Puntos o la ley de Heisenberg (VII)

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Hay una novelita de Ramón Gómez de la Serna, El inencontrable, que realmente lo es dentro de la lista de títulos que integran su obra generosa. Está disimulada en El novelista, con la que Ramón se adelanta a otro grande, Italo Calvino, en Se una notte d'inverno un viaggiatore (la traducción de cuyo título podría haber sido, respetando el endecasílabo, Si en una noche invernal un viajero). Las tramas serviciales que ambos tejen, diversas, coinciden en una prestación, la de permitir darse el gusto que casi todos los novelistas se niegan a sí mismos: dejar salir embrolladas las muchas ficciones que presionan dentro o suspender la historia que se tiene entre manos si el impulso se enlentece o si un imperioso golpe en la puerta trae una intersección. Todo esto puede coincidir con otro antojo: cederle al lector la última jugada, poniendo a prueba esa aptitud de la que puede imaginarse capaz aquél que no es pasivo. Calvino imaginó un lector entusiasta que pasa de un libro a otro tras la lectura del primer capítulo, siempre interrumpido por una u otra causa. Eso le permite a Calvino, único autor de un fluir hecho de aperturas abandonadas de muy distintos estilos, mostrar una deslumbrante fogosidad creadora. Gómez de la Serna no se esconde en múltiples autores inventados; nomás se inventa a sí mismo. Andrés Castilla trabaja en las pruebas de imprenta para la reedición de un viejo libro, que se inspira en un amor fracasado de otro tiempo; añade algo y cae en la tentación de cambiarlo todo. Abandona y empieza a escribir otra novela. Lo interrumpe un crítico, que le asegura que el público se aburre de las historias en que no se fuma. Cuando éste se va, lo visita la Inspiración, que "desata un rollo de papeles, de esos que hacen las mujeres, convirtiendo en cosa de música toda documentación", trayéndole caracteres de hombres. Empieza Cesárea. Es de nuevo estorbado, ahora por un antiguo personaje —no está lejos Pirandello— que viene con una reclamación y lo lleva a un nuevo desvío; empieza La novela de la calle del árbol, que a su vez pasa a otra y a otra. A veces Ramón siente nostalgia de su peculiar estilo concentrado y acumula páginas de greguerías, para volver luego a un novelar ortodoxo, donde sucedan cosas. Todo concluye cuando llega la hora de las Obras completas. Andrés Castilla compra con lo que le pagan la casa soñada para contemplar el mar y deja de escribir: "Ha cumplido un deber, ha hecho todo el destrozo posible en la hipocresía del mundo y ha evidenciado a su manera la intrascendencia del hombre". Ramón escribió El novelista en 1923 y por cuarenta años más siguió cumpliendo con ese mismo deber.
      
     La naturaleza en general juega limpio. Con más frecuencia de la que registramos, porque suele parecernos mal nuestra propia clarividencia, deja señales, en rasgos, en miradas, en gestos o frases de los hombres. Como aquél que nada ve en un bosque, salvo, de modo desatendido, tierra, troncos, ramas, plantas y todo se le escapa, perdemos los mensajes a cuyo fondo no llegamos y cuya debida voz no acatamos. Recuerdo, y espero que por última vez, el insistir prepotente, entre halagos, de alguien que pretendía imponer su voluntad, orientada siempre hacia la consecución de algo en el intrincado laberinto de sus particulares codicias. Al principio, probamos el rechazo, la huida disimulada sin colisión pero sin sometimiento. Pero tal era su asidua amabilidad, su viscosa indulgencia para con los caprichos que yo acumulaba para espantarla que al fin me consideré ilógica, horrible, inhumana. Y sin embargo, allí estaba la clara voz de la naturaleza que hablaba a través de un rostro criomorfo, fiel al balante testarudo. Jamás dudas, nunca la gentil indefensión de quien muestra fisuras, del que, alguna vez, desamparado, se revisa y olvida su papel en el mundo. Al fin, la naturaleza no puede más con tanto disimulo y tanta afectada falsificación del propio ser y descubre no la hilacha sino la madeja completa y enredadora. Entonces toca recordar las pistas nítidas, ignoradas con deliberación, e inclinarse ante Kwanon, diosa de la piedad y la misericordia.
      
     ¿Alguien sabe de cuándo data el primer manifiesto? Obviamente sabe a democracia moderna, que es el periodo histórico en que los intelectuales se dieron cuenta de que estaban hartos de que el Demos no se diera cuenta de que ellos eran los que debían tener el poder, pero que había que sugerirlo con discreción. De modo que resolvieron no perder coyuntura para opinar de todo, sabiendo o ignorando. Es lo que encierra un verso de Lezama Lima (que algo habrá pensado en este tema): "Firmen todos a la vez, quiten las manos todos a la vez." (El encuentro.) –

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