Dentro del Caracol

Una visita a territorio zapatista.
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Entramos a lo que parece un salón de clases. Desde un costado, un comité de encapuchados nos observa en silencio. Cada uno escribe con dedicación, casi con la cabeza pegada a su cuaderno de espiral sobre su pequeño pupitre. Podría tratarse de un examen profesional o de un juicio sumario. Nos piden que nos sentemos. Por el pasamontañas es difícil saber si sonríen o si su gesto es más bien severo. Dan ganas de hacer preguntas pero se impone la pausa. Afuera la lluvia golpea con fuerza. Cuando acaban de escribir, son ellos los que toman turnos para hacernos preguntas. La palabra y el tiempo les pertenecen.

Mi madre se porta excesivamente amable, intenta hacer la plática, no entiende cómo acabamos en esta situación, pero espera que nos vayamos antes de que anochezca. Julian, nuestro amigo documentalista, no oculta su entusiasmo; si por él fuera, nos quedaríamos aquí lo suficiente para jugar futbol, compartir comidas, platicar por horas, hacernos amigos. Ni mi hermana ni yo podemos creer que nos abrieran el portón, pero no estamos seguras de querer pasar aquí la noche. Comienza a bajar la temperatura y ni siquiera traemos suéter.

–¿Entonces usted es mamá de los tres? –pregunta una de las mujeres encapuchadas.

Julian dice con su acento francés que él es francés y que mi mamá no es su mamá. Su mamá vive en Marsella.

–Vine a conocerlos a ustedes –les dice nervioso.

–Pues mucho gusto –le contestan.

Habría que ir un poco atrás. Habíamos pasado la mañana en Toniná, el sitio arqueológico recuperado por los zapatistas durante el levantamiento en 1994. Por su elevación, fue un lugar estratégico para las operaciones guerrilleras. Las terrazas de los basamentos dan al valle de Ocosingo y a la zona militar que se instaló a un lado como parte de la ofensiva contrainsurgente durante los momentos más álgidos del conflicto.

El dueño del predio sobre el que se encuentran las ruinas forma parte de las bases del EZLN. En 2015 fue encarcelado arbitrariamente durante diez días en el penal de El Encino; sus familiares pagaron más de cien mil pesos de multa para que lo liberaran. El guía nos dice que a los del INAH solo les gustan los indios muertos, no los vivos.

Escuchamos que habría una actividad de puertas abiertas en la Garrucha, uno de los Caracoles zapatistas que surgieron en 2003 cuando los pueblos tzotziles, tzeltales, mames, choles, tojolabales y zoques de los municipios rebeldes se cansaron de esperar a que el gobierno respetara sus derechos y decidieron construir su propia realidad. Son el corazón de la organización política zapatista y no suelen estar abiertos salvo en ocasiones especiales. Por eso manejamos desde San Cristóbal de Las Casas en ese rumbo sin estar muy seguros de cómo llegar.

Solo habíamos desayunado un elote que hizo explotar el paladar vegetariano de Julian. Pero ya comenzaba a atardecer, nos crujía el estómago y todavía no llegábamos a ningún lugar. Para sumar a la situación, se soltó una lluvia torrencial sobre esa carretera angosta de doble sentido entre ocotales.

Mi madre limpió el parabrisas con su manga para descubrir que unas piedras y troncos bloqueaban el paso. Con las intermitentes puestas, discutimos sobre si buscar otra ruta o regresar. Pero de la nada un par de hombres nos tocó los vidrios de ambos lados del auto. Exigían dinero supuestamente para una causa social.

Kilómetros después, llegamos a un portón junto a un mural de un arcoíris. No estábamos seguros de si era un Caracol; no era la Garrucha, pero en definitiva parecía un lugar zapatista. Cubriéndome con un paraguas muy bonito que mi mamá había tenido la precaución de traer, golpeé el metal del portón sin recibir respuesta. Cada vez llovía más fuerte y los soportes metálicos del paraguas se pandeaban. Conforme tocaba me convencía de que nos habían asaltado. Seguí golpeando la puerta pensando que tal vez estaban lejos y no podían oírme. Ahí no había ninguna actividad, era como tocar la puerta en la casa de desconocidos y esperar que te abran así como si nada.

No sé cuánto tiempo estuve insistiendo. Olía a leña quemándose y a tierra mojada. Supongo que en algún punto se hartaron, pues abrieron una mirilla. Les expliqué la situación. Dijeron que lo consultarían y volvieron a cerrar. Tal vez pensaron que nos iríamos, pero ese día andábamos de necios o con temor de regresar al camino. Así que volví a tocar el portón hasta que lo abrieron de par en par. Nos pasaron a un cuarto apenas iluminado con humo donde varias personas comían en unas mesas de madera. Olía a tortillas. Salivamos. Ellos nos saludaron con la cabeza sin levantar demasiado la vista. Nos ofrecieron frijoles y tortillas. Aunque deseábamos abalanzarnos sobre los platos, mi madre preguntó si era correcto, no queríamos quitarles su comida, ellos insistieron. Los tacos más deliciosos que he probado en mi vida.

Debíamos esperar a que las autoridades salieran de una reunión y determinaran si nos podíamos quedar ahí o no. En algún punto, el resto de los comensales se retiró. Minutos después nos condujeron al salón de clases. No fue difícil darnos cuenta de que eran las mismas personas del comedor pero ahora con capucha y cuaderno de espiral. Nos pareció un gesto teatral muy zapatista.

Afuera del salón observamos los murales que decoraban a los mártires de Morelia, el IV Caracol, asesinados el 7 de enero de 1994. La gente recuerda la forma en que el ejercito los torturó y asesinó en pleno centro de la comunidad. Tres décadas después, los zapatistas siguen siendo hostigados por paramilitares de la zona y se les siguen fabricando culpas por defender sus tierras y sus derechos. Los pueblos indígenas de todo el país siguen como en 1994: resistiendo al desplazamiento, a los megaproyectos y a la explotación desmedida de los recursos naturales. Parte de la revolución que trajo el zapatismo fue un nuevo tipo de movilización social sin caudillos que opera en red tanto en el país como en el resto del mundo donde los de abajo a la izquierda luchan contra lo que los zapatistas llaman “la hidra capitalista”.

Después del juicio y las deliberaciones, nuestros generosos anfitriones nos invitan a pasar la noche. Dicen que efectivamente es peligroso regresar ahora por los asaltos en la carretera, ya comienza a bajar la neblina. Pero justo entonces una mujer que había ido a hacer unas reparaciones con unos ingenieros estaba por salir rumbo a San Cristóbal en su pick-up. Se ofreció a acompañarnos y, a petición de mi madre, decidimos seguirla.

Y como les suele ocurrir a los paraguas, olvidamos el nuestro en el salón de deliberaciones.

Si vienes aquí, trae tus palabras, no repitas lo que ya se ha dicho antes, no aburras, piensa por ti misma. Ese tipo de provocaciones plantean los zapatistas desde su levantamiento hace treinta años. El pensamiento crítico es lo único que nos queda.

El ahora Capitán, antes supGaleano, antes subcomandante Marcos, firma sus textos con la pregunta “¿y tú qué?”. ¿Qué tienes tú que aportar desde tu calendario y tu geografía? A veces pienso que desde la ciudad y desde nuestras blanquitudes lo único que tenemos que aportar es, apenas, un paraguas. ~

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(Ciudad de México, 1986) es ensayista y periodista. Obtuvo el Premio Nacional de Periodismo en 2015
en la categoría de crónica. Ha sido becaria del Fonca y de la Fundación para las Letras Mexicanas. En 2017 la UNAM publicó su libro Aunque la casa se derrumbe.


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