Pinochet en Chile

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Una vez vi en persona a Pinochet. Sería el año 86 u 87, cuando se presentó por sorpresa en una feria del libro, en Santiago. La maldita curiosidad, esa atracción fatal del novelista, me llevó a acercarme —prudentemente, claro— al dictador.
Lo seguí un rato entre los stands, entreverado con la escolta y los admiradores,mientras él firmaba autógrafos a diestra y siniestra (¡sí, los firmaba, incluso en la feria!). Recuerdo unas espaldas cuadradas, forradas en un traje civil de alpaca gris, tan brillante que daba la impresión de ser un sofisticado blindaje. De pronto, atraído seguramente por algún título que percibió de reojo, el general dio media vuelta. Para castigo de mi malsana curiosidad, supongo, Pinochet retrocedió, se abrió paso y quedó enfrente mío. Sobrecogedoramente, la Historia y yo nos bloqueamos el paso por unos segundos. He observado después que esto ocurre cuando nos enfrentamos a gente famosa: de cerca, el general era bastante menos impresionante que de lejos. Un hombre más bien bajo, titubeante, que intentaba hacerme el quite con esa pesadez plantígrada del arma de infantería a la cual pertenece. Creo que me hizo un par de fintas, torpes y temblorosas. Y por último, juraría que me pidió permiso para pasar, con una levantada de cejas que agrandó esos ojitos celestes, de niño dios, y el gesto petitorio de adelantar la mandíbula inferior, indicando los libros que quería ver atrás mío. Puede que me haya equivocado, claro. Un segundo después fui barrido por sus guardaespaldas. Y de todos modos, esa mandíbula siempre le ha calzado mal a Pinochet, como si estuviera a punto de hacer un puchero. Está bien, quizá no me pidió permiso. Pero lo que haya sido, me provocó una de esas decepciones que no se olvidan. No sé muy bien lo que esperaba. Atisbar, supongo, una lengua bífida entre los labios sangrientos, o husmear el olorcillo a azufre que debía emanar del tirano. ¿Y qué es lo que había visto? Un "abuelito" —algo sobreprotegido, es cierto— que se quedó hojeando un manual de historia en aquel stand, con sus dedos temblorosos. Ni la encarnación del mal, ni la del poder, siquiera. Un milico burguesote, que ya debería haber estado en retiro para ese entonces, jugando póker en uno de aquellos clubes de campo donde discuten sobre guerras a las que nunca fueron.
     ¿Y este era el dictador que había tenido en un puño a mi país por casi tres lustros? ¿Este, el sanguinario que mandó a miles a la muerte, incluso a varios de sus compañeros de armas? ¿Este era el hombre que había secuestrado toda una parte de mi juventud, en el exilio interior de Chile? Algo no calzaba, irremediablemente. Como esa mandíbula que encajaba mal en la boca de su dueño, mi miedo, mi dolor, no correspondían con el personaje soso, banal, que se me había atravesado. Y que incluso le pedía permiso para pasar a un joven desconocido, cuando se le cruzaba en la vida diaria.
     Tardé mucho en aceptarlo, en entender algo que mi prejuicio, mi idea preconcebida del dictador me habían impedido ver, y que sólo empecé a intuir cuando me lo topé. Que mirado de cerca se trata de un hombre mediocre, corriente. Era y es muy duro de tragar. Porque eso significa que pudo ser otro. Que no es ni ha sido una excepción monstruosa, ni en Chile, ni en Latinoamérica. Y, ciertamente, tampoco en España o en otros países.

Incomprensiones y paradojas
Un encuentro similar, por lo decepcionante, ocurrió durante los 503 días que el ex dictador estuvo detenido en Londres. En ese año y medio el mundo se cruzó por un instante con el mítico Pinochet, y el remoto Chile, y a muchos les costó entender que las cosas no fueran tan simples como el prejuicio lo pide. Son muchos los que quedaron decepcionados. Empezando por nuestro lado. No se hizo justicia, ni en Londres ni en Madrid. Y ello se debió, en gran medida, a lo mal que se comprenden nuestros procesos internos en el exterior, las simplificaciones y reducciones a que estamos sujetos. En realidad, el nulo esfuerzo de imaginación que hacen los poderes centrales para ponerse en nuestros lugares "marginales". Imaginación sin la cual es difícil entender las paradojas, incluso las ridiculeces que han sobrado en este caso.
     Ridiculeces: ¿Quién diablos podría entender que uno de los dictadores más odiados del siglo se fuera a pasear a Inglaterra, donde varias veces lo habían amenazado, con el pretexto de operarse una hernia que bien pudo sacarse en el Hospital Militar de Santiago? ¡Nadie! A menos que se agregue a la coqueta ilusión de impunidad que le pudiera ofrecer la Baronesa Thatcher un dato más farsesco todavía. A Pinochet le gustaba ir a Londres porque es un bibliófilo fanático y allá tiene sus proveedores de piezas raras, especialmente memorabilia napoleónica.
     Y paradojas más serias: ¿Quién habría podido anticipar que el segundo gobierno democrático de la misma Concertación de partidos que luchó contra Pinochet iba a encabezar una campaña diplomática a nivel mundial para que le devolvieran esa piedra a su zapato? ¡Nadie! A menos que se acepte que la transición chilena fue tan vergonzosa —y eficiente— como otras: impunidad mañana a cambio de libertad ahora, fue el tristísimo trato de aquella hora alegre del plebiscito. Aunque no nos guste recordarlo.
     ¿Quién puede entender que el ministro del Interior británico Jack Straw —que en su juventud de laborista misionero vino a Chile para apoyar al gobierno de Allende— primero haya retenido a Pinochet en Londres y luego, contra los gritos de su propia bancada y de media Europa, fuese él mismo quien terminara liberándolo? Sólo algunos, sólo quienes estén dispuestos a mirar el feo rostro de la realpolitik, en vez de la alegre máscara de las consignas.
     ¿O quién iba a decir que entre los inesperados partidarios de que el general fuera devuelto a Chile iba a estar Felipe González, en España, y —believe it or not— Fidel Castro, en Cuba, con sus increíbles alegatos a favor de la autonomía jurisdiccional de los Estados? Pocos. Excepto quienes vayan aceptando que el proceso de conseguir una jurisdicción internacional para los derechos humanos será enormemente más complicado de lo previsto. No sólo tendrá en contra a las superpotencias como Estados Unidos, que se niega a suscribir el tratado para una corte penal internacional, sino también a muchas minipotencias; en realidad, a poderosos de todo pelaje y color, pues es de la esencia del poder desconfiar de derechos que lo limiten.
     ¿Quién, sin un esfuerzo de imaginación, podría entender una de las paradojas máximas de este asunto: aquella "Carta abierta del General Pinochet a Chile", aparecida en diciembre de 1998 en la prensa de medio mundo? Pocos, incluso entre sus destinatarios en este rincón. En realidad, la entenderán sólo aquellos que renuncien a las lecturas simplistas, literales, y se arriesguen a leer entre líneas. Esa "carta" es uno de los documentos más insignes del gatopardismo político latinoamericano, arte en el cual la derecha chilena tiene un justificado prestigio. "Acepto esta nueva cruz, con la humildad de un cristiano y el temple de un soldado, si con ello presto un servicio a Chile…", escribió el ex dictador prisionero, con aparente resignación estoica. Es necesario interesarse un poco más profundamente por nuestra realidad política para sospechar la verdad. Sospechar que en esa carta de la primera hora Pinochet fue inducido a ofrecer su inmolación en Inglaterra o España, la muerte o la cárcel, en vez de favorecer una negociación política que, a cambio de su retorno, pudiera alterar "la obra" que legó al país. Es necesario entender un poco más a nuestros países —la sofisticación que convive con la bestialidad— para imaginar a la camarilla de chambelanes inclinándose sobre la cama de su decrépito ex líder, en Virginia Waters, poniéndole la pluma en la mano y diciendo: Firme acá, General, sacrifíquese por la patria… Quédese en Londres, para que todo siga igual en Santiago.
     Y allí no acaban las sorpresas, los sobresaltos, las paradojas del caso Pinochet. Un asunto donde los brochazos de las pasiones no han dejado ver la pincelada fina de los matices. Menos aún si se trata de los desamparados matices chilenos, y latinoamericanos.
     Porque sólo una atención a los matices podría ayudar a intuir que, a pesar de nuestras manifestaciones apasionadas —el escandaloso recibimiento militar a su llegada, por ejemplo—, Pinochet está más vivo en el plano astral de los símbolos y caricaturas que en la vida concreta de la ciudadanía chilena. En Chile, para la indiferente mayoría, Pinochet es un cadáver. Y los dos últimos clavos en su ataúd fueron martillados en nuestras recientes elecciones presidenciales, cuando fue enterrado en las urnas por partidarios y enemigos. El primer clavo lo hundió Lavín, el candidato derechista que hizo campaña lavándose las manos del viejo general, en público; las mismas que los poderosos chambelanes ya habían empezado a enjuagarse en las sombras un año antes. Y el último clavo lo puso el presidente electo, Ricardo Lagos, en su discurso de instalación en el poder. El primer socialista en llegar a La Moneda, después de que Allende muriera allí hace 27 años, lo hizo con las siguientes palabras: "no he llegado a esta casa para administrar nostalgias". Lo que en la práctica equivale a remitir a Allende al panteón de la historia, y al "Primer Infante de la Patria", como mucho, al limbo de los tribunales chilenos. ("Derecha e izquierda unidas, jamás serán vencidas", profetizó nuestro vate Nicanor Parra, en un poema famoso, muchos años antes de la crisis de las ideologías.)

"Consérvanos la prosperidad…"
Justamente por los días en que fue apresado Pinochet, se representaba en Santiago con gran éxito de taquilla una excelente versión de La visita de la vieja dama, la obra teatral de posguerra, de Friedrich Dürrenmatt. Entre las múltiples ambigüedades del argumento, no pude evitar un escalofrío al presenciar la escena final. El pequeño pueblo de Güllen despide a la perversa benefactora, que los ha corrompido hasta la médula con su dinero, entonando a coro las siguientes cínicas palabras: "Y que un dios nos conserve la prosperidad, en el trepidante torbellino de estos tiempos. ¡Conserva nuestros sagrados bienes, consérvanos la paz y la libertad! Mantente alejada de nosotros, noche…"
     Telón. Tras el cual la platea santiaguina se puso de pie, aplaudiendo a rabiar.
     La posibilidad de hacer justicia en Chile dependerá de un sutil, de un matizado equilibrio entre ese pequeño deseo burgués de paz y prosperidad —característico de las posguerras— y el legítimo dolor de nuestras víctimas, a las cuales ninguna prosperidad puede aliviar.
     ¿Ese deseo de equilibrio significa que los líderes de la centroizquierda chilena, actualmente en el poder, no lucharán para que se juzguen los crímenes de la dictadura? De ningún modo; ya lo han hecho en varios casos. Y creo que muchos pagarían casi cualquier precio por ver en el banquillo a Pinochet. Con un matiz: casi cualquier precio, menos el de debilitar ese mismo poder que ha costado treinta años reconquistar.
     Por otra parte, aquel higiénico lavado de manos que hizo la derecha ¿significa que sus poderes "fácticos" —oligopolios mediáticos, empresarios, ejército— facilitarán un proceso a Pinochet que pudiese derivar en un juicio a toda la legitimidad del modelo de sociedad mercantilista heredado de él? De ningún modo: se jugarán a fondo por impedir tal cosa. Pero no tan a fondo como para poner en peligro la estabilidad de sus negocios, su clientela internacional, sus ascensos en el escalafón del nuevo Chile.
     Entre esos dos matices, en esa delgada franja que de alguna forma evoca al estrecho territorio de nuestra patria, será donde cabrá la justicia. En ese delgado intersticio —entre el hondo dolor de nuestra historia y el fondo de nuestra caja de caudales— yace la estrecha oportunidad de procesar a Pinochet en Chile.
     Ampliar ese intersticio lo más posible será la tarea del tercer gobierno de la Concertación democrática que acaba de empezar. Ampliarlo, pero no tanto como para que el intersticio se convierta en brecha, en herida insoportable para la convivencia chilena. Y que entonces, a través de esa brecha, terminen escapándosele más votos de los que ya perdió en la pasada elección presidencial ganada con tantas dificultades.
     Paradoja de paradojas, entonces: si en algo parecen coincidir militares, empresarios y políticos en el poder, con una mayoría de los simples ciudadanos de a pie, es en que abrir ese delgado intersticio no puede hacerse a costa del ancho de nuestras prosperidades actuales. Si en algo está de acuerdo el grueso de esta sociedad pequeña, semimoderna y a la vez remota, rencorosa y olvidadiza, pragmática y tan idealista en el pasado, es en valorar su tranquilidad presente, su próspera tranquilidad.
     ¡Qué horror!, dirán algunos. Qué vergüenza para nuestra autoimagen, para nuestros ideales republicanos. Y, también, para el ideal que cierta parte del mundo desarrollado se ha hecho de nosotros, confiado en que los últimos héroes de la resistencia contra el mercantilismo ideológico global provengan de estos márgenes latinoamericanos. Disgusting! Outrageous!, se oye exclamar en muchas partes. Conforme, pero el obsceno hecho desnudo es que conservar esa pequeña y pacífica prosperidad, tan duramente rescatada de la violencia y la pobreza, parece ser muy importante para un grueso segmento del país en el Chile del siglo XXI. Y así quedó melancólicamente demostrado en estas últimas elecciones, las que Lagos no pudo ganar con la apelación a la memoria y la justicia, sino con la promesa de escuchar las preocupaciones concretas de "la gente". La vida es buena cuando la bolsa suena.
     El 3 de marzo de 2000, Pinochet bajó en silla de ruedas del avión Águila de la Fuerza Aérea chilena que lo trajo desde Londres. De pronto, dio un brinco y caminó unos pasos, tembloroso y cortés, saludando a sus admiradores, y volvió a caer en la silla. La escena fue tan esperpéntica que, inevitablemente, recordé la llegada de esa ambigua "vieja dama" de la obra teatral, que entra al escenario en litera, con sus miembros ortopédicos y sus escoltas. Como ella, lo que volvía a nuestro pequeño pueblo no era sólo un caso político/judicial mal resuelto. Sino un espejo y un espectro, un icono monstruoso de nuestras contradicciones como sociedad.
     Y quizá no sólo de nuestras contradicciones; también de aquellas que penan secretamente en el híbrido inconsciente posmoderno. Contradicciones que podrían explicar la notable resonancia simbólica que este viejo dictador austral alcanza en gente que jamás lo padeció. Contradicciones alojadas en el intersticio entre la euforia del materialismo global rampante y la mala conciencia de los idealismos que el siglo dejó pendientes.
     Como sea, casi treinta años después de que Allende muriera en La Moneda asaltada por Pinochet, el ex dictador retornó a Chile, justo a tiempo para ver a otro socialista entrar en el palacio que él quemó. Nadie puede menospreciar la potencia reparadora de estos hechos. A nuestro modo, tradicionalmente paradójico, eufemístico y soslayado, los chilenos nos estamos haciendo algo de justicia, por nuestra propia mano. Y quién sabe, tal vez hasta logremos la hazaña de seguir procesando a la "vieja dama", sin que nos quite ni la paz, ni sus millones. Sería un final relativamente feliz para esta obra amarga. –

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Es escritor. Si te vieras con mis ojos (Alfaguara, 2016), la novela con la que obtuvo el premio Mario Vargas Llosa, es su libro más reciente.


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