Quizá debiera preguntar, a la manera de André Breton en el principio de Nadja: ¿quién guía los ojos de Graciela Iturbide?, para mejor expresar la inquietante extrañeza que a veces nos despiertan los artistas. Frente a este hondo misterio, tengo poco que articular. En cambio, puedo contar cómo guié los pasos de Graciela Iturbide la primera vez que viajamos y trabajamos juntas, y por qué hicimos la entrevista contenida en Eyes to fly with (University of Texas Press, 2006). Una amiga, encargada de la Comisaría cultural de la Exposición Universal de Hannover del año 2000, había ideado formar pares de escritores y fotógrafos para atestiguar los seis meses de vida del Pabellón de México dentro de la megalomanía globalizada. Quiero creer que algo más que el azar me juntó con Graciela Iturbide, a quien no conocía personalmente, aunque en unas fotografías suyas había vislumbrado algo de su alma cautiva en la imagen. Desde el primer día que caminamos por las calles mortecinas de Hannover, me di cuenta de la paradoja que encarna Graciela Iturbide: es incapaz de retener en la retina el nombre de una calle o, al menos, la sucesión de fachadas que delinean el perfil de las calles, al tiempo que ve lo que nadie ve a través de la bruma que nos envuelve en la llamada realidad. Podíamos pasar dos o más veces por el mismo lugar, pero Graciela siempre pisaba por vez primera la piedra de la ciudad. Suele ir así, en un estado de distracción casi legendario que, sin embargo, parece ser una condición para de pronto reparar en la imagen que se plasmará en la fotografía. Su estado es una manera de somnambulismo que funciona como un imán que atrae un objeto aislado, un rostro que se recorta sobre el aire, un ángulo de la realidad, una esquina, las escenas insólitas cuyo milagro sólo dura un instante.
Deambulamos casi un mes entero por la Expo Universal de Hannover, entre entusiasmadas y apabulladas por la avalancha de tecnología, y prontas a sentirnos saturadas por la cantidad de imágenes vacuas que se negociaban en ese espacio. No recuerdo que habláramos mucho de nuestro respectivo testimonio a través de las palabras y de las fotografías. No nos pusimos de acuerdo sobre los temas que iríamos a privilegiar. Sólo hasta que vi el libro impreso, supe qué escenas o personajes habían retenido el interés de Graciela Iturbide. Me sorprendió que coincidiéramos en muchas cosas sin que mis palabras fueran una ilustración de sus imágenes y sus imágenes, la prueba de la realidad redactada. Fuera del trabajo que no era realmente trabajo, hablamos mucho, sobre todo en las noches, cuando Hannover se aquieta en exceso. Íbamos a sentarnos a las terrazas de café que la primavera alemana despliega como un imprevisible tarot. Allí le pregunté muchas cosas que ignoraba sobre la fotografía y su arte en particular. Sólo tiempo después decidió Graciela Iturbide retomar estas conversaciones para el libro.
Si los lectores siguen con interés el hilo de nuestro diálogo es porque este hilo estaba trenzado por mi ignorancia y mi curiosidad hacia el itinerario artístico y, hasta diría, espiritual de la fotógrafa mexicana. La confianza que otorga el trato amistoso, me permitió preguntarle quizá lo que otros no se atreverían a plantear por temor a traicionar su propia ignorancia o a excederse en la curiosidad. Ninguno de estos dos escollos hizo peligrar el proyecto y en su ausencia veo el origen de las virtudes de este libro. Tan debe tenerlas que un día le oí decir a uno de sus hijos que, leyendo la entrevista, se había enterado de cosas que desconocía acerca de su madre.
En Eyes to fly with por primera vez se publica una fotografía de Graciela Iturbide que sólo existía en sus contactos y a través de sus palabras. Es una imagen mítica en la vida y la obra de Graciela Iturbide, que había quedado inédita por el temor que le despertaba. Cuenta ella que a raíz de la muerte de su hija a una temprana edad, comenzó a fotografiar los ataúdes de niños que, en México, se llaman “angelitos”. Antes que una terapia, la obsesión se antoja un juego con la muerte, que el dolor desafiaba hasta que la fotógrafa se topó con este “hombre-calavera” o “Mr. Death” como ahora nos gusta nombrarlo. Graciela Iturbide sintió que de tanto perseguir la muerte, quizá la había alcanzado en esta imagen que sacó y se negó a imprimir y dar a conocer. Se trata de un hombre que yace atravesado en la entrada de un cementerio, vestido y como si hubiese caído después de una noche de borrachera, cuyo rostro ha sido comido por los pájaros, dejando al descubierto la calavera que cifra el horror de la corrupción.
¿Quién había arrojado este cuerpo a mitad del camino? ¿Por qué nadie antes lo había visto y le había dado sepultura? ¿Por qué tuvo que toparse Graciela con esta visión para ver lo que estaba sucediendo en lo más íntimo de su persona? Con el rodeo de todas estas preguntas, vuelvo a la pregunta inicial: ¿qué o quién guía los ojos de Graciela Iturbide?, y no tengo más respuestas que hace rato.
Por supuesto, cuando Graciela me contó el episodio, le pedí que me enseñara el “hombre-calavera” y cuando fijaba el contacto, tuve la sensación de estar viendo a la muerte, tal y como le había sucedido a Graciela años atrás. No sé si la publicación actual de la fotografía significa un exorcismo definitivo para ella. Tal vez lo sea y para nosotros, pase a ser un recordatorio de lo que a menudo quisiéramos olvidar. “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, decía Pavese. En el fondo, el arte de la fotografía quizá consista en iluminarnos con visiones ajenas y en mejorar nuestros propios ojos a través del asombro de otros ojos. ~