Maneras de vivir

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Francisco José Cruz, Maneras de vivir, Trilce Ediciones, México, 2004, 74 pp.

 
     Recientemente me ha dado por escribir más de poemas que de poetas, entre otras cosas, para probar de qué manera un poema solitario y sin cartas de recomendación nos transforma como lectores; sería, pues, para mí, un garbanzo de a libra encontrarme uno tan desconocido como una persona de la que no tuviéramos más indicios que su mera presencia. Tal cosa es prácticamente imposible cuando conocemos a otras criaturas del mismo padre, pero si nos concentramos en un poema lo podemos captar en su individualidad, olvidarnos por un tiempo de los otros, irnos únicamente con él, como con un único amigo. Para eso es bueno copiarlo, sacarlo del libro, dejarlo en la hoja solo, como una muestra de un tejido bajo la mira de un microscopio. Lo curioso es que entonces no necesita nada para adquirir movimiento saliéndose del papel a la memoria. Así lo llevamos a las calles y al sueño y aparece y desaparece en fragmentos, hasta que su presencia tiñe sonoramente la presencia visible de lo que nos rodea. A lo largo de los años he hecho esto con no pocos poemas de Francisco José Cruz: copiarlos para memorizarlos. Todos han resistido esta prueba: han adquirido, por la temporada que mi frágil memoria los ha llevado, vida independiente y exclusiva, después han vuelto a su país de origen para enriquecer con su individualidad el conjunto plural de las maneras de vivir. Hoy quisiera tomar uno de esos poemas que llevé en la memoria solitario como punto de partida:
     ESTURION EN UN ACUARIO
     Viene del origen del mundo, por eso habita
     en el fondo del mar, que es el fondo del tiempo.
     Atravesó los siglos bajo el vidrio
      cambiante
     de las aguas, para reproducirse
     y atender el reclamo de lo eterno,
     hasta llegar aquí:
     espacio en que el final
     del mundo ha levantado paredes de agua fija.
     Quizá busque salir porque tantea
     con sus barbillas táctiles.
     El cristal es un agua que no tiene
      retorno
     y así la transparencia no es más que un
      espejismo.
     Extinguida su especie en esta cuenca
     de largas amalgamas, sobrevive
     en el agua estancada del destiempo.
     Por ella sube y baja, sube y baja,
     resignado tal vez al cautiverio
     sin fin que lo condena
     a no volver al mar y a no morir.
     Su destino, por tanto, sigue siendo
     nadar contra corriente,
     aunque ya no remonte ningún río
     y tan sólo se adapte
     a estar fuera del mundo.
     Hoy lo vemos flotando en un futuro
     que no le corresponde
     y, a salvo de la vida, vive aún.

Los dos primeros versos: “Viene del origen del mundo, por eso habita / en el fondo del mar, que es el fondo del tiempo”, nos hablan de un tiempo muy largo y de un ser singular que condensa una especie y que, incluso en un acuario, sigue cruzando el mar. En estos versos hay una acumulación de palabras con peso y sin embargo no se van al fondo, quizá porque desde el título sabemos que se trata de algo tan abarcable y tan concreto como un esturión en un acuario y por ese “por esto”, que equilibra y vuelve relativa y, al mismo tiempo, evidente la verdad de estos versos. Mundo, tiempo, fondo, son sustantivos muy grandes, muy usados, con un sonido muy hondo, y mar uno de los monosílabos más afortunados de la lengua. El poema nos habla de una criatura que no se morirá si no se reproduce. En la poesía de Francisco José Cruz los muertos vivos son tan cotidianos como nosotros y más creíbles que Drácula: “Hoy lo vemos flotando en un futuro / que no le corresponde / y a salvo de la vida, vive aún.” “Atravesó los siglos bajo el vidrio cambiante / de las aguas” o “el cristal es un agua que no tiene retorno / y así la transparencia no es más que un espejismo.” En este poema y en esta época el final del mundo construye jaulas, cárceles, horarios, roles, paredes de agua fija o de cemento. En este pez alargado, físicamente y en el tiempo, que no puede salir del acuario y que no muere porque no se reproduce, hay algo del soltero, del tigre enjaulado, de López Velarde. Muchos personajes, no todos, de Maneras de vivir están enjaulados en un tiempo, en un exilio, que es una tierra de nadie en el espacio y el tiempo del que no están del todo conscientes: quizá el esturión ignora dónde está y piensa que detrás del cristal hay agua, que continúa en el océano o que por fin ha llegado al río. El acuario está lleno del agua estancada del destiempo, como en la jaula los monos de otro poema viven en una tierra ficticia entre el hombre y la selva.
     El esturión se adapta a estar fuera del mundo, vive una sobrevida, como los muertos de un poema van muriendo en la muerte (“Ya sabemos, por propia inexperiencia, / que los muertos, poco a poco, se acomodan / en sus tumbas/ y cada siglo que no pasa por ellos, / se sienten más a gusto de ser nadie”). A veces parece que para Francisco José Cruz los tiempos de la muerte y de la vida sean dos gerundios: no se vive, se va viviendo, no se muere, se va muriendo; como otra muestra de lo que digo invito al lector a leer “Revisión”. “En el vientre de mi mujer, el hijo / se está haciendo poco a poco”… “En el vientre de su tumba, mi madre / queda, poco a poco, sin su cuerpo”. Para el autor de Maneras de vivir: “Dejar de ser algo no siempre significa no ser nada, sino empezar a ser otra cosa.” Maneras de vivir podría también llamarse maneras de sobrevivencia, ya lo he dicho: abunda en seres que sobreviven en un estado intermedio entre la vida y la muerte, pero también está poblado por seres que durante su metamorfosis son capaces de colocarse en los dos extremos, pasado o futuro o, que ya transformados, recuerdan su vida anterior, ejemplos de esto son: “Habla el barro” o “La mesa”.
     El exilio de los elefantes, de los monos, de los objetos en un museo, el estado de un perezoso en una rama, nos da pistas de nuestra propia manera de vivir, de nuestro exilio. Incluso un grito independizado del hombre que no es ya su dueño deja al hombre a la intemperie, en el exilio, cada vez que se calla, huérfano del grito. Muertos y aún no nacidos, la imagen en el espejo de alguien, los juguetes encerrados en una vitrina, comparten, regresan, cada uno a su manera, una condición intermedia entre el ser y el no ser. El vacío, en la forma del frío, adelantado de la muerte, se cuela en las noches entre los huesos de un anciano. Las cosas pierden y, al perderla, recuerdan su función cuando se las deshecha y se las condena a un limbo. Las voces de los poetas muertos los sobreviven repitiéndose mecánicamente en las grabadoras. Pero todo esto no resta sino que multiplica la realidad y la hace más perceptible y aguda. Nuestro poeta apenas necesita salirse de lo escueto para darle, a lo escueto real, el hierro de un misterio. Parece creer que no hay misterio tan fuerte como el estar aquí, en esta vida, ahora, y no haber estado antes y no estar después. No hay una manera de vivir: tenemos Maneras de vivir y, como nos dice el título de un libro posterior, A morir no se aprende.
     El oído de Francisco José Cruz es un cauce para decir y lo que dice, casi siempre, es un descubrimiento que se desprende de la realidad y de la perplejidad comunes: aquellas que compartimos todos por el mero hecho de existir. En ese cauce su voz transcurre naturalmente: la suya es una poesía desprovista de adornos o de belleza innecesaria, porque para él “no se crea agregando, sino suprimiendo” y “lo que el poema habla está más en lo que calla que en lo que expone”. En Maneras de vivir no hay un tratamiento métrico o estrófico uniforme, cada manera, cada poema nace con un rostro distinto, con su métrica propia y estrofas características, con un tratamiento adecuado y hecho a la medida de su sentido y de su forma de estar en el mundo. El vocabulario de cada uno no se distingue del que hablamos todos los días, está apegado a la vida de todos y sin embargo nos dice cosas de mucho calado y nos trasmite una visión muy particular, no sólo propia de su autor sino de cada poema. La poesía de Francisco José Cruz recurre a la personificación y lo hace no para velar o nublar la verdad de las cosas sino para mostrarla, no sólo al pensamiento, sino para que la sintamos creíble y nuestra. Como un ejemplo sutil pongo ese “final del mundo”, que levanta paredes de agua fija en “Esturión en un acuario”, o los más notorios del día y de la tarde transformados en un funambulista y en una costurera de los poemas “El funambulista” y “La costurera y el mendigo”. En el primer poema se dice: “Por los altos cordeles de la ropa / el día hace equilibrio y lento pasa / de puntillas al lado que no vemos, / allí, / donde entonces el mundo se constata.”
     En un ensayo dedicado a la poesía de Eugenio Montejo, Francisco José Cruz afirma que el tema central de la poesía de todos los tiempos es el paso de la vida a la muerte, pero tal parece que para él no sea menos esencial el paso de la nada a la vida: ¿dónde están esas formas por venir aún no nacidas?, ¿cómo son esas formas que no están en el tiempo?, ¿nos pueden dar indicios de nuestras maneras de no ser y de ser las cosas que están situadas en el terreno intermedio entre el no ser y el ser? Maneras de vivir, creo, trata de seguir los indicios que nos dan estas formas. Lo no nacido y lo que está muerto viven procesos paralelos, en realidad están naciendo y están desapareciendo, no nacen o se mueren de una vez, son procesos que, aunque inversos, tienen algo en común que transcurre entre el vacío y la materia y entre la materia y el vacío, como quizá, fuera de su continuidad aparente (la materia de nuestro cuerpo cambia por entero cada determinado número de años), también ocurra en nuestras vidas.
     Los poemas de Francisco José Cruz parten de una perplejidad que nos señala que no somos del todo seres individuales sino que estamos conectados con nuestros ancestros y descendientes, no sólo por la vida sino también por la muerte. La perplejidad que deja en los sobrevivientes la muerte de sus semejantes o la transformación de un objeto al cambiar su función o su lugar (“Perplejidad de quedarnos un instante entre lo que fue y lo que podría ser”), establece una cadena entre los que vivieron y los que viven ahora y los que vivirán después, una cadena que fundan los gestos comunes, las palabras compartidas y la obsesión por la ausencia de nuestros parientes y amigos, que los hace presentes en nuestras vidas. Una cadena que sólo se manifiesta plenamente en el poema. Pues, para el poeta sevillano: “La poesía es de los pocos reductos humanos donde intimidad y comunicación se nutren mutuamente.” “Quizá, el único lugar donde el ser y el no ser de todo se reconcilien sea un poema.” En un ensayo sobre el poeta argentino Antonio Porchia el autor de Maneras de vivir dice algo que también es válido para su poesía: “Si la poesía contemporánea se ha ocupado, con gran variedad y acierto, del problema de la identidad —el hombre contemporáneo es un hombre escindido—, Porchia, asimilando esta misma concepción, ha logrado que esta escisión deje de ser uno de nuestros conflictos capitales para constituir un pasadizo entre el ser y el no ser, lo posible y lo imposible.”
     En Maneras de vivir hay poemas que parecen cuentos para niños, sembradores de símbolos y dudas, pero no por ello menos verdaderos y secos. En estos poemas Cruz emplea “la memoria imaginante” que él detecta con lucidez en un poema de Eliseo Diego: “El poeta se dirige a la muchacha de ‘Retrato de una joven, Antinoe, siglo II‘ como si en realidad estuviese viva, pero sin ocultar en ningún momento la real inexistencia de ella. Este recurso poético logra que el poeta hable a la vez a la viva y a la muerta, dejando en nuestro ánimo “la fatal conmoción del asombro que produce la inexistencia”. Convoco al futuro lector de este libro a que lea en este sentido “Maneras de comer”.
     Hay muchos versos en Maneras de vivir que se leen ajustados al poema, apegados casi a la literalidad que los sustenta, pero que leídos despacio, en su estrofa, sin pasar al resto del poema, nos suenan a claves de vida aplicadas no sólo a una forma particular, sino a muchas o a todas las formas de vida; no obstante, para el oído de nuestro poeta, cada forma tiene su voz que suena entre otras que suenan, es una forma dotada de lenguaje con un oído que atiende. En “Habla el barro”, el barro hecho plato dice: “Me siento circular y hasta profundo” y “Yo no hubiera durado sin ser algo concreto”. Toda manera de vivir tiene un lenguaje fuera del coro: habla una camisa, la imagen de un ser concreto en el espejo, un palo, etc. Cada poema, cada manera de vivir tiene su forma de hablar, insisto, su voz, su timbre, su tono, pero logra hacerse entender; la poesía de Cruz está muy lejos de la torre de Babel de gran parte de la poesía de nuestros tiempos. Él pertenece a un grupo minoritario en la actualidad de poetas que creen que es básica la legibilidad de un poema, que es el principio de su credibilidad, y que estas dos cosas están enlazadas, íntimamente, con ese mundo inefable al que, se dice, la poesía roza y cuyo roce delgado es el poema. Que el decir y el no decir se comunican. Esta legibilidad es la base de la que parte: las palabras, el lenguaje, lo compartimos con otros tan diferentes entre sí como el barro y una camisa, que existen como nosotros pero que representan formas más misteriosas, si cabe, que la nuestra, por ser aparentemente criaturas de nuestras manos, a su vez creadas por otras manos: “Unas manos sin cuerpo, / anteriores al mundo / parece que crearon a estas manos de barro / que cuidadosas, hacen con mi forma / una forma distinta de las suyas.”
     En Maneras de vivir todo vive un tiempo más largo que su forma, toda forma excede sus límites físicos y temporales, toda forma continúa o antecede a otra; por ejemplo, una mesa: “necesita sentir encima cosas / como si fueran pájaros dormidos, / confiados al ser de la madera.”
     Quizá la condición de todos estos seres está en que están, al mismo tiempo, dentro y fuera del mundo y de sí mismos, en una condición de perma|nente metamorfosis, de detenida metamorfosis, y sea ésta la que les da, paradójicamente, la conciencia de ser. Los monos en el zoológico “Aún no han aprendido / a saltar de una ausencia / a otra ausencia del bosque que perdieron / y por esto sus ojos no miran lo que ven.” Poco a poco van deshabitando su mundo pasado, el de la selva, y van entrando a un limbo que no está ni en el zoológico ni en África: “Tal vez han decidido —al menos los ancianos— / no gastar energía inútilmente / y engordar de desidia, tumbados en el suelo, / solos a la redonda, como un reloj parado.” El astronauta que flota dentro de la nave a la que rige otro tiempo distinto que el de la tierra dice: “Voy dejando de ser quien hasta entonces era allí abajo ¿abajo? / Estoy fuera del mundo…”
     Aunque un solo poema de Francisco José Cruz puede dejar al lector en un acuario, repitiéndolo en un tiempo sin tiempo, como ya lo dije al principio: el lector ganará al seguirlo de poema a poema y de libro a libro. A Maneras de vivir lo acentúa en el decir callando, un libro de reciente aparición en España: A morir no se aprende. Si se piensa en ambos títulos y en los dos libros en conjunto, la seriedad, la continuidad y el rigor de la empresa o de la aventura de Francisco José Cruz se ponen en evidencia. Quisiera terminar con un poema de este último libro como una incitación para su publicación en México:

A MORIR NO SE APRENDE
     Vivir no es una escuela,
     ni siquiera un camino,
     que ya hubiera borrado la intemperie.
     El tiempo no nos lleva
     de la mano: es el aire,
     el que arrastra a capricho los papeles.
     No se aprende a morir.
     Siempre andamos perdidos
     en medio de las cosas y la gente.

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