Quien se complace ante uno de los paisajes que ofrece más centelleos, zambullidas y variedad climática, el de un lenguaje, el francés, en todo su esplendor literario, de tanto en tanto recupera el buen andar de un gusto, en el que a veces se tropieza en nuevas famas mal justificadas. De ahí que algunos confíen más en las relecturas que en las novedades. Hubo un tiempo en que un harmatán, un viento arrasador, corrió por sobre miles de páginas resecándolas. La crítica había salido de sus cavernas, se ponía conjuntos de última moda y se sentaba en las terrazas de algunos cafés desde donde difundía teorías cuya novedad las volvía insustituibles. Los escritores que sentían urgencia por ser aceptados y disponer de un medio para existir como tales debían encajar en ellas. Pero las teorías no eran demasiado amplias y cómodas y los desdichados que solicitaban ser admitidos se hallaban allí codo con codo y se iban pasando un aire de familia, como en los lugares atestados se recibe y se pasa la gripe. El estilo terminó por volverse no un resultado sino un instrumento de contagio. Y el lector, no siempre enjambre sino libre, desapareció.
Bueno, no desapareció. Descubrió que tenía que hacerse de su propia linterna y salir en la oscuridad a descubrir, de nuevo, el placer de leer. Que ahora tenía una responsabilidad más generosa que darse sus gustos: descubrir entre el fárrago los escritores que le habían sido fieles o que "se" habían sido fieles.
Voy a imaginar comunes hallazgos con ese hipotético lector obsesivo. Uno, ya no nuevo: Pascal Quignard, íntegro, sus novelas y su Retórica especulativa; otro, un tiempo después, Agustina Izquierdo; pero, al parecer, bajo ese escondrijo nominal también está Pascal Quignard, que ama la lógica, la retórica, la novela, el transformismo. Con Le chevalier Silence de Jacques Roubaud recuperamos la posibilidad de volver a ser los lectores ingenuos y afiebrados que siguen eslabón tras eslabón los hechizos de una aventura digna del medioevo en la que tuvo origen, mientras que en Les animaux de tout le monde resucita el encanto del ingenio juguetón y jugoso. O, recordando que Colette, al fin, fue académica, osamos abrirnos paso en medio de esas alineaciones cubiertas de palmas y descubrir, ¿quién lo diría?, L'Ane Culotte de Henri Bosco o confiar en casi todo Jean Giono y su inagotable Manosque, ese pueblo de la alta Provenza, resumen del mundo, casi su Koenigsberg.
Descubrimientos más o menos recientes funcionan como microclimas a los que arribamos en busca de oxígeno. Diría que los nuevos vientos insisten en soplar en italiano. Manganelli, aunque ya muerto, sigue presente, porque aparecen nuevas colecciones de artículos olvidados; Vincenzo Consolo, todo Daniele del Giudice, hasta su última Mania, y Claudio Magris, sus novelas y sus cuentos impecables de Microcosmos; Alessandro Baricco, irregular, pero magistral en Seda e incluso en Novecento, monólogo que seguramente se lee mejor que lo que se oyó. Sin embargo, pese a un envidiable conjunto de escritores (sumo Sciascia, Quarantotti-Gambini, Landolfi, Calasso, Bufalino, Camilleri, Tabucchi, Bonaviri, por limitarme a algunos prosistas, dejando de lado los nombres más obvios y los que todavía no leo), Umberto Eco se quejó del nivel cultural de Italia, de que los italianos no leen, de que sólo ven mala televisión y que van a votar peor. ¿Qué ha fallado si tan poco representan los libros en la cultura de un país?
A veces el viento sopla de más lejos: el sorprendente Señalador, de Sigismund Krzhizhanovski, quien murió inédito, pese a las más de tres mil páginas escritas, porque su exceso de lucidez contrariaba los cánones soviéticos, o Peter Handke o Lars Gustafsson o Kis o Arto Paasilinna, que ha inventado la novela humorístico-ecológica con El año de la liebre, un clásico finlandés, o la sueca sabia y varia Tove Janson o ese Sandor Marai, cargado de la melancolía de un imperio que se derrumba, el austrohúngaro, una estrella más en el cielo mitteleuropeo de Álvaro Mutis. ¿Fallaron también ellos?
Todo esto hace pensar en la psicogeografía. Al fin de cuentas, Eric Orsenna preside, en Francia, la Escuela Nacional Superior del Paisaje. ~