Los caciques culturales

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Así en el mundo político, en el de la cultura existen también caciques: el personaje más fuerte que guía a los demás, que dicta las reglas, protege a su grey y, excepcionalmente, castiga a los rebeldes. Suele llamársele maestro.
Cuando se estabiliza la actividad literaria con el triunfo de la República en 1867, el maestro o cacique es Ignacio M. Altamirano y su vigencia dura hasta 1889, cuando se va a España como cónsul de México. En la despedida que le organizó el Liceo Mexicano, Manuel Gutiérrez Nájera reconoció cuánto había hecho Altamirano por las letras nacionales y dijo que él era “algo así como el presidente de la república de las letras mexicanas”.
     En la década final del siglo XIX y a principios del XX, ese magisterio recayó en Justo Sierra. Desde sus puestos en el Ministerio de Educación, él encauzaba y cuidaba a la grey literaria y daba becas a pintores como Diego Rivera para que fueran a Europa a “perfeccionarse”. Como subsecretario (1901-1905) y ministro de Instrucción Pública (1905-1911) al final del régimen porfiriano, pudo hacer e hizo mucho por la cultura y la educación, culminando su obra con la fundación de la Universidad Nacional en 1910. Su magisterio concluyó con su viaje a España en 1912, donde moriría poco después.
     Lo ocurrido con estos dos primeros maestros-caciques va a determinar las características que tendrá esta función en nuestro siglo:
      
     1. Deberá ser un escritor importante y en lo posible el mejor de su tiempo.
     2. Deberá ocupar puestos que le permitan ayudar y proteger a los escritores jóvenes.
     3. Deberá vivir en México.
      
     En los primeros años del siglo XX, con el Ateneo de la Juventud, el dominicano Pedro Henríquez Ureña, aunque no tiene el poder, es el impulsor de la vida cultural y el maestro que guía a los ateneístas, sobre todo a Alfonso Reyes, a cuya formación intelectual se consagra.
     El primer ateneísta que tuvo el poder fue José Vasconcelos que, en sus “años de águila” —como los llamó Claude Fell— de 1921 a 1924, como rector de la Universidad y secretario de Educación Pública, organizó la educación popular, creó bibliotecas, promovió la pintura mural, hizo espléndidas publicaciones, importó educadores hispanoamericanos y se rodeó de un renacentista conjunto de maestros, filósofos, escritores, arquitectos, artistas y poetas. Muchos de ellos lo siguieron en su aventura política de 1929, que fracasó y lo lanzó al destierro y a la confusión.
     Vasconcelos —escribió Christopher Domínguez Michael— vivió sin consuelo durante treinta años, ofreciendo a sus compatriotas el espectáculo de la descomposición moral que infectó a una de las almas más turbulentas y hermosas de la historia nacional.
     Después de una década sin cacique, en 1939 vuelve Alfonso Reyes de sus embajadas, instala su biblioteca, dirige La Casa de España y luego El Colegio de México y, durante una veintena de años, es el cabal hombre de letras, el amigo de toda la inteligencia del mundo, el padrino obligado de las nuevas revistas y de los nuevos escritores; es, pues, el cacique y maestro hasta su muerte en 1959. La correspondencia de don Alfonso con Octavio Paz, que acaba de publicarse, muestra la generosidad y el empeño con que el maestro intervino para la publicación del primer libro poético importante, Libertad bajo palabra, de Octavio.
     Por estos años, Fernando Benítez realiza la hazaña de los suplementos culturales semanales que dirige a lo largo de más de cuarenta años y que serán muy influyentes. En torno a ellos se formó el grupo al que la maledicencia llamó la Mafia. Fueron los siguientes: Revista Mexicana de Cultura, de El Nacional (1947-1948) —que inició con Luis Cardoza y Aragón, que abrió el camino de interés y calidad; México en la Cultura, de Novedades (1949-1961) —con los notables diseños tipográficos de Miguel Prieto y Vicente Rojo, que continuarán, los de este último, en algunos de los siguientes; La Cultura en México, de Siempre! (1962-1971); Sábado, de unomásuno (1977-1985), y La Jornada Semanal, de La Jornada (1987-1989). En los tres últimos suplementos, José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis fueron colaboradores eficaces de Benítez. Los mejores escritores nacionales y extranjeros del momento; la variedad de temas siguiendo el “aire del tiempo”; la atención, además de la literatura, al arte, teatro, cine, filosofía y ciencias, y a la política cuando era preciso; la plasticidad y belleza del diseño tipográfico y las ilustraciones; el contar con plantas de escritores jóvenes e imaginativos para las tareas de redacción y una apertura constante para acoger a escritores destacados; la atención a los comentarios bibliográficos, todo esto, más un cierto aire juvenil y antisolemne, fueron las fórmulas que hicieron vivaces, legibles y valiosos los suplementos que dirigió Fernando Benítez.
     El libro de Jorge Volpi La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968 (1998), que es la exposición rigurosa de los acontecimientos en torno a la matanza de Tlatelolco, está apoyado fundamentalmente en las páginas de La Cultura en México, de Siempre!
     Cuando Octavio Paz volvió a México, después de haber renunciado a la embajada en la India como protesta por Tlatelolco, tuvo una recepción excepcionalmente cálida. Poco después, fundó la revista Plural (1971-1976), a la que seguiría Vuelta (1976-1998). Él será el nuevo cacique cultural, aunque con discrepancias. Durante la época de Reyes, un grupo menor y pintoresco, el de Jesús Arellano, se burlaba del acatamiento que dábamos a don Alfonso. Con Paz, las discrepancias eran sobre todo políticas y llegaron a extremos como la quema de imágenes del escritor por sus opiniones acerca de los conflictos centroamericanos. Octavio solía ser agresivo no sólo en materias políticas sino aun en las literarias. Y se trenzó en polémicas ruidosas con Carlos Monsiváis, José Joaquín Blanco, Elías Trabulse y Fernando del Paso. De éstas la más sustanciosa, acerca de la función de las izquierdas, fue la de Monsiváis. Las otras se disolvieron y olvidaron. Y en cierta ocasión, sin que hubiera contienda, agredió a Víctor Flores Olea.
     Pero, superando estas rispideces, Octavio Paz fue un cacique excelente y generoso. En su larga vida literaria escribió mucho sobre poetas, novelistas, ensayistas, pintores y arquitectos, de México y del mundo, no sólo elogiándolos sino precisando lo distintivo de cada uno. Y con sus amigos más cercanos se preocupó por abrirles el camino a instituciones o mover los resortes necesarios para que recibieran auxilio en sus dolencias.
     ¿Cuándo terminará el siglo XX para las letras mexicanas? Tengo la impresión de que ya ha concluido y que fue el 19 de abril de 1998, día de la muerte de Octavio Paz, en Coyoacán, Distrito Federal. Es muy remoto que, en el año y meses que restan del siglo, ocurra un acontecimiento tan grave como éste. Ese día se apaga la vida de uno de los mayores escritores mexicanos, a los 84 años de su fecunda existencia. En tanto que Alfonso Reyes es el cacique de nuestra vida literaria en parte de la primera mitad del siglo —digamos hasta su muerte en 1959—, Octavio Paz le sucede en el señorío en la segunda mitad. Fue nuestro “mayor faro”, como dijo Eduardo Lizalde. Así pues, en los días que restan para llegar al nuevo milenio, estamos en una especie de días nemontemi, de días francos que no cuentan. –

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