Los fantasmas de duino

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Marie von Thurn und Taxis, Recuerdos de Rainer Maria Rilke, Barcelona, Paidós, 2004, 141 pp.

 
     Quizá no pueda hoy decirse nada nuevo acerca del poeta austriaco Rainer Maria Rilke (Praga, 1875-Suiza, 1926), pero algunos versos suyos, como, por ejemplo, los que coronan su tumba, tampoco pueden repetirse sin un estremecimiento: “Oh, rosa, pura contradicción / Deseo de no ser sueño de nadie / Bajo tantos párpados.” Ese pequeño hombrecillo solitario y menudo, que se pasó la vida haciendo gala de un encanto melancólico para conseguir la protección de familias nobles, compuso versos que siempre parecen indescifrables y, al mismo tiempo, siempre se abren luminosos. Él mismo decía que cada una de las palabras que escribió “le fueron dictadas”, de ahí su contundente verdad y su oscuridad. Es por eso que cualquier pista encaminada a complementar la comprensión de poemas como Las elegías de Duino (1923) será bienvenida.
     La aportación de un libro como Recuerdos de Rainer Maria Rilke es mostrar, como un diminuto ojo de la cerradura, desde una perspectiva caprichosa, un aspecto de la cotidianeidad del poeta. No dice cosas que no se hayan dicho antes. Las Cartas a una amiga veneciana (1930) que Rilke dirigiera a su mentora Marie von Thurn und Taxis (a quien están dedicadas las elegías) y que aquí se citan profusamente fueron publicadas en su momento. Sin embargo, las evocaciones de la princesa Thurn und Taxis en torno a las situaciones que mencionan las cartas y la charla amena sobre lo que ocurrió antes y después de haber sido escritas por el gran poeta de la lengua alemana moderna hacen que las comprendamos en su justa medida por vez primera. (Si bien la edición original de este libro fue publicada en 1966, y la primera versión en español data de 1991, es hasta ahora que este libro circula de manera masiva en español.)
     Entre las muchas familias que acogieron al poeta en sus mansiones o que le facilitaron la estancia en espléndidos lugares con el simple propósito de que gozara de tranquilidad para escribir, saltan apellidos como Dobrzensky, Burckhardt y Reinhart, pero quienes se llevan las palmas son los Thurn und Taxis tan sólo por haberle mostrado a Rilke una pequeña y oscura fortificación triestina de su propiedad en la cuenca del Adriático conocida como el Castillo de Duino. Gracias a la princesa Thurn und Taxis allí pasaría Rilke largas temporadas de retiro en 1910, 1911 y 1912, y allí escribiría, entre otros poemas como los que dieron forma a La vida de María (1913), la primera redacción de las famosas elegías tras haber escuchado —según refiere el propio poeta— en uno de sus paseos por el borde del acantilado una voz proveniente del bosque que clamaba: “Quién, si yo gritara, me escucharía entre las legiones de ángeles.”
     Tras su participación en la guerra y su precario estado de salud y de ánimo, después de la escritura de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge (1910), novela en la que el poeta había agotado por completo su inspiración (“nada tengo ya por decir”, se quejaba con la princesa Thurn und Taxis), Rilke halló en Duino un espacio fértil para retomar el hilo de sus visiones. Además dio con un tesoro invaluable: las historias de tres jóvenes muertas tiempo atrás y, quizá, sus fantasmas.
     En un baúl, perdido entre una serie de objetos atesorados por la familia Von Thurn und Taxis, se hallaba un pequeño diario con caracteres chinos en la portada y una pequeña cadenilla con la cual se sujetaba, a la usanza de la primera mitad del siglo xix, al dedo de su dueña. Ahí la joven Theresina R., quien había hecho compañía a la madre de la princesa Von Thurn und Taxis, y había pasado la vida en esta familia, daba cuenta, con minúscula y apretada caligrafía, de una historia inocente y a la vez desgarradora cuyo triste final la había lanzado a la más absoluta soledad. Rilke gustaba también de la compañía que le ofrecían las fotografías desgastadas de Raymondine y Polyxène, dos parientas lejanas de la princesa, que habían muerto veinte años antes de que ella naciera. A estas dos muchachas había que “prestar constante atención”, como explica la princesa Thurn und Taxis:

Y efectivamente, se me figura que, en Duino, [Rilke] vivió entre sombras. No sólo sentía la presencia de Theresina, sino que otras dos figuras —hermanas de mi madre— le eran tan presentes como si el tiempo se hubiera detenido. Se trataba de Raymondine, que había muerto a los veinte años, al poco de casarse, y Polyxène, que no había pasado de los quince. Poseíamos imágenes de las dos muchachas; de Raymondine un busto muy hermoso y unas encantadoras miniaturas, a la más bella de las cuales dottore Serafico [nombre con el que la princesa llamaba a Rilke casi desde que le conoció] había concedido un lugar de honor en su vitrina. Al poeta le gustaba especialmente la cara pálida, con la nariz de suave curvatura, los grandes ojos azules y las espléndidas trenzas negras.

Durante ese invierno de 1912 que Rilke pasó solo en Duino, sus únicas acompañantes eran estas “presencias tenues”. Las cuales, como era de esperarse en un hombre de su tiempo y condición, curioso con las cuestiones del espiritismo (la propia princesa Thurn und Taxis relata varias de las sesiones espíritas a las que se sometieron) y los abismos de la mente (se negaba conscientemente al entonces novedoso psicoanálisis), eran completamente reales. Rilke experimentaría entonces el primero de los “impulsos creativos”, como los llama J.M. Coetzee, que lo llevarían a escribir Las elegías de Duino. Las cuales fueron explicadas en 1925, en una carta a su traductor polaco Wietold Hulewicz: “Somos las abejas de lo invisible. Trémulamente recolectamos en la miel de lo visible lo que extraemos de la enorme colmena dorada de lo invisible.”
     Incluso en la parte final de la composición de las elegías, ya en 1922, durante una estancia en un castillo de Muzot sur Sierre en el Valais suizo (propiciada, por cierto, por una de sus últimas protectoras y amante: la pintora Baladine Klossowska, madre de Pierre Klossowski y Balthus), en el segundo arrebato creativo, que el propio Rilke describe como “una tormenta innombrable, un huracán en el espíritu”, el poeta seguía prestando atención y respeto por los espíritus. Le impresionó sobremanera, por ejemplo, la historia de Isabelle de Chevron, una muchacha que había perdido a su marido en la batalla de Marignano, razón por la cual dos pretendientes comenzaron a rondarla y terminaron por matarse el uno al otro en un duelo.

Isabelle —apunta la princesa—, que parecía soportar con dignidad la pérdida del esposo, no superó aquel desastre y enloqueció. Según relata la crónica, noche tras noche podía vérsele deambular “muy ligera de ropa” hasta la tumba de sus pretendientes. Por fin una noche de invierno la encontraron muerta en el cementerio. Corría el rumor de que su desconsolada sombra vagaba a veces por la casa abandonada. Dottore Serafico añadía: “Habrá que hacerse a la idea de encontrar a esa Isabelle o a los Montheys muertos, siempre de vuelta en Marignano, como un péndulo, y no dejarse sorprender por nada.”

Quizá sea notoria en la obra de Rilke esta valoración por todas las fuerzas que nos rodean en el mundo, sin importar que sean o no visibles y que estén muertas o vivas. Su palpitación le parecía fundamental. En la última línea del “Requiem por un poeta” que Rilke dedicara a su colega Wolf Graf von Kalckreuth, quien se suicidara en 1908, se lee: “¿Quién habría de vencer? Quedar es todo.” Aquí recomienda al amigo lo que debe hacer en su actual condición, cómo convivir con sus nuevos congéneres: los muertos. En el poema habla de las miradas que debe cruzar con ellos y de cómo las palabras serán inútiles ahora. Lo único que queda es “permanecer”. –

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