Lo escrito en el tiempo

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He recibido una carta de un señor londinense de la que acaso no debería hablar para no resultar presuntuoso. Pero su preámbulo es tan sintomático de lo que ocurre en nuestra distorsionada época que no me queda sino arriesgarme a parecer lo que por otra parte acaso sea. Empezaba este caballero diciendo: "Ya sé que los superlativos no gozan de buena repu-tación hoy en día, y que no está bien visto considerar, sobre todo en materia artística, que nada sea superior a nada, una obra a otra, o adjudicar a un libro mayor valía que a otro. Pero aun así uno no puede evitar atender a su gusto…" Debo aquí detenerme, para no tentar más la suerte.
     Lo cierto es que este señor, cortés y respetuoso —quizá por eso—, se sentía tan condicionado por una de las mayores falacias de… ¿cómo llamarlo, para no parecer "antidemocrático"?… del igualitarismo fanático, que se disculpaba antes de nada por disponerse a hacer unas afirmaciones, para mí halagüeñas, que implicaban sin embargo una preferencia, una jerarquía, un más y un menos, una superioridad y la inferioridad consiguiente. Todo lo cual, decía, "no está bien visto". Por fortuna, en los países meridionales, proclives a la exageración y la contundencia, el rechazo a todo eso no ha calado demasiado, aunque se advierten indicios; y es de temer, en todo caso, que si esa condenación o censura se va aposentando en el mundo anglosajón, no pasará mucho tiempo sin que nos contamine.
     Si la democracia es la menos mala de las formas de gobierno conocidas, la democratización de las costumbres y de la vida diaria será deseable siempre. Pero, como todo, también la democracia está expuesta a su tergiversación y a su parodia, y a su manifestación injusta. Partimos de la base de que todos los hombres son iguales, no sólo ante la ley (no lo son desde luego en España: qué pronto salen del trullo socialistas, giles y etarras), sino en sí mismos. Pero hemos llegado a un punto en la exacerbación de esta idea en que se hace preciso recordar una obviedad: los actos, las obras, los hechos de los hombres no son en cambio iguales, no valen lo mismo, no son equiparables, no se equivalen. Y sin embargo cada vez se difumina más esta distinción, y de la misma manera que la tendencia fanáticamente igualitarista sostiene que toda creación artística es valiosa y que ninguna tiene por qué ser mejor o peor que ninguna otra; o predica la engañosa doctrina de que toda opinión es respetable; o defiende que todo el mundo tiene derecho a cualquier cosa, o ningún sujeto más que otro; así también va instalándose la creencia de que no sólo todos los hombres son iguales en principio, sino que lo siguen siendo en cada tramo o fase de sus respectivas historias, independientemente de lo que cada uno vaya haciendo con la suya. Y esta noción supone en el fondo la negación de lo que antiguamente se llamaba libre albedrío, y hoy, tal vez, libertad individual. Porque si todos seguiremos siendo iguales, igual de respetables y de creativos, de dignos y de meritorios, sin que importe qué realicemos o cómo nos conduzcamos, entonces estamos devaluando o negando la responsabilidad de haber elegido, y por tanto también la libertad de elegir.
     La democratización verdadera no consiste en abolir las consecuencias, en hacer que nada las tenga; tampoco en que el contenido dado a las diferentes vidas resulte a la postre secundario o indiferente frente a la idea de una igualdad suprema, inamovible, invariable, tanto que una y otra vez volvería a "igualar" a las personas con enorme injusticia, restituyendo méritos a quienes no los hicieron o cancelando —relativizando— los de quienes sí los tienen. En una comparación simple y gráfica, sería como si a mitad de un partido de futbol se decidiera que los dos equipos iban empatados a uno sin hacer caso de los goles que hubieran marcado. Y eso, ¿no es cierto?, sería convertir la competición en una farsa, en algo sin trascendencia, en algo que en realidad no cuenta.
     No, lo mejor y peor no están bien vistos; y sin embargo hay obras de arte y hay obras a secas; no toda opinión es respetable, sino que las hay despreciables e inmundas, siendo lo respetable más bien que se expresen; todo el mundo tiene derecho a unas cuantas cosas fundamentales, pero no a todas las imaginables, porque hay derechos que se ganan; y no todos los actos y decisiones son sin sustancia: no son simulacros de pronto borrados para que así siempre, siempre, en su principio, desarrollo y fin, todos los hombres sigan siendo iguales. El tiempo cuenta, y así cuenta por tanto lo que en él cada uno escribamos. Y será quizá sólo cuando ya no haya tiempo, al término del recorrido, cuando tal vez sí, tal vez entonces, volvamos a ser todos iguales. –

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(Madrid, 1951-2022) fue escritor, traductor y editor. Autor, entre otras, de las novelas Mañana en la batalla piensa en mí (1994), Tu rostro mañana (tres volúmenes publicados en 2002, 2004 y 2007) y Tomás Nevinson (2021). Recibió premios como el Rómulo Gallegos en 1995, el José Donoso en 2008 y el Formentor en 2013. Fue miembro de la Real Academia de la Lengua.


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