada es él sin nosotros (que le rendimos culto como a la belleza) pues dos se necesitan para una transacción, y nosotros sin él perdemos dimensión, nos endiosamos, construimos aburridos paraísos.
     Es la impaciencia, lo que buscamos más allá de la mirada. El diablo está en nosotros cuando el néctar nos deja de saber porque intuimos que se acaba. ¿Y el paladeo, el ronroneo del paladar? El puro goce es más puro que cruel, las doce en punto se detienen y no hay sombras, no hay infierno ni cielo que tiren o sostengan ese éxtasis. Todo está ahí, el diablo congelado y Dios gozando, y también viceversa. Somos nosotros, la pura flama que apenas sabe que arde, que ilumina, que ya se está muriendo y es magnífica. –

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(ciudad de México, 1969) es poeta. Es autor, entre otros títulos, de 'Bipolar' (Pre-Textos, 2008), 'Pitecántropo' (Almadía, 2009) y 'Ex profeso' (Taller Ditoria, 2010).


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