Nada nuevo bajo el sol

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La peste bubónica cayó sobre Londres en 1664, pero produjo sus mayores estragos en los dos años siguientes, cobrándose la vida de aproximadamente cien mil personas; el virus del ébola fue detectado por primera vez en 1976 junto al río del mismo nombre, en Zaire, y en 2014 ha llegado a Europa y a los Estados Unidos: entre su detección y su llegada han mediado 38 años; entre la aparición de la peste bubónica en Londres y el presente, trescientos cincuenta. Estas cifras pueden carecer de interés a simple vista, pero son relevantes porque constituyen un argumento a favor de quienes cuestionan la idea de que la historia de los últimos siglos sería el producto de un progreso lineal y acumulativo. En materia de enfermedades y en relación al modo en que nuestras autoridades lidian con ellas, me temo, caminamos en círculos: si algo ha cambiado en los últimos trescientos cincuenta años es la velocidad de propagación de las enfermedades, pero todo lo demás sigue igual, incluyendo la impericia de las autoridades, su corrupción intrínseca, la desesperación de los enfermos, la valentía y el arrojo de los médicos, la propagación del terror por parte de la prensa y de la opinión pública, la dimensión política y económica de la enfermedad y el miedo.

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Daniel Defoe publicó su Diario del año de la peste en 1722; lo hizo de forma anónima, una práctica habitual en la época destinada a que los textos no fuesen leídos como obras de ficción sino como testimonios. A pesar de ello, la obra es una novela, aunque la precisión de sus detalles, su verosimilitud, la parquedad con la que su narrador los presenta, la honestidad que parece surgir del conjunto hacen que la leamos como una crónica periodística. Diario del año de la peste es, sin embargo, una ficción: en el periodo comprendido entre 1664 y 1667, que es el periodo que cubre la obra, Defoe era apenas un niño (había nacido alrededor de 1660) y es evidente que el libro le debe más a la documentación que a sus propias vivencias, aunque es posible que haya que atribuir a estas su aire opresivo, de amenaza inexplicable y difusa. Algo más de doscientos noventa años después de su publicación, Diario del año de la peste vuelve a estar de actualidad estos días con la llegada del ébola a Europa; de hecho, el libro parece contemporáneo en la medida en que, en él, aparecen los motivos recurrentes en la prensa de nuestros días (en la época de su publicación, por el contrario, “carecíamos de periódicos impresos para divulgar rumores y noticias de los hechos, o para embellecerlos por obra de la imaginación humana, como hoy se ve hacer”), incluyendo la atribución de la enfermedad a la llegada de extranjeros, la ocultación del tamaño real de la epidemia por parte de las autoridades, la angustia de los afectados (“Las lágrimas y los lamentos se oían casi en cada casa”, afirma el narrador), la histeria colectiva (la observación de presagios en las nubes y de fantasmas no parece frecuente estos días, pero su equivalente es la propagación de rumores en la red) y las disposiciones de las autoridades (más juiciosas que las actuales, a pesar de carecer de la información de la que se dispone hoy en día), que salvaron la vida a miles de personas, aunque solo en el interior de la ciudad (es decir, en la parte más pudiente de la misma).

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En un artículo reciente (“El ébola, en perspectiva”) publicado en Revista de Libros, el ensayista español Francisco García Olmedo ha observado el hecho de que “los recortes indiscriminados y no selectivos de los sistemas sanitarios y de investigación [en España] han propiciado que carezcamos de un robusto centro de enfermedades infecciosas y que el número de virólogos expertos en el país sea lamentablemente reducido”, algo que también apuntó Defoe, al señalar que “fue un grave error que una ciudad como Londres no tuviese más que una casa de apestados” en 1665. En otro artículo, esta vez en el New Yorker (“Ebolanomics” de James Surowiecki), se afirma que la razón por la que carecemos de medicamentos para enfrentar la enfermedad es que, sencillamente, la industria farmacéutica no los ha considerado rentables hasta el momento: “Las enfermedades que afectan mayoritariamente a los pobres en países pobres no son una prioridad científica porque es improbable que esos mercados ofrezcan una retribución decente, así que enfermedades como la malaria y la tuberculosis, que en total matan a dos millones de personas cada año, reciben menos atención por parte de las compañías farmacéuticas que el colesterol alto.” La dimensión económica y política de la enfermedad no ha sido lo suficientemente discutida en la prensa estos días, pero parece evidente que, si el ébola nos concierne ahora, es porque no solo no ha dejado de matar a personas pobres en África sino que ha llegado a constituir una amenaza para las clases privilegiadas de Europa y Estados Unidos, lo que demuestra (una vez más) que no son solo las víctimas del ébola las que están enfermas, sino que la enfermedad es la tremenda desigualdad entre clases sociales y entre países que toleramos y a menudo aplaudimos con la inocencia, con la frivolidad, de los personajes de Defoe. Claro que este último ya lo sabía hace casi trescientos años, cuando observó el hecho de que, al estallar la peste, los ricos abandonaron la ciudad, dejando tras de sí (en manos de los charlatanes, los vendedores de ungüentos y amuletos y las autoridades) a las clases bajas, que carecían de una propiedad rural para refugiarse; según Defoe, por esta razón la enfermedad fue particularmente dañina en los barrios pobres de la ciudad y entre los sirvientes. Nada nuevo bajo el sol en nuestros días, pues, excepto el hecho de que, ahora, la ciudad de Londres es el orbe entero. ~

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Patricio Pron (Rosario, 1975) es escritor. En 2019 publicó 'Mañana tendremos otros nombres', que ha obtenido el Premio Alfaguara.


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