Petróleo y nacionalismo

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En México petróleo y nacionalismo han sido tan el uno para el otro que concebir petróleo sin nacionalismo, o nacionalismo sin petróleo, atrofia la cordura tanto como el decir popular: “ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio, contigo porque me matas, sin ti porque me muero”. La expropiación petrolera de 1938 atiza el “México creo en ti” tanto o más que la resolana del grito de Dolores o de la batalla de Puebla. El poema patrio por excelencia (“La suave patria”) transcribe, aunque sea para maldecirlo, el poco cadencioso vocablo “petróleo”; y el Paseo de la Reforma –eje de la estatuaria nacional– remata no con el Arco del Triunfo a la Paz (a Porfirio Díaz), como lo imaginara el Centenario de 1910, sino con una inmensa fuente en honor a la nación y su petróleo. En fin, el nuestro es un nacionalismo moderno que apela a la raza (el mestizaje), a la historia, al Estado de bienestar, a la Revolución y a una fuente de energía: el petróleo.

Así las cosas, no veo caso en dudar del acierto del general Cárdenas en marzo de 1938, o en revisar los abusos y la soberbia de las compañías petroleras. Lo que me intriga es algo que de tan asumido parece inútil preguntar: petróleo y nacionalismo, ¿por qué tan cercanos?

 

La marca de 1938

El cuándo, cómo y quién del conflicto obrero que entre 1937 y 1938 llevó a la nacionalización, hizo del petróleo no sólo un elemento esencial del nacionalismo mexicano sino el principal canal de expresión moderna de nacionalismos formados a lo largo de más de un siglo de escribir historia, luchar contra invasiones extranjeras y crear Estado. Bien visto, no fue extraño que una mercancía hiciera nación y Estado. Así fue café y Brasil o guano y Perú, y así es petróleo y Venezuela. Es más, en el siglo XX la épica expropiación petrolera mexicana fue ambas cosas: consecuencia del momento mundial que se vivía y hacedora de ese momento histórico.

Para 1930 el mundo hervía de nacionalismos. El siglo XIX, todo, con su irrefrenable busca de esencias nacionales a través de raza, lengua e historia, entró en la crisis moral, política y económica de los años de entreguerras. En Alemania, Italia o Estados Unidos el nacionalismo fue la nodriza del moderno Estado de bienestar que caracterizó a casi todo el siglo XX. Para 1920, inclusive la revolución universalista por excelencia, la rusa, se había apareado con el nacionalismo. Y el México que salía de una revolución social fue parte intrínseca de este momento. La Constitución de 1917 o los pactos de Calles y Obregón con gobiernos y compañías extranjeras fueron malabares, una mano en la consolidación del Estado, la otra en el logro de una economía nacional estable y articulada con el mundo, todo en medio del momento nacionalista. Visto así, 1938 se revela como una de las claves que dio dirección y control a nacionalismos desatados y de consecuencias impredecibles.

En la década de 1930 había en México nacionalismos reaccionarios y revolucionarios. Ambos eran xenófobos, ambos tenían poderes locales nada despreciables. Si bien no se puede decir que estaban comandados desde Palacio Nacional, sí eran parte de los sentimientos nacionalistas que el cardenismo movilizaba. 1938 canalizó en una dirección de Estado a las organizaciones “pro raza”, la oposición popular a la inmigración de chinos, judíos y españoles, el anticosmopolitismo revolucionario y homofóbico y los antiamericanismos populares, vagos y contradictorios (odio/amor). 1938 también dio dirección a un nacionalismo económico que no encontraba cauce estable precisamente por la falta de claridad en los acuerdos informales de los primeros gobiernos revolucionarios con intereses extranjeros. La decisión de 1938, la reacción popular y el manejo que se hizo de ella en la prensa y la propaganda acabaron por absorber y cooptar varias formas nacionalistas en una clara dirección de Estado y nación. Y esto en una era en que otra cosa era impensable. En el mundo de 1938, ¿era concebible un Estado nacional no fervientemente nacionalista, proteccionista e inclusive orgulloso del perfil racial y cultural de su país?

Este darle cara y dirección claras a un proyecto nacionalista de Estado no fue, después de todo, una mala salida, especialmente si se compara con las otras salidas: la peronista, el Estado Novo, la fascista o la soviética. Inclusive fue una salida mucho más abarcadora socialmente que la del New Deal estadounidense, que echó mano de “nacionalizaciones” comandadas por un Estado igual de interventor pero no se atrevió a tocar la fortaleza de la segregación racial sureña.

La marca de 1938 fue tan fuerte y exitosa que no sólo nacionalismo y petróleo quedaron adheridos, sino que tal adherencia se volvió referente mundial. Fue el trasfondo de la ley de 1943 en Venezuela, que sin nacionalizar la industria petrolera puso más restricciones a las concesiones a empresas extranjeras; fue la referencia del desplante nacionalista de Getúlio Vargas al fundar Petrobras (1953) un año antes de su suicidio. También en Estados Unidos brilló la marca de 1938: no sólo la administración Roosevelt desoyó los llamados a la invasión, sino que la “solución Cárdenas” se volvió modelo para pensadores y políticos progresistas de Estados Unidos –como los seguidores del legado de Robert M. La Follette o como el joven Nelson Rockefeller o Frank Tannenbaum, Joseph Freeman y la prensa anti-trusts estadounidense.

En suma, dado el momento histórico que se vivía, la marca de 1938 dejó más que cosidos petróleo y nacionalismo: hizo posible un nacionalismo de Estado, funcional y mundialmente aceptado. No fue ni es poca cosa, pero no porque haya llevado a sus últimas consecuencias los nacionalismos mexicanos sino porque los controló.

 

Es justa la revancha

La unidad petróleo-nacionalismo es tan fuerte porque aún produce el efecto de revancha contra el enemigo histórico por excelencia, Estados Unidos. Aún hincha al mexicano que llevamos dentro repasar el “gol” que el ascético Cárdenas le metió a una panda de empresarios mimados, altaneros y racistas. Para un país como México, con tan pocas victorias que cacarear, 1938 resulta un oasis de orgullo, a pesar de las dificultades, la ineficiencia y la corrupción en la producción del petróleo nacional a lo largo del siglo XX.

Es por eso que la dupla petróleo-nacionalismo ha evocado con frecuencia términos como “dignidad”, “respeto”, “espíritu” y “honor”. “El Gobierno llegó a la expropiación”, escribió don Jesús Silva Herzog en 1940, “obligado por la conducta altanera y torpe de las compañías petroleras, llegó a la expropiación porque era el único camino que le quedaba para salvar el decoro y la dignidad del país, consciente de la enorme responsabilidad histórica que significaba”. “El golpe asestado a las empresas petroleras”, escribió en 1968 Lorenzo Meyer, “fue un paso fundamental en la consolidación del espíritu nacionalista a que dio origen la Revolución de 1910”.

No sorprende, pues, que sea explosivo rozar la anastomosis petróleo-nacionalismo. Hacerlo despierta el antiamericanismo y la fe en que la revancha es la justicia histórica. Repito: todo lo cual, al menos con ojos de historiador, es entendible. Pero el orgullo de la revancha condensado en la mercancía “petróleo” tuvo y tiene sus bemoles.

Primero, épica aparte, fue una partida de tahúres jugada con asimetría de información y, sobre todo, con todo el peso de la historia sobre la mesa. Creyendo esconder la carta de la historia en la manga, las compañías asumían que Washington y Londres no dudarían en invadir. El gobierno mexicano sospechaba la existencia de esa carta pero no lo sabía de cierto. Acaso en abril de 1938, para ambas partes las demandas salariales eran cosa secundaria, y ambas se jugaron el todo por el todo debido a un cálculo de estrategia política y económica de largo alcance. Para el Estado mexicano, se trataba de movilizar el apoyo popular alrededor de dos apuestas no tan evidentes: por un lado, consolidarse como tal, como Estado, sobre los intereses particulares de las compañías extranjeras; por el otro, lograr una dimensión de conflictos con Estados Unidos más allá del miedo a la invasión. Para las compañías, el meollo estaba en evitar el efecto dominó: que no quedara precedente de que un Estado tropical las había puesto en su lugar.

El gobierno mexicano ganó, sobre todo porque la partida abolió el factor que desde la década de 1840 determinaba las decisiones de cualquier gobierno mexicano: la invasión. Cuentan los que visitaron al viejo Porfirio Díaz en el exilio parisino que el moribundo aún suspiraba su miedo a la invasión. Para el historiador Alan Knight, 1919 fue el último año en que la invasión era realmente posible, conclusión accesible al historiador, no al actor histórico en su momento. 1938 fue una apuesta arriesgada, pero libró al Estado mexicano del sempiterno miedo, y al hacerlo lo consolidó como tal, como Estado.

La apuesta se ganó, pero no significó la victoria definitiva del nacionalismo antiestadounidense, del cual nos alejaron, como es hábito decirlo, las políticas “neoliberales” de la década de 1990. La victoria de 1938 fue, en realidad, el principio de un largo matrimonio entre un Estado semiautoritario, nacionalista y corrupto y los intereses estratégicos del Estado y las empresas estadounidenses. En efecto, la compañía El Águila y la Standard Oil se comieron su berrinche, pero lo más importante fue que para 1939 lo que pasó en 1938 ya había resultado en un acuerdo entre Estados. Cárdenas unió la industria, la agricultura y los servicios de inteligencia mexicanos a Estados Unidos –en términos inequívocos y, como ha mostrado José Luis Ortiz Garza, a pesar de la popularidad de la causa del eje en México. Y era, creo, lo que había que hacer: la guerra y la posguerra vieron los frutos de este matrimonio de mutua conveniencia con masiva inversión norteamericana en México y con una larga connivencia hecha de integración económica y de intercambio de inteligencia y seguridad a lo largo del siglo XX. 1938 siguió funcionando como la cortina de humo de esta inevitable connivencia.

En fin, el apego a una gloriosa revancha explica la fortaleza de la unión entre petróleo y nacionalismo. Pero si 1938 también fue una victoria porque permitió una duradera integración política, económica y humana entre Estados Unidos y México, ¿por qué el cordón sanitario alrededor de petróleo-nacionalismo está hecho de revancha antiestadounidense?

 

El crujir selectivo de las entrañas

Petróleo ha significado entraña, lo enterrado y profundo, lo que pertenece a la nación como pocas cosas. No hay discusión: todo Estado, toda nación, requiere del control de sus recursos “más íntimos” y más estratégicos. Hay tres matices, sin embargo, que no derrotan esta conclusión de las entrañas pero sí debilitan la necesidad de mantenerla incólume.

Primero, en 1938 México era el cuarto o quinto país productor de petróleo, muy por debajo de Estados Unidos o Venezuela. Se trataba de una entraña que era importante, sobre todo, porque era un petróleo muy cercano a Estados Unidos y en vísperas de la gran guerra. A lo largo de las décadas de 1950 y 1960, época de gran crecimiento económico, el turismo era una mayor fuente de recursos que el petróleo, y no fue hasta que López Portillo nos pidió acostumbrarnos a la riqueza que el petróleo volvió a ser la entraña más íntima. Así y todo, a lo largo del siglo XX, sin importar cuánto o cómo se producía, la mera idea de que el petróleo era entraña mantuvo indemne la unión petróleo-nacionalismo. Cuando en diez o veinte años se acabe el petróleo, ¿cuál será la entraña de nuestro nacionalismo?

Segundo, después de la expropiación petrolera las autoridades mexicanas se quejaban del boicot que no les permitía adquirir el plomo necesario para las gasolinas. Entonces, a pocos interesaba el daño ecológico que producía la explotación de nuestras entrañas. Mas ello no elimina el hecho: hoy por hoy son de temer este tipo de entrañas –petróleo, selvas, bosques o agua– como monopolio de cualquier nacionalismo. Hace décadas, en tiempos nada democráticos, Heberto Castillo llamaba a tener precaución con el petróleo nacional, cuya sobreproducción causaría, lo advertía, daños estratégicos y ecológicos irreparables. No hubo eco. Y si hoy hubiera un Heberto, nacional o extranjero, que nos lanzara advertencias técnicas y ecológicas contrarias a nuestra divina pareja petróleo-nacionalismo, ¿no habría que escucharlo? México tendrá que hacerse a la idea de que lo que ha sido tan entrañable no lo es tanto, por el bien de la especie, que tiene como suyo al homo mexicanus.

Finalmente, el nacionalismo mexicano ha hecho una curiosa selección de entrañas. Se ha apegado al petróleo cual el calor al fuego, pero ha olvidado esa otra mercancía de exportación que produce ya casi los mismos recursos que el petróleo y que es más entraña que nada; es decir, los mexicanos, de esos, de los valientes, como decían Andrés Molina Enríquez y Manuel Gamio. Es curioso: desde la fiebre del oro en California hasta el momento en que el lector repara en estas líneas –seguramente ahora mismo algún connacional cruza la frontera en busca de trabajo–, México ha exportado millones de almas. Es una realidad que el nacionalismo mexicano nunca ha visto de frente; lo que ha predominado es el desprecio al pocho, al traidor. Tampoco el nacionalismo estadounidense, que considera su entraña más profunda el ser país de inmigrantes, ha podido enfrentar “lo mexicano”. Dos nacionalismos que abdican ante sus verdaderas y profundas entrañas. Entonces, ¿por qué es tan intocable lo entrañable del petróleo si ha sido tan fácil desprenderse de esas otras entrañas de las que están hechos México y Estados Unidos?

 

Petróleo y redistribución

Entre 1940 y mediados de la década de 1970, el petróleo como industria nacional tuvo un efecto redistribuidor, formal e informal, vía empleo, clientelismo sindical y subsidios a gasolinas.

Es difícil medir el efecto; se diluye entre las consecuencias de tres décadas de alto crecimiento sostenido. Asumamos –aunque es discutible– que tal crecimiento fue posible debido al control estatal de los hidrocarburos. No obstante, hasta 1977 el efecto de redistribución no pudo ser muy importante, porque no había tanto petróleo. Para 1970, a pesar de una asombrosa transformación industrial con alto crecimiento económico, México había mejorado muy poco su pésima distribución del ingreso.

A partir de fines de la década de 1970, Pemex se convirtió en la principal base fiscal de un Estado que de por sí no recauda ni el veinte por ciento de sus gastos vía impuestos. Es decir, en las últimas cuatro décadas la sustancia básica del nacionalismo posrevolucionario, un Estado de bienestar, fue el petróleo. Y ocurrió un fenómeno extraño: cuando más petróleo había, empezó a ceder el magro mejoramiento de la redistribución del ingreso. Claro está, los economistas y los ideólogos saben más que uno, y tal vez la causa de esto sea la liberalización o la mala liberalización de la economía o los años de altísima inflación o las crisis de la deuda o el modelo económico o el “neoliberalismo” o el TLC o el FMI o el sereno… El caso es que cuando más amor ha habido entre Estado y petróleo, más desigual ha sido la nación.

No sabría yo calcular la relación exacta entre petróleo y desigualdad. Sólo apunto dos hechos: que tanto amor entre Estado y petróleo, cualquiera que sea la causa, ha servido para maldita la cosa en términos de redistribución, y que el Estado no ha inventado una base fiscal realmente redistributiva más allá del petróleo, acaso precisamente debido a su dependencia de los impuestos petroleros. Que sin ese amor entre petróleo y Estado quizá estaríamos peor, es hipótesis sostenible. Pero no la tesis de que tanto amor hizo de México una nación de iguales. Y si se otorga que el “gran problema nacional” de la historia de México es la terrible desigualdad social, no es necesario un clarividente historiador o economista para concluir que el verdadero bienestar de los mexicanos es al petróleo-nacionalismo lo que la verdad al amor: poca cosa.

 

Petróleo anónimo

A través de los años, el nacionalismo mexicano ha escogido adherirse a la palabra petróleo antes que al nombre de la compañía que lo produce: Pemex. Por el mismo proceso de selección natural con que el chompipe vira en pavo real en las remembranzas del poeta, cuando el nacionalismo mexicano evoca la marca de 1938, la revancha antiamericana o las entrañas, suele hacerlo a través del vocablo “nuestro petróleo”, no “nuestro Pemex”. Lo cual denota, en los “sentimientos de la nación”, un sano apego a la decencia.

Lo dicho hasta aquí sirve para entender lo apretado del nudo petróleo-nacionalismo, pero nada dice sobre el beneficio o maleficio de despegarlos. Si algo, lo que se sugiere es aflojar el nudo; que las pasiones no lo ciñan más. Si una acción tan tenue rajara nuestro nacionalismo, más me preocuparía el futuro de nuestro nacionalismo que el de nuestro petróleo. ~

 

 

Los insaciables intereses extranjeros

 

Manifiesto a la nación del Sindicato de Trabajadores Petroleros de la República Mexicana.

 

Los diez años transcurridos […] han sido años de lucha tenaz, sorda y encarnizada para llevar sus mejores consecuencias el decreto expropiatorio del 18 de marzo de 1938.

En tanto que el esfuerzo de los trabajadores petroleros y el Régimen de la Revolución Mexicana sigue encaminado, por encima de diferencias circunstanciales, a lograr el desarrollo de la industria y obtener de ella los mayores beneficios para la nación toda, intereses extranjeros intemperantes e insaciables se han empeñado sin descanso en entorpecer la marcha de nuestra industria, en minarla y sabotearla y en crear tal número de dificultades que al final de cuentas México se declare incapaz de explotar su propia riqueza y solicite angustiosamente la vuelta de los monopolios que antiguamente la explotaron. […]

No por menos abierta o sutil ha dejado de ser ruda o agresiva la acción de los monopolios para perturbar nuestra industria y crearle conflictos. […] ~

 

El Nacional, miércoles 17 de marzo de 1948, p. 4.

El futuro próximo

 

Fragmento del artículo “Victoria económica y social del Pueblo”, acerca del informe del director de Petróleos Mexicanos, Antonio J. Bermúdez, en el Vigésimo Aniversario de la Nacionalización del Petróleo.

 

Del informe, destacan los siguientes puntos:

1) Cada día resulta más claro que la industria mexicana del petróleo es una victoria social, económica y política que sirve en gran parte de sustento y, al mismo tiempo, de expresión
de una victoria de todos los mexicanos, incluso de aquellos que se niegan a reconocerla como tal.

2) Para el futuro próximo no habrá necesidad de importar combustibles.

3) Es necesario, indicó, mantener en todo tiempo la industria a salvo de intereses políticos de momento. Pemex encarna una política nacional, económica, social y moral, que no puede permitir la intromisión de propósitos políticos individuales.

[…]

8) Para aliviar el problema financiero de la industria, se está elaborando un plan, exclusivamente mexicano, de largo alcance. […]

9) La industria nacionalizada constituye un triunfo en todos los sentidos y Pemex es un poderoso instrumento de nuestra liberación económica. ~

 

El Nacional, miércoles 19 de marzo de 1958.

Investigación hemerográfica e iconográfica de Teresa Filio.

 

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