México Bicentenario

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Durante muchos años jugué en una liga de futbol en las estribaciones del Ajusco. En canchas inclinadas que hacían que en el volado inicial el ganador escogiera para el segundo tiempo atacar “de bajadita”, con gélidas temperaturas en los juegos de primera hora de la mañana e insolados bajo el sol de montaña en los partidos de mediodía, entre patadas que sólo se explican por la torpeza del futbol amateur y con árbitros aun más crudos que los jugadores… lo verdaderamente desmoralizante de la liga era subir todos los sábados al Ajusco. Año con año, como si fuera una especie de secreto inspector forestal, fui testigo del fin de la última reserva forestal. Invasión de terrenos federales por paracaidistas auspiciados por diputados montescos y capuletos: la miseria como santo y seña de la destrucción del bosque. Y, por el otro lado, construcciones faraónicas e igualmente ilegales de los ricos: la riqueza como seña y santo de la destrucción del bosque.

En la sinuosa carretera que conducía a las canchas, comercios ilegales de materiales para la construcción. Y por el asfalto, es un decir, un incesante flujo de camiones materialistas, desvencijados y renqueantes, repletos del cascajo para alimentar las entrañas del bosque. Frágiles puestos de fritangas y baratijas. Un ulular de combis sin potencia en la subida y sin frenos en la bajada, y atracciones de feria “estilo Anaheim” hicieron el resto: un bosque convertido en estercolero.

Una de las descripciones más memorables de La sombra del caudillo es la de la masa forestal que bajaba del Ajusco y el Desierto de los Leones y dominaba el sur del Valle. Pero esta cotidiana y silenciosa tragedia, que se podría documentar año con año, venta ilegal de terreno por venta ilegal de terreno y construcción ilegal por construcción ilegal, no sólo es el mejor espejo de nuestro subdesarrollo, sino uno de los jinetes del Apocalipsis que marcarán el fin del Valle de México como espacio habitable. En ese corredor forestal y volcánico, la parte más alta del Valle, es donde se filtra el agua que alimenta los mantos freáticos de la ciudad. Lo que además la convierte en una zona paradójicamente sin agua, dada la porosidad de la roca. ¿Solución? Pipas, muchas pipas. Una caravana de pipas. Gasolina quemada para llevar agua potable a un bosque que no debería estar poblado. Pipas, muchas pipas.

Pero, ¿a quién le importa? Las autoridades cobran y callan. Los invasores y constructores pagan y callan. Y los demás subimos a jugar los sábados futbol y a comer quesadillas de flor de calabaza.

Si ampliamos la óptica, lo mismo pasa a lo largo de todo el Altiplano. Tracemos una escuadra imaginaria que una Veracruz con Acapulco a través de la ciudad de México. El cofre de Perote, deforestado, dejó ya de regular el clima del valle de Xalapa y de regar el antes fértil corredor agrícola de esa vasta zona de Veracruz. Lo mismo pasa con La Malinche y los valles de Tlaxcala y Puebla; con el Nevado de Toluca y el valle de la capital del Estado de México, y así hasta unir, en un cordón umbilical de deterioro, a los dos principales puertos del país y al área que reúne casi la mitad de su población.

 

 

Solía llevar a amigos extranjeros a un recorrido por Puebla y Tlaxcala. La ruta, más o menos fija, parte del ex convento franciscano de Huejotzingo, recinto clave en el inicio de la evangelización. Con sus capillas de indios fortificadas, su iglesia de gótico artesanal, su pila bautismal del tamaño de una fuente y su pequeño pero documentado museo de la orden franciscana. De ahí, Cholula, Tonantzintla, San Francisco Acatepec, Puebla, Tlaxcala y remate en Cacaxtla. En una sucesión sin orden ni concierto vuela una bofetada de María Félix, una iglesia recuerda una mezquita, y arriba de la pirámide las procesiones le rezan a San José. Los volcanes, siempre los volcanes. Los nativos enmascaran a Quetzalcóatl en el Paraíso y los guerreros tigre son querubines. Una biblioteca con diez mil volúmenes honra la memoria de Palafox y en la Capilla del Rosario el Barroco exclama su impotencia. En el fondo de un plato mestizo, un lustroso mole. Tlaxcala es el secreto mejor guardado de México, y Cacaxtla se toca con Bonampak: capillas sixtinas de Mesoamérica. Pero detrás de este idílico fin de semana se esconde un pequeño problema. ¿Los peligrosos entronques de las carreteras, los camiones sin fin, la mala señalización, la imposibilidad de estacionarse, el pago extra por ser turistas, el acoso de los ambulantes, la ausencia de información histórica confiable, el ruido, los tumultos? No, mi problema es anterior: la salida de la ciudad de México.

Obviemos por una vez el tránsito pesado, culpa del desmantelamiento de los trenes de pasajeros y de carga que hicieron posible la Revolución y que los gobiernos de la Revolución destruyeron. Obviemos, como si esto fuera posible, los millones de habitantes de las ciudades perdidas, que son tan grandes que a su vez tienen ciudades perdidas. Obviemos los tiraderos de basura a cielo abierto. Obviemos los habitantes de las laderas de los montes y de sus cuevas. Obviemos las gaseras irregulares, el tejido industrial envejecido, la precariedad del transporte, la fealdad masiva y oprimente que produce fealdad y opresión, y concentremos la mirada en dos puntos. Pasando la caseta de cobro de la autopista a Puebla, cada vez más cerca de los bosques de Río Frío ante el avance de la mancha urbana, magma vivo de nuestro atraso, uno puede observar una sucesión de desarrollos inmobiliarios patrocinados por el Infonavit. Diminutas casas idénticas configuran inmensos gallineros. Reto a los funcionarios que los aprueban a llevar ahí una vida digna. ¿Alguien ha pensado cómo se va a dotar de servicios a esas pajareras? ¿Cuáles serán sus redes de transporte público, agua potable, tendido eléctrico? ¿Cómo está concebida su vinculación con el comercio establecido y con los sistemas de salud y educación? En medio de antiguos sembradíos, estas “unidades habitacionales” son el mejor testimonio de la estulticia. Si una civilización se define por su legado arquitectónico, los antropólogos y los arqueólogos del futuro mirarán las ruinas de estos desarrollos y, entonando los “párpados narcóticos”, se preguntarán intrigados: “¿Qué es esto?”

El segundo punto tiene que ver con los campos de alfalfa de Chalco. Contra la recomendación de los expertos, encabezados por el entonces joven ecologista José Sarukhán, la ceguera de nuestros gobernantes permitió que este valle agrícola se transformara en una ciudad perdida. Más bajo que la ciudad de México, Chalco es un escurridero natural de las aguas acumuladas tierras arriba. Por eso era un lago. Por ahí pasa lo que eufemísticamente se conoce como el Río de la Compañía, y que no es otra cosa que el canal de aguas negras, a cielo abierto, más grande del mundo. El agua de la ciudad de México se expulsa por dos vías de escape: Tula, por el norte, y Chalco, por el sur. Literalmente, un río de mierda, donde se mezclan desechos industriales, desechos tóxicos médicos no tratados y el desagüe de la ciudad. La séptima ciudad más rica del mundo, con un producto interno bruto superior al de Madrid y Barcelona, defeca al aire libre. El tiempo corre, el colapso se acerca. Si no se toman medidas hoy, el Valle de México, del aeropuerto a Chalco, de Neza a Iztapalapa, volverá a ser un lago, pero ahora de aguas negras. Aplausos bicentenarios.

El mismo patrón se reproduce en las otras salidas de la ciudad de México. En las de Pachuca, Tulancingo y las Pirámides, el continuo de pobreza urbana y barrios suburbiales y ciudades perdidas se repite. Con el añadido de la deforestación y el entorno árido. En las salidas de montaña, particularmente a Cuernavaca, la ratonera del tráfico aprisiona a los automovilistas en un embudo que hace inviable muchos días a la semana la comunicación entre ambas ciudades. E incluso en esa dirección, aunque la orografía pareciera impedirlo, la extensión urbana continúa. Topilejo es ya un barrio de la capital, y Topilejo y Tres Marías están separados tan sólo por la sierra volcánica de Chichinautzin. A su vez, acosada por la ganadería intensiva y la tala clandestina. Cuando por fin no hay una sola construcción, espectaculares anuncios nos recuerdan comer fritos y usar desodorante.

La salida a Toluca, también de montaña, otra de las reservas forestales del Altiplano y que unía en un bosque de coníferas el valle de Toluca con el de México, representa la otra cara de la moneda. Aquí, la destrucción del entorno se hizo a través de la especulación inmobiliaria. Todas las grandes ciudades del mundo tienen dentro de sí su Calcuta y su Dubái. Incluso la capital de Bengala Occidental tiene su sector financiero de punta, y Dubái, sus barrios hiperpoblados y marginales, su propia desembocadura del Ganges. Santa Fe es el Dubái de la ciudad de México y, como el emirato del Golfo Pérsico, la historia de Santa Fe es también la historia de la ilegalidad. Permisos comprados a fuerza de talonario, compraventa de terrenos a precios inflados, y, en un parpadeo, una ciudad de cristal que es un búnker y un fracaso. Si el dinero que se ha invertido en Santa Fe se hubiera empleado del Centro Histórico hacia la periferia, muchos de los males de la capital se habrían resuelto. Santa Fe depende de cuatro escasas vías de comunicación con el resto de la ciudad, saturadas por camiones de carga y miles de automovilistas. Es imposible llegar en transporte público y, una vez dentro, es imposible desplazarse a pie. Las calles no tienen banquetas y los edificios no tienen numeración. Si Santa Fe es una isla dentro de la ciudad, muchos de sus edificios y comercios son a su vez islas dentro de Santa Fe, verdadero archipiélago de la estupidez. ¿Será necesario decir que en Santa Fe no hay espacios públicos de convivencia, salvo el centro comercial?

Si algo hermana a ricos y pobres en México es la lógica entrópica. Unos, en sus torres de marfil amuralladas, ajenos a la vida de la capital; los otros, entre inmundicias, desechos y lodos, en vidas africanas. El magma que une a estos dos polos es la falta de planeación, la falta de transporte público adecuado y limpio, el crecimiento caótico e irregular y el deterioro ambiental. Pero este caos, que debería servir de contraejemplo para el resto de las ciudades del país, es más bien el modelo, y así, ciudades grandes y pequeñas, históricas e industriales, de montaña o mar, reproducen este desastre inapelable.

Hace años vi un reportaje que me pareció una forma atractiva de entender una cultura: escoger a una familia común y retratarla dentro de su propiedad y con los alimentos que van a consumir en una semana. Lo mismo podría hacerse para entender las ciudades del mundo. Escoger una calle común y documentar sus comercios y vecinos. Esa calle estándar del México contemporáneo tendría tráfico, estaría mal asfaltada y en las sinuosas banquetas venderían cd piratas y tacos de cabeza de borrego. Probablemente se llamaría avenida Juárez o calzada Zapata, pero no tendría letrero que nos sacara de la duda, y los números no seguirían el orden universalmente aceptado.

 

 

Pienso en la contaminación de las ciudades petroleras –Minatitlán, Poza Rica, Coatzacoalcos–, que supera incluso nuestros laxos parámetros. Auténticas ciudades Chapopote.

Pienso en el vergonzoso caos de las ciudades de frontera, apiñadas en la misma línea divisoria, como si los propios edificios quisieran también largarse al otro lado. Y cuyas calles de barro reproducen involuntariamente los clichés con que nos juzga la opinión pública del Norte: farmacias que venden medicinas sin receta, licoreras abiertas veinticuatro horas al día, burros disfrazados de cebras, y prostíbulos cuyos trabajadores son víctimas que ejercen contra su voluntad.

Pienso en los pueblos de tamaño medio, antiguos corazones agrícolas, creciendo sin plan ni concierto hacia la “categoría” de ciudades, devorando el campo, el agua y los recursos, sin darles ninguna de las supuestas comodidades urbanas a sus moradores. Metástasis de cemento.

¿Alguien ha ido últimamente a Xochimilco, donde cientos de trajineras con flores de plásticos se disputan el escuálido espacio de los canales entre vendedores ambulantes ¡flotantes! y baños clandestinos orquestados por los vecinos? Y cada año, menos agua y más gente. El ajolote en peligro de extinción. Además, llegar a Xochimilco es científicamente imposible, y para estacionarse en las inmediaciones de cualesquiera de los embarcaderos, o hay que creer en los milagros, o ceder al chantaje de los “viene-viene”.

¿Alguien ha ido a Taxco un fin de semana recientemente? Calles saturadas de ambulantes que ofrecen auténtica plata china, entre multitudes y desperdicios. Las combis pasan por las calles estrechísimas del centro, e incluso se estacionan frente a Santa Prisca. Muchos recintos históricos están abandonados y las construcciones compiten por la “vista”, aprovechando la prodigiosa orografía de la vieja ciudad minera, hasta taparse unas con otras en una espiral babélica.

¿Alguien ha recorrido el Acapulco tradicional últimamente? Hoteles semiderruidos, el Zócalo convertido en un muladar, el paso a desnivel del Parque Papagayos cerrado por fallas estructurales y las cloacas de las cañerías ostentosamente arrojando sus desechos en las aguas antes cristalinas de la bahía. La retórica de la belleza de Acapulco ya no alcanza para cubrir sus miserias.

Cuando se afirma orondamente que México podría ser una potencia turística se piensa fundamentalmente en cuatro ejes, en principio inapelables: la naturaleza generosísima, sobre todo de sus playas pero no exclusivamente; la misteriosa magnificencia de sus ruinas arqueológicas, que se cuentan por miles; la armonía de su legado colonial, y algo más inasible, pero igualmente cierto, que tiene que ver con una cierta cultura popular, una riquísima tradición culinaria, un amplio folclor que convive con los aspectos más osados de la modernidad y un temperamento festivo y hospitalario de la mayoría de la gente. Pero, ¿algún genio de la oficina de turismo ha pensado que, salvo los visitantes que llegan empaquetados a una playa, lo que los turistas quieren es ser autosuficientes y descubrir el rostro verdadero del país que visitan? Y esto, en el México monstruoso, suburbano y caótico que estamos construyendo es, si no imposible, poco recomendable, a menos de uno quiera llevarse de recuerdo la postal del asfalto, la fotografía de la suciedad, la bitácora del caos. ~

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(ciudad de México, 1969) ensayista.


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