Puntos o la ley de Heisenberg (IV)

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Ya sea en negativo en los escritos de Marco Aurelio (salvados en un palimpsesto de su maestro), ya sea en una novela como Vida privada de Josep María de Sagarra, o en los  artículos éticos y sin ilusiones de I frantumi del mondo (Los fragmentos del mundo) de Pietro Citati, las imágenes escépticas de cada sociedad deparan un espantoso fresco general. Sin duda tanto el emperador y discretísimo discípulo de Frontón —que en tren de construirse una  filosofía dio la espalda a la violencia, al mal carácter, a vicios raros, al "desorden del universo"— como Citati —que allí donde miró, en la Italia fascista, vio exaltadas las miserias latentes del hombre—, buscaron ambos una generalización filosófica o especulativa. Sagarra, en cambio, novelista, se interna en el escándalo mediante el retrato despiadado y los referentes muy visibles; nada queda flotando en la alusión vaga o  disimulada. Por una vía u otra se nos convence de que las costumbres modifican conductas funestas de la sociedad sin que éstas pierdan su peso en horror. El nuevo molde no cambia la instintiva perversidad de tantos casos singulares.
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     En alguna de las innúmeras entrevistas a Octavio Paz, leo un hecho que ignoraba: en sus jóvenes años en Nueva York adaptó guiones de cine. Solemos olvidar que la vida, sabia, amenamente, rara vez admite la línea recta y puede proponer experiencias sin visible relación con la persona que las vive. Luego Paz se ocupó poco de aquel arte. Mallarmé, en aquella labor insólita que se llamó La dernière mode, en parte negocio esperanzado, en parte aplicación vulgarizadora de una estética, se ve tan distante de su ser futuro que se enmascara con nombres femeninos. Desde ellos asume un vocabulario lleno de precisiones  para él nuevas: telas, formas, adornos, un lenguaje tan complejo como el de cualquier técnica, con los giros que, desde Mme. de Sevigné, se supone que corresponden a la volubilidad femenina. Para adecuarse a su pseudónimo de Marguerite de Ponty, adoptó las formas que disimulan el escándalo del conocimiento directo: m'a t'on dit, me han dicho. Mallarmé practica el tono discreto que su época aguarda de la mujer de buen gusto, ejemplo para las lectoras a quienes se propone la revista, finisecular y alejada de la sofisticación de sus compañeras literarias del momento,  dedicadas a otros campos, más visiblemente ligados al poeta.
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     Dubrovka Ugresic, novelista y cuentista, enriquece mi involuntaria antología del absurdo. En Recuerdos del paraíso croata, publicado en la Nouvelle Revue Française, 16 notas breves informan sobre esa parte del mundo entregada al caos. Junto a la lista de fechorías que indican la normal violencia, señala el éxito de Marisol, allí Casandra, culebrón venezolano. Aunque los canales en español de Austin se alegran o lloran con esta serie televisiva, que también recorrió América del Sur, ignoro por qué sadismo del guión va a la cárcel la sin duda inocente e inexpugnable protagonista. Por su lado, doscientos kosovares reclamaron al presidente de Venezuela su inmediata liberación. Ya que estaban, pidieron al tribunal de La Haya que interviniera y al Vaticano su canonización. Dubrovka se asombra de que "esa gente-avestruz", que no se inmutó ante atrocidades cercanas, demostrara "madurez política" y conociera el "procedimiento democrático para el  logro de sus objetivos". Todo muy moderno y sofisticado. Hoy no se acierta a orientar bien a las conciencias, sin dejar de enseñar el mecanismo de la protesta. Ésta puede ser justa o un despotismo más con mano ágil en el gatillo.
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     Actrices y actores responden a preguntas "culturales" en un programa televisado. Claro, a cada error se quitan ropa. Una pareja acierta capitales, batallas, presidentes, ante el arrobo de la conductora. Pero: "¿Qué cubre la cabeza de Medusa? ¿Espinas, víboras o tallarines?" Aquélla, puede que no tan ignara como parece, imprime un tono distinto a la absurda opción final. El culto actor cree que le sugiere la respuesta y afirma rotundo: "¡Tallarines!" Ay, mitos que duraron siglos así se ahogan en el xx.
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     El maravilloso aserto de que no se tiene enemigos… A menudo se recuerdan las declaraciones de Borges —Borges, siempre hostigado, nunca hacía una declaración— en las que afirmaba no tenerlos, mientras arreciaban las explosiones,  lejos de los reinos del arte, a cargo de las purísimas izquierdas sin contaminar —nunca hay una tampoco. Pienso en la cándida declaración de Montaigne, dentro de un periodo señalado por las luchas entre católicos y hugonotes y entre los partidarios de los tres Enriques que aspiran al trono de Francia: Valois, Navarra y Guisa. En medio de aquella lucha de fieras, Montaigne, en funciones de mediador, buscó que hubiese un poco menos de sangre y al dejar de ser el alcalde de un belicoso Burdeos declara: "Estoy seguro de no haber dejado ofendidos ni rencorosos". Todo en él, vida y obra, avala la inocente confianza de su sabiduría. Quizás aquellos tiempos dosificaban horror y respeto, duplicidad y nobleza. Llegados a los de  Borges, la misma aseveración se vuelve táctica defensiva, consciente y por ello graciosa defensa de avestruz. O vengativa nulificación del oponente.

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