Matriarcado cultural

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El auge de la literatura femenina en México, iniciado en los años ochenta, justo al comienzo de la crisis económica, y todavía vigente, produjo un desplazamiento del liderazgo cultural que la crítica no ha estudiado a fondo, por considerar quizá que no vale la pena dedicarletiempo y espacio a un deleznable producto de mercadotecnia. Nos guste o no, la "narrativa de señoras para señoras" es un fenómeno con amplias repercusiones sociales, pues revela que en México las mujeres han desafiado con éxito la supremacía intelectual de los varones. Cada día resulta más difícil que un hombre pueda colarse a la lista de los autores más vendidos, encabezada siempre por una escritora nacional o extranjera. Siguiendo el sabio consejo: "Si no puedes con tu enemigo, únetele", en algún momento pensé publicar mi novela Señorita México con seudónimo femenino, en asociación delictuosa con una amiga que daría la cara por mí en la foto de la solapa. Pero mi editor me hizo notar que el travestismo literario exige delicadeza y yo trataba a mi heroína con demasiada crueldad. En vez de hacerme pasar por mujer, corría el riesgo de parecer una horrible Drag Queen, con los cañones de la barba despuntando por debajo del maquillaje.
     Mientras el matriarcado cultural gana posiciones en todas partes, los machos de línea dura y los travestis fallidos nos hemos quedado a la expectativa, sin saber si reír o llorar. ¿Cuándo dejamos de tener influencia en la formación del gusto literario? ¿Acaso los hombres y las mujeres hablamos lenguajes tan diferentes? ¿Por qué los géneros rudos como la novela policiaca fueron relegados a las librerías de viejo? La explicación es simple y vergonzosa: mientras las amas de casa con tiempo libre degluten novelitas superficiales donde se ven reflejadas de la manera más favorable, sus hijos y sus maridos no tienen gusto literario alguno, porque son iletrados de tiempo completo. En el medio literario es frecuente oír diatribas contra la frivolidad de las lectoras burguesas, no sólo en boca de varones, sino también de escritoras inconformes con la división del mercado editorial en guetos sexuales. Sin duda, las clientes asiduas de Sanborn's tienen un horizonte cultural estrecho. Pero en vez de maldecir al único público lector existente, ¿no sería más lógico alarmarnos por la esclerosis mental de los vaquetones que ven la tele mientras ellas leen?
     Generalmente son las madres quienes inician en la lectura a sus hijos, luchando contra el mal ejemplo del padre apoltronado en el sillón, que en una tarde dominical, entre siesta y siesta, se sopla tres o cuatro películas de Jean Claude van Damme. Cuando los candidatos del "nuevo pri" reconocen muy quitados de la pena el desastre educativo de los últimos veinte años, como si fueran totalmente ajenos a él, olvidan aclarar que las principales víctimas de ese desastre son los varones, en particular los adolescentes. El embrutecimiento de los hombres no sólo se ha reflejado en los anaqueles de las librerías, sino en el aumento de la delincuencia. El machismo prepotente aniquila cualquier esfuerzo constructivo, lo mismo en los barrios lumpen que en las altas esferas de la administración pública, donde un patán como Albores Guillén se da el lujo de gobernar a mentadas el estado más conflictivo del país. Todavía en los años setenta, cuando la educación pública brindaba oportunidades de ascenso social, los universitarios y ceceacheros podían comprar novelas además de sus libros de texto. Hoy ese público está en vías de extinción, a tal punto que resulta inútil llamar a la cordura a los paristas de la unam desde una revista como Letras Libres, pues casi ninguno tiene dinero para comprarla.
     Aunque la crisis transformó a muchos lectores potenciales en pandilleros, sus estragos económicos y sociales no bastan para explicar la zafiedad crónica de nuestros varones, que aun en las clases privilegiadas suelen ser alérgicos a los libros. Productos de una cultura donde el más chingón o el más abyecto se impone siempre al más preparado, los mexicanos llegan a la juventud convencidos de que la lectura es una tarea impropia de su sexo. En el mejor de los casos, cuando la presión social los obliga a comprar un libro de moda, lo abandonan a las primeras páginas, como si les quemara las manos, pretextando falta de tiempo para leer. Los hijos de esos trogloditas crecen con la idea de que la lectura es cosa de viejas, y dentro de poco será tan fácil incitarlos a leer como obligarlos a inscribirse en una escuela de ballet.
     Si el predominio de la mujer se extendiera a la arena política, tendría sin duda un efecto saludable, porque las mujeres son menos proclives a la corrupción que los hombres. Pero las consecuencias del matriarcado cultural en la formación literaria de las nuevas generaciones ya se empiezan a vislumbrar, y no son precisamente alentadoras. Los retratos psicológicos de abnegadas esposas provincianas que se muerden el rebozo para no llorar o la lucrativa mescolanza de la novela rosa y el realismo mágico pueden malograr en embrión la creatividad de los pocos niños que leen. Por desgracia, los novelistas del mañana se nutren por vía materna con esos bombones tóxicos, y de grandes propenderán a escribir como sus modelos. La literatura mexicana nunca fue demasiado viril, salvo en tiempos de Sor Juana. Pero cuando la cursilería remilgada se propague al sexo masculino, pediremos disculpas a los novelistas de la Revolución por habernos extraviado del rumbo que nos marcaron. –

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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