Todos somos consumidores. Compramos artículos o pagamos servicios porque los necesitamos. Al menos, es algo de lo que estamos convencidos. Cuando llegamos a casa con un producto bien embalado, somos testigos de nuestra voracidad. Hay quien arranca la envoltura en un afán por poseer de inmediato el objeto recién adquirido. Otros, más meticulosos, centran sus obsesiones en un cauto procedimiento para abrir el empaque, dejándolo casi en su forma original, como si nunca se hubiera abierto. Con el paso del tiempo, la novedad del producto se agota y, si acaso, queda la utilidad como el referente de una buena compra.
Sin embargo, las cosas no siempre son así. Sucede que, a veces, los productos vienen defectuosos. El televisor no prende, la tintorería nos devuelve el edredón con varios cortes o el automóvil decide no arrancar el día que más prisa teníamos. El enojo suele mezclarse con la impotencia y con la desesperación. Incluso acudimos a una idea superior de justicia para intentar comprender el fenómeno: ¿por qué a mí? Vaya uno a saber: por estadística, porque esas cosas pasan, porque nada es eterno, porque sí.
es escritor, profesor de letras hispánicas y autor de Los trenes nunca van hacia el este (Ediciones B, 2010), Con amor tu hija (Alfaguara, 2011), merecedor del Premio Lipp de novela.