Durante el siglo pasado la cocina callejera y la llamada alta cocina vivieron en una severa escisión. Los restaurantes se desentendían de la calle y la calle no aspiraba a las supuestas alturas del restaurante. El comensal participaba tanto como el chef de ese distingo: en la calle podía pedir tres de buche pero en el restaurante nunca habría aceptado un suadero. La escisión expresaba una discriminación y una lucha de clases. La cocina callejera se asumía como humildemente mexicana; la otra aspiraba al mundo –a lo francés, a lo italiano, a lo “internacional”–. La cocina de la calle era la del jodido, el chido, el alburero: nosotros los pobres. La cocina del restaurante era la del político, el pipirisnáis, el mamón: ustedes los ricos. Nomás hay que ver películas como Acá las tortas (1951) o Tacos al carbón (1971) para constatarlo.
Con el fin de siglo las cosas fueron cambiando. Va un ejemplo: en 1997 La Taberna del León (un restaurante de lo que entendíamos entonces por Alta Cocina, así con mayúsculas) incluyó en su carta unas tostadas de tinga. Tal vez el hecho de que estaban realmente sabrosas atenuaba la sensación de incomodidad: ¿qué hacen unas tostadas de tinga sobre estos manteles larguísimos, servidas con este vino millonario por un mesero de traje y corbatín? Fue un pequeño paso para ese restaurante pero un gran salto para la glotonería chilanga.
(Algo habla del cambio de nuestras costumbres, el hecho de que La Taberna del León, con todo y sus tostadas de tinga, nos parezca en 2013 un restaurante estacionado en el pasado: un lugar a la antigüita.)
Tostadas, salpicón, carnitas… Poco a poco el tajo fue cerrándose, y la cocina callejera entró al restaurante, donde ha tomado una de sus funciones clave: servir de inspiración. Uno de los platillos emblemáticos del restaurante Paxia, por ejemplo, ha sido una torta ahogada de carnitas de ternera. El año pasado Pujol (lo que entendemos actualmente por Alta Cocina con mayúsculas) tenía un menú degustación elaborado únicamente con tacos. El extremo tal vez es Callejero, restaurante del enólogo Hugo D’Acosta, en la Condesa: todos sus platos están inspirados en las calles de Baja California, Oaxaca y Aguascalientes. Lejos ya de la vieja escisión, la cocina callejera ha servido para renovar el restaurante de altos vuelos.
Y viceversa. La cocina callejera gana gracias a la contribución de chefs de notable oficio. Los nuevos camioncitos de comida no solo sirven para la cotidiana alimentación del empleado: también para la exploración personal de algunos cocineros. Luis Serdio, Rodrigo Chávez y Bernardo Bukantz eran cocineros en el restaurante Biko, mismo que dejaron para poner Primario, un food truck donde preparan “antojos de autor”. (Las comillas son literales.) El mejor restaurante que ha abierto en la ciudad de México en 2013 se llama Barra Vieja. Entre otros platos memorables hay una tostada de atún con queso de lechón, una de erizo con atún y un taco de camarón encamisado en un chile güero. Es del chef Édgar Núñez. Y da la casualidad de que Barra Vieja no se encuentra en un bien inmueble: es un camioncito que se estaciona en dos o tres sitios del Pedregal.
Más: la cocina callejera es una de las formas que tiene la ciudad de expresarse –de ser ella–. Como un idiolecto, cada ciudad habla una cocina callejera reconociblemente suya, incluso cuando imita los acentos de otras ciudades. Un ejemplo muy a la mano: el hot dog. Nueva York puede decirlo alargado, hervido, con col; Santiago lo dice con un montón de aguacate en cubitos; Viena, con un chile güero; el Distrito Federal, en medianoche, envuelto en tocino, a la plancha, con pico de gallo. El de la cocina callejera es un lenguaje cambiante, creciente. Descifrarlo es entrar en intimidad con la ciudad. ~
Escritor. Autor de los cómics Gabriel en su laberinto y Una gran chica (2012)