¿Mono, yo?

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Cuando era pequeño, mi padre me llevaba al jardín zoológico. Nos gustaba recorrer con paciencia los distintos hábitat de los animales. Recuerdo cómo me asombraban las pisadas del tigre sobre el césped o los hediondos bostezos del hipopótamo. Era feliz. Mi alegría, sin embargo, encontraba su fin en la jaula de los monos. Ahí, columpiándose de un lado a otro, escupiendo, masturbándose y pegando de gritos, estaban los changos. ¡Qué lejos estaban esos animales de la elegancia de los felinos o, incluso, del sinuoso reptar de los lagartos! Mi desprecio por los simios alcanzó su punto de ebullición cuando mi padre, siempre con su ánimo de educador, me informó que, de acuerdo con un tal Darwin, el hombre —yo, él; por Dios, hasta mi propia madre— "provenía" precisamente de ese animal que no dejaba de mirarme del otro lado del cristal. Esa noche tuve pesadillas. Cómo era posible, me pregunté, que yo, un ser humano, tan claramente superior al resto de los animales, descendiera de un mico. Desperté con palpitaciones. En la escuela me negué a estudiar ciencias naturales. No quise volver al parque zoológico. Miré mis manos —la gracia de mi pulgar, tan claramente distinto al de un primate, mis finas uñas, mis largos dedos— y concluí que, sin lugar a dudas, yo tenía que ser producto de algo más, la obra maestra de una inteligencia aventajada, la joya de la corona de la creación.

Durante años he logrado mantener oculto mi narcisismo evolutivo. De un tiempo para acá, sin embargo, he logrado liberarme. No estoy solo. En Estados Unidos —siempre a la vanguardia en el descubrimiento de la Verdad— ha finalmente salido a la luz la teoría que tanto había esperado. La hipótesis —aunque para mí ya sabe a ley— lleva por nombre "Diseño Inteligente". Y, a fe mía: no recuerdo un mejor uso del adjetivo. El Diseño Inteligente explica por qué la evolución no puede entenderse sin la intervención de un ser superior, un creador que, haciendo gala de su elevadísima inteligencia, haya concebido al hombre como lo que yo siempre he sabido que es: no un animal producto del desarrollo de la naturaleza sino una máquina perfecta, hecha a imagen y semejanza del diseñador supremo.

Quizá valga la pena una nota precautoria: no es necesariamente lo mismo creer en el Diseño Inteligente que ser Creacionista. Los creacionistas consideran la intervención de Dios como el factor original del desarrollo humano. En cambio, los defensores del Diseño Inteligente van más allá. Algunos incluso imaginan la existencia de alguna otra fuerza desconocida o sobrenatural (¿extraterrestres, quizás?; las posibilidades son infinitas) como fuente de nuestra excelencia. El doctor William Dembski, un matemático y teólogo enamorado de la teoría, explica que "hay sistemas naturales que no pueden ser explicados adecuadamente sólo mediante fuerzas naturales independientes, sistemas que exhiben características que, en cualquier otra circunstancia, atribuiríamos a la inteligencia". En su libro The Design Revolution, el doctor Dembski reflexiona, por ejemplo, sobre el Monte Rushmore, el escarpado pico que, incluso antes de ser convertido en los rostros de Washington, Jefferson, Roosevelt y Lincoln, ya parecía una obra escultórica: "Las características de esta formación rocosa nos convencen de la existencia de una inteligencia diseñadora y no sólo de los efectos del viento y la erosión […] el Monte Rushmore tiene características o patrones que sólo se explican mediante la inteligencia". Al terminar de leer a Dembski, y tras sacudirme los escalofríos, pensé qué diría el doctor si conociera nuestros volcanes, sobre todo a la voluptuosa mujer dormida. Si seres inteligentes esculpieron el Monte Rushmore y el Iztaccíhuatl, ¿qué no habrán hecho con los hombres?

Por si hiciera falta legitimar la hipótesis, el Diseño Inteligente ha recibido, a últimas fechas, el apoyo irrestricto de ese faro de sabiduría —y conocimiento científico avanzado— que es George Bush. Gracias a Dios, el Presidente de Estados Unidos ha decidido dar un espaldarazo a la enseñanza de la teoría del Diseño Inteligente en las escuelas de su patria. Antes de partir presuroso a resolver con abrumadora efectividad el desastre de Nueva Orleáns, Bush aclaró, en una entrevista con un grupo de reporteros tejanos, su voluntad de que en las escuelas estadounidenses se enseñe el Diseño Inteligente con el mismo ahínco con el que se ha difundido esa falacia "científicamente comprobada": la teoría evolucionista. Bush tiene razón: "la gente debe ser expuesta a diferentes corrientes de pensamiento". Sobre todo, podría haber agregado, cuando las corrientes en cuestión son tan claramente equivalentes como el trabajo de Darwin y el cincel extraterrestre en el Tepozteco. En suma, es un alivio sentirse reivindicado. Yo siempre lo supe: ese simio en plena masturbación y yo no teníamos nada en común.~

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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