“La ruta sería larga. Todas las rutas que conducen al objeto de nuestro deseo son largas”, dice Joseph Conrad en La línea de sombra. La frase me gusta y hace muchos años que la copié en una tarjeta que ya amarillea. A algunas novelas, sobre todo las que consignan el viaje como destino, las suelo colocar bajo la advocación de esa línea de Conrad. El cementerio de sillas, de Álvaro Enrigue (ciudad de México, 1969), es un libro fiel a esa derrota, que en el sentido marítimo de la palabra es la ruta que llevan las embarcaciones, pues “el arte de la navegación cuando no hay batalla o temporal consiste en mantenerse despierto mientras se lucha contra el tedio; a eso se reduce todo, y en ello, extrañamente, radica también la moderada y permanente felicidad que se puede obtener en alta mar” (p. 83).
Enrigue cuenta la historia de un linaje que se remonta a los tiempos ciclópeos, recorre los desiertos norafricanos bajo el imperio de Tiberio, cruza el siglo XVI desde Flandes hasta Nautla, en Puebla, fabula con la eterna conspiración jesuítica y se asienta en una familia mexicana contemporánea, en apariencia indigna de sus antañonas raíces. Pero El cementerio de sillas no es una novela histórica, si por ésta entendemos esa creación del orden comercial donde cualquier persona con algún calado académico toma una época y la dramatiza para ilustrar las convenciones manidas de nuestro tiempo. Desde que se celebró el Quinto Centenario, en América Latina y España pululan las ineptas novelizaciones históricas, pues el Descubrimiento y la Conquista se prestan maravillosamente para dar gato por liebre.
El cementerio de sillas ocurre en la historia, pero el respaldo historiográfico de Enrigue nos indica sólo el tiempo invertido (o perdido) durante su viaje. Bajo esa capa fluye una realidad novelesca que Enrigue torna verosímil gracias a la puesta en escena de un pobre diablo que, alimentándose de pizzas, quiere transfigurarse y dejar el siglo, abandonando el cuchitril que habita en la colonia Mixcoac del DF. Este sujeto, apellidado Garamántez, es una astilla desprendida de la Historia (IV, 183-184) de Heródoto, donde el historiador habla de los fabulosos garamantes, extinto pueblo ganadero que sólo reaparece en la boca de los mitógrafos.
Enrigue quiso escribir, en esa coordenada, una novela de aventuras que fuese causa suficiente para meditar sobre los orígenes. En El cementerio de sillas, al tenor del lapso final de Melquíades en Cien años de soledad, el origen está en el final de los tiempos. Y dado que la novela, al culminar, rinde homenaje a la grandeza americana, podría pensarse que El cementerio de sillas es un rodeo para hablar del origen de la nacionalidad mexicana.
No lo creo. Si algo demuestra la soteriología de Enrigue es su indiferencia ante el origen como invertido destino manifiesto. Si cualquier familia poblana puede provenir de los garamantes, todo origen es una hermosa e inútil picaresca. Lo que Enrigue ama son valores, y exalta, fiel a la retórica de la novela de aventuras, el valor, la amistad, el mestizaje; pero ninguno de esos atributos propone una esencia.
Al emprender su navegación, a Enrigue, más que contemplar tierras extrañas, le importó no perder nunca la derrota de su nave y puso en ella todo su arte narrativo. Para lograrlo sólo podía servirse de un lenguaje que, desenfadado y calculador, distingue a Enrigue de muchos de los narradores contemporáneos. El cementerio de sillas es un libro donde habla una sola voz a través de sus narradores y protagonistas, voz discernible por un sentido del humor que siempre remite a la riqueza del español hablado hoy día en México. En esas conversaciones, que recorren siglos, siempre es Enrique quien nos habla, usando el falsete irónico, la desconfianza marrullera, el orgullo ladino. Gracias al lenguaje, esta novela presenta una poderosa galería de personajes, como los indios caribes, el flamenco Christophorus Gaaramanijk, o el último de sus avatares, ese Garamántez quien viaja a Nautla en busca de los arcanos de su estirpe, no sin antes protegerse de la muerte con una armadura compuesta de los cronicones y clásicos que un oportuno bachiller en letras lleva consigo. Los libros son la segunda piel de los héroes, tan escépticos, de Álvaro Enrigue.
Novela de aventuras, El cementerio de sillas culmina con el descubrimiento de un tesoro, que ciertas fuerzas se encargan de escamotear a su legítimo heredero. La ruta que conduce al objeto del deseo, en Enrigue, es la postulación soteriológica de que cada ser se esconde en el tiempo sin saberlo, hijo como es de una cadena fatal de acontecimientos que sólo al mago y al novelista les es dado revelar. ~
Christopher Domínguez Michael
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile